Frankenstein: los dos rostros del héroe satánico

1. La creación del monstruo.

Pocas obras rivalizan con Frankenstein, de Mary W. Shelley, en el número de epígonos y comentaristas que pretenden apropiársela. Las feministas por el sexo de su autora; los historiadores de la ciencia ficción por tratarse de un texto precursor de lo que será el género en años posteriores; los amantes de la literatura de terror por considerarla de una de las novelas góticas mejor acabadas y duraderas, frente a la abundante mediocridad nacida tras El castillo de Otranto, de Walpole… Lo que no tantos se detienen a considerar es su importancia para develar el engranaje ideológico del movimiento artístico en el que se produjo: el Romanticismo.

MaryShelley

La mayoría de los lectores conocerán la génesis de su obra, reproducida mil veces pese a no dejar de ser anecdótica. Mary, en compañía de su amante el gran poeta Percy B. Shelley, su hermanastra Claire, lord Byron y el doctor Polidori pasaron el verano de 1816 en Suiza, junto al lago Leman, con los Shelley y Claire instalados en la villa Chapuis, y Byron y su secretario en la cercana villa Diorati. Todos solían reunirse en la residencia de este último y dedicaban las veladas a discutir sobre todo tipo de temas peregrinos o leer cuentos de fantasmas alemanes de un pequeño volumen titulado Fantasmagoriana. Tan interesados se mostraron por las historias que lord Byron propuso que cada uno escribiera su propio relato fantástico. Byron, Shelley y Polidori no acabaron de cumplir con lo acordado y abandonaron sus intentos a las pocas páginas el doctor John Polidori, sin embargo, se inspiraría poco después en el fragmento de lord Byron para su célebre relato El vampiro (1819); no así la joven Mary, que aquella noche tuvo una pesadilla en la que un estudiante animaba un cuerpo sin vida con el auxilio de una crepitante máquina. Al día siguiente se puso a escribir la historia que el sueño le había inspirado.

Podríamos estar tentados, pues, en suponer un mucho de casualidad en la genial creación de Mary Shelley, que por aquel entonces sólo contaba diecinueve años. Pero la muchacha tenía a sus espaldas un bagaje cultural del que muy pocas mujeres ni tampoco los hombres podrían haber presumido. Su padre era William Godwin, escritor y filósofo de gran influencia entre la intelectualidad más radical de la época, ateo, anarquista y defensor del amor libre, autor de la célebre novela Caleb Williams. Su madre, Mary Wollstonecraft, que murio al darle a luz, fue también una mujer avanzada a su época, que mantuvo estrecha relación con artistas de la talla de William Blake y Fuseli, y se convirtió en una precursora del feminismo con obras como Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Si a esto se le añade el contacto cotidiano de Mary Shelley con escritores de la talla de P. B. Shelley y lord Byron, no ha de extrañarnos nada su prematura madurez artística.

La novela la publicó por primera vez en 1818 la editorial londinense Lackington and Company, en tres pequeños volúmenes, sin constar el nombre del autor y con el revelador título injustamente acortado en muchas de las ediciones modernas de Frankenstein or The Modern Prometheus. La opinión especializada fue diversa; los críticos más ortodoxos y conservadores la denostaron; Walter Scott, en cambio, no reprimió sus elogios por su novedad y genio. Hoy la obra es tremendamente popular, no por ella misma, desgraciadamente, sino por las múltiples y a menudo desafortunadas versiones cinematográficas, que la reducen a un simple cuento de miedo y olvidan toda su filosofía subyacente.

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2. El héroe satánico.

En pocos momentos ha sido mayor el culto al genio, al artista como héroe, al Yo como sujeto preeminente que en ese denso y heterogéneo periodo entre la agonía del siglo XVIII y la mitad del XIX que convencionalmente conocemos como Romanticismo. Si en la literatura anterior existía un distanciamiento entre el autor y sus personajes, la nueva sensibilidad propugnará una vinculación más intensa del artista con su obra. Los escritos de Heine, por ejemplo, no son otra cosa que una larga autobiografía; Childe Harold o Manfred trascienden su papel de simples criaturas de ficción, movidas según la lógica de una trama novelesca, para ser «alter egos» de su creador, Lord Byron.

De entre todos los tipos creados por la fértil inventiva de la época, hay uno de especial idiosincrasia, paradigma del pensamiento desesperanzado de la segunda generación de artistas románticos: el héroe satánico o prometeico, como prefiere denominarlo Harold Bloom. El estereotipo del héroe satánico es fácil de trazar, tanto que se aviene sin dificultad a la caricatura y la parodia. Su aspecto y su historia permanecen envueltos en el misterio. Está maldito y lleva consigo la perdición para él y para cuantos lo rodean. En su origen hay un pecado, con frecuencia oscuro e impreciso, que mancha y transforma su existencia en un largo peregrinaje, en un constante combate contra la sociedad que le zahiere y contra ese Dios que le abandonó y marcó con una señal, como a Caín. Su camino no es otro que el de la autodestrucción y su meta la muerte, en la que, no obstante, muchas veces conseguirá el triunfo.

Este personaje protagonizará, con mayor o menor pureza, gran parte de las páginas de la literatura romántica inglesa y de ahí se transmitirá a otras literaturas, como la alemana o francesa. No sería muy aventurado, por tanto, suponer la influencia de Milton y El paraiso perdido en la génesis del personaje. Mientras la tradición heredada del medioevo se complacía en mostrar a un Satán físicamente repulsivo, una criatura infame con la única obsesión de atraer a los hombres a su perdición, Milton recuperó un Satán rebelde, hermoso y orgulloso, el más perfecto de los ángeles, caído sólo por su osadía al desafiar a Dios, y por eso mismo también admirable, como se muestra en unos versos que habrían firmado gustosos Byron o Shelley y que sin duda les movieron a más de un momento de meditación:

«A pesar de cuanto el Vencedor en su potente cólera pueda hacer contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, bien que menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, de desdén supremo, propios del que ve su mérito vilipendiado, y que me impulsaron a luchar contra el Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus armados, que osaron despreciar su dominación. Ellos me prefirieron oponiendo a su poder supremo otro contrario; y venidos a dudosa batalla en las llanuras del cielo, hicieron vacilar su trono.

»¿Qué importa perder el campo donde lidiamos? No se ha perdido todo. Con esta voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal y un valor que no ha de someterse ni ceder jamás, ¿cómo he de tenerme por subyugado?»

Dore Paradise Lost

3. La caída.

¿Qué hizo que este personaje maldito resultara tan atractivo para los escritores románticos, entre los que se contaba Mary W. Shelley? Para entenderlo, debemos echar un vistazo atrás y trazar un esquemático cuadro de la evolución del pensamiento occidental.

Entre la firme fe en la importancia del hombre y su imparable progreso, que evidencian los pensadores del siglo de las luces, y el sentimiento trágico del Romanticismo se produce un cambio sustancial en la concepción del mundo y del lugar que los hombres ocupan en él; cambio que vino gestándose desde el Renacimiento y determinará el carácter propio del hombre moderno.

Primavera

Esta transformación es rápidamente visible en la pintura. Las obras renacentistas tomemos La Primavera, de Botticelli, por citar una sobradamente conocida– son antropocéntricas. La figura aparece integrada en una naturaleza amable e idealizada, que no deja de ser una escenografía para mostrarnos lo esencial: el ser humano. Compárese, en cambio, con Monje junto al mar, de Caspar David Friedrich. El hombre ha cedido su protagonismo y es relegado a una pequeña figurilla, apenas perceptible, al pie del cuadro. El monje no pasea confiadamente por la playa, dominador de la naturaleza; está anonadado, aplastado ante la infinitud de mar y cielo.

monje_junto_al_mar

Algo ha sucedido, es evidente. Respecto a la imagen del mundo, desde la Antigüedad se creía en un sistema geocéntrico. Hasta el siglo XVI Copérnico no expone la teoría de que la Tierra no es sino un planeta más girando en torno al Sol. El hombre pierde su puesto relevante y toma conciencia, a medida que el conocimiento avanza y le va abriendo las puertas del cosmos, de que es un minúsculo átomo en el cuerpo inabarcable del Universo.

Aquí nace el hombre moderno, un ser que se sabe ínfimo, pero aún confía en la razón y en el poder que le confiere. Esta fe le acompañará hasta el periodo romántico, pues, parafraseando a Pascal, cree que el Universo podrá aplastar al hombre, aunque éste sabrá siempre quién le aplasta, mientras el Universo no sabrá nada. La razón será su más alto motivo de autoestima. Sin embargo, la confianza en el progreso no debe confundirse con una visión optimista de la existencia, que ya se ha perdido: «Nuestra esperanza es que algún día todo estará bien: Mera ilusión es que hoy todo esté bien», escribe Voltaire. Si la situación es mala, los ilustrados creen todavía en el avance de la humanidad, idea que el fervor revolucionario de 1789 mantendrá hasta bien entrado el siglo XIX.

El romántico es, ante todo, hijo de la Ilustración, que con su concepción pragmática y mecanicista del mundo creará una crisis espiritual en muchos intelectuales de las generaciones posteriores. Casi como Nietzsche podrían haber dicho: «Dios ha muerto». La razón pone en cuestión, ante la imposibilidad de una demostración empírica, la existencia de una divinidad y la inmortalidad del alma. Los románticos de talante liberal manifestarán con cierto furor de rebeldía su agnosticismo o un abierto ateismo. Hölderlin y Goethe así lo hicieron; Shelley, cantor de Prometeo, el desafiador de los dioses, fue expulsado de la Universidad de Oxford por la publicación de un panfleto titulado La necesidad del ateismo.

La escisión hombre-naturaleza es un mal asumido y Dios negado. Casi podríamos decir que ambas cosas son lo mismo. Los románticos, en una particular idea mágico-científica, creen en lo que llamarán el «Anima Mundi», el alma del mundo. La naturaleza es un ser viviente e, igual que para los estoicos, su imagen de Dios es panteista: Dios es la naturaleza toda. Es fácil colegir, entonces, que si el hombre ha perdido su vínculo con la naturaleza también lo ha hecho con el Ser Supremo. A partir de ese momento representarán a la deidad judeocristiana como al tirano caprichoso y cruel contra el que hay que enfrentarse en defensa de la libertad individual.

Junto a todas estas causas ideológicas al desencanto, del que nacerá el héroe satánico como su más claro representante, otras de origen político y social colaborarán a romper el sueño del progreso.

Los románticos liberales vieron en la Revolución Francesa una promesa de futuro y de cambio en una sociedad estancada. Napoleón, luego, encarnará su ideal heroico, será el destinado a romper las cadenas de Europa. La llegada de la guerra les abrumó y sintieron desmoronarse sus esperanzas y creencias. Y si el espantoso prólogo de la guerra no hubiera sido suficiente, en el periodo postrevolucionario acabará por defenestrarse cualquier utópica confianza en un avance, con el advenimiento de una reacción conservadora, el inmovilismo de una burguesía que había colmado ya sus ambiciones y accedido al poder, y el auge de una sociedad mercantilista.

Hay que observar, no obstante, que el movimiento romántico no presenta una uniformidad en Europa. Fuera de Inglaterra y Alemania el Romanticismo es un producto tardío, y como tal contaminado de amaneramientos, teatral, falso, un Romanticismo que ha perdido su carga de rebeldía y en especial a partir de la década de los 30 es completamente asumido como moda por esa clase media adocenada que despreciaban.

Por todos los factores enunciados desarraigo, crisis espiritual, decepción política el artista romántico siente desapego del mundo en el que le ha tocado vivir. Alentado por el pensamiento de Rousseau renace el mito de la Edad Dorada, un tiempo en el que en el mundo todavía no se ha producido la escisión hombre-naturaleza. Unos buscarán ese paraíso perdido en la antigüedad clásica, en una Grecia que en muchas ocasiones no visitaron, más atemporal que real, y que idealizan en sus obras. Otros encontrarán su modelo en la Edad Media, ya sea por ver la era del gótico, en palabras de Hugh Honour, «como manifestación de la libertad artística y del sometimiento del artista a la Iglesia, como expresión del absolutismo político, la monarquía constitucional, el republicanismo y la anarquía», según la ideología de cada cual.

4. Peregrinación y combate.

El romántico creerá encontrarse en una especie de exilio espiritual; solidario con sus congéneres, por los cuales roba el fuego de la poesía para elevarlos del fango, pero a la vez muy por encima de ellos. El mito del genio y del artistas incomprendido, que tanta fortuna tendrá en adelante, alcanza en el siglo XIX su máximo esplendor. Hasta ese momento el creador ha trabajado para satisfacer una demanda de su público; el romántico mantendrá una actitud mesiánica ante la sociedad y esto le arrastrará a la perdición. Como Prometeo, el romántico llega incluso a la impiedad para alcanzar su meta, a riesgo de ser castigado.

En el tema de Prometeo no hay solamente un culto al rebelde; simboliza también el ansia de unidad de lo terrenal con lo espiritual, del hombre con la naturaleza. El fuego, elemento sagrado y sacralizante, es arrancado a los dioses para entregarlo a la humanidad. A pesar de la honestidad de su fin, la posesión conseguida contraviniendo el orden establecido trae el dolor. La actitud del héroe satánico, que puede parecer derrotista con su constante huida y su lucha sin esperanza, es en realidad una apuesta por la acción, una posición heroica.

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Casi todos los poetas del romanticismo usarán de este mito como metáfora de la misión del artista. Entre los más importantes podemos citar a Byron, Shelley, Hölderlin, Goethe o Leopardi. Pero fruto de un autor menor como Mary Shelley nacerá una de las más interesantes variaciones sobre el tema, por presentarnos las dos posibles configuraciones del héroe satánico.

Frankenstein o el moderno prometeo supera en eficacia a las versiones del mito de otros escritores más insignes. Como el lector recordará, narra la historia de un joven investigador, Frankestein, que desea alcanzar el conocimiento último: el poder de dar la vida. Con fragmentos de cadáveres contruye un ser perfecto al que anima exitosamente. Una vez su criatura vive, el científico se siente horrorizado ante su creación y la abandona a su suerte. El monstruo, pobre inocente que nada sabe del mal, es perseguido por su anormalidad. Lo extraño, lo diferente ya se sabe provoca temor. Inevitablemente, acaba revolviéndose contra el mundo y decide vengarse de su creador, persiguiéndolo hasta que muere, abordo de un barco en la desolación ártica. El monstruo se pierde entre los hielos.

Vemos aquí cómo se reproduce el esquema que caracteriza a todo héroe satánico: Frankenstein peca al alcanzar un secreto vedado a los mortales la caída, sufre a causa de su acto y emprende una larga huida peregrinación y al final acaba pereciendo la muerte.

Por su parte, el monstuo encarna al héroe satánico en su otra variante, como he señalado. Es el hombre superhombre en este caso, pues debía ser perfecto al que su creador abandona, como los románticos se sentían abandonados por Dios. Su inocencia es manchada rápidamente por el desprecio que todos le muestran, incluso el que le dio la vida. La novela nos muestra su errante viajar y su fuga hacia una naturaleza impresionante y pavorosa.

La obra resulta también muy interesante para analizar la imagen que de la ciencia tenían los románticos. Frecuentemente se les acusa de irracionales, de preferir los desvaríos de la imaginación a los irrefutables datos de la ciencia. Es cierto que Keats y Lamb maldijeron a las matemáticas en un brindis; pero esto no significa que rechazaran el conocimiento, sino que concebían una ciencia más parecida a la del Renacimiento que a la actual. Su ideal era una sabiduría mágica, como la de Paracelso y Campanella, y les repelía la ciencia positivista de su época, obsesionada en catalogar, numerar y diseccionar. Optaban por el conocimiento de la naturaleza, no por su dominio. El hombre decimonónico, pragmático y realista, será para ellos el «mendigo que ha creído alcanzar ser dios mediante la reflexión y que, con su renuncia al sueño, él mismo se ha reducido al estado de mendigo», como muy bien precisa Rafael Argullol en su ensayo El Héroe y el Único.

En Frankenstein se nos presenta un científico prometeico, lanzado a las más altas empresas, no a un trabajo técnico de clasificación: «Mi genio era a veces violento, y mis pasiones, vehementes; pero por alguna ley de mi carácter, no se volvían hacia objetivos pueriles, sino hacia un ansioso deseo de aprender, aunque no de forma indiscriminada (…) Eran los secretos del cielo y de la tierra lo que yo ansiaba saber, y ya fuese la sustancia externa de las cosas, o el espítitu interior de la naturaleza y el alma misteriosa del hombre lo que ocupara, mis investigaciones se orientaban hacia los secretos metafísicos y físicos del mundo en su más alto sentido». Después dice: «El rústico campesino contemplaba los elementos que veía en su alrededor y se familiarizaba con sus usos prácticos. El más instruido filósofo sabía poco más. Había desvelado parcialmente el rostro de la Naturaleza, pero sus facciones inmortales aún eran un prodigio y un misterio. Podía disecar, anatomizar y poner nombres; pero, dejando aparte la causa final, las causas segundas y terceras eran absolutamente desconocidas para él. Yo me había asomado a las murallas y obstáculos que parecían impedir al hombre la entrada en la ciudadela de la naturaleza, y con irreflexión e ignorancia, me había quejado».

Frankenstein se atreve increíble audacia, a ver más allá de lo permitido a los ojos humanos. Es una decisión fatal : «El destino era demasiado poderoso, y sus leyes inmutables habían decretado mi absoluta y terrible destrucción».

Tras ese pecado oscuro que inicia el acontecer dramático del héroe satánico, éste opta por dos posturas que, al fin y al cabo, son una misma respuesta y en muchos casos se funden efectivamente: una es la actitud prometeica de obstinado combate contra el destino o contra los hombres; la otra es el peregrinaje, un viaje sin destino físico, pero sí espiritual.

El vagar de estos personajes es un viaje de conquista para hallar la respuesta a las preguntas que les atormentan; un andar metafórico, en el que las cotas geográficas no hacen otra cosa que marcar un avance de orden metafísico. Es un viaje hacia el interior que sigue una larga tradición literaria, en la que el recorrido adquiere un sentido iniciático. El héroe ha de enfrentarse a lo largo de su camino a una serie de pruebas, que hay que vencer para proseguir adelante y superar su condición de simple mortal.

El vagabundeo del héroe satánico le ofrece la ocasión de alejarse del insulso y narcotizante influjo de la sociedad burguesa, de escapar a sus convenciones, que considera absurdas, y entrar en contacto de nuevo la obsesión por reparar la unidad rota con la naturaleza. Pero, aunque el héroe intente reintegrarse a esa naturaleza, embriagado en lo sublime, el lazo está roto y la reunión es imposible.

5. El triunfo en la muerte.

Escoja la vía de la abierta lucha o la peregrinación, el hombre no es el titán al que aspira y su tortura ha de tener algún fin. Y puesto que es imposible la victoria la rebelión romántica es más una manifestación de resistencia espiritual que una auténtica confianza en alcanzar sus objetivos de superación colectiva, de conquista del cielo sólo cabe una salida: la autodestrucción, la inmolación; la muerte, en definitiva.

Pese a ello, el anhelo de muerte y cierta apología del suicidio que muestran tanto las obras como los artífices del Romanticismo en su propia biografía, no es un deseo de escapar al dolor de vivir, un «supremo acto de creación», como dice Argullol. Lo realmente heroico en esta entrega es el hecho de que muchos de ellos dudaban de que algo les aguardaba tras los umbrales de la muerte, aunque siempre consolaba la gloria que perpetúa al poeta en la memoria de las generaciones posteriores.

Manfred

Manfred, en el poema de Byron, rechaza la salvación que le ofrecen y se enfrenta en soledad a la muerte, profiriendo orgullosamente: «¡Viejo! No es tan difícil morir». Harold Bloom, en Los poetas visionarios del romanticismo inglés, explica muy bien la actitud del personaje, que se hace extensible a otros héroes satánicos: «La muerte de Manfred es claramente una liberación, no una condenación, porque su carga de lucidez ha sido durante mucho tiempo su castigo (…) Manfred no tiene seguridad del olvido cuando muere, pero tiene la satisfacción prometeica de haber afirmado la supremacía de la voluntad humana sobre todo aquello, natural o sobrenatural, que se le puede oponer». Esta explicación se podría extender también a las últimas palabras del monstruo de Frankenstein: «Pero pronto moriré exclamó con triste y solemne entusiasmo y dejaré de sentir lo que siento. No tardarán en apagarse estos sufrimientos abrasadores. Subiré triunfalmente a mi pira funeraria, y gozaré en la agonía de las llamas torturadoras. Cuando se apague la luz de esa hoguera, los vientos barrerán mis cenizas arrojándolas al mar. Mi espíritu dormirá en paz: si piensa, sin duda lo hará de otra manera. Adiós».

Creo que ésta es la lectura definitiva que tendríamos que hacer del significado del héroe satánico y, por ende, del desafortunado periplo del doctor Frankenstein. Es un canto heroico a la voluntad, a la facultad del hombre para enfrentarse a cuanto pretende doblegarle, a sabiendas de su fragilidad. Y es ese reconocimiento de debilidad lo que engrandece su acción. ¿Dónde reside la gloria del héroe? ¿En sus hazañas o en la conciencia de que, en cualquier instante, detrás de una de ellas le aguarda el final?

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