El Lovecraft adulto, tímido y aislado, víctima de una educación clasista y de pobre vida social, cuyo escaso conocimiento sobre la vida real vino dado casi en exclusiva por los libros centenarios de la biblioteca de su abuelo, fue un hombre lleno de prejuicios: para él las mujeres eran seres extraños, los homosexuales anormalidades patéticas, los judíos una raza ruin…, como cualquier otra que no llevara en sus venas la «noble sangre aria» de los anglosajones. Sólo en sus últimos años, con una boda desastrosa pero catártica y por el efecto benéfico de sus colegas más jóvenes, el escritor de Providence fue dejando atrás muchos de esos prejuicios; pero para entonces el mal ya estaba hecho y en parte de su prosa había ido dejando desperdigados un buen número de comentarios hostiles sobre los rostros cetrinos y los acentos extranjeros de italianos, hispanos y sirios que invadían Nueva York y su sacrosanta Nueva Inglaterra.
De niño, sin embargo, la influencia de sus mayores aún no había ceñido fajas a su imaginación y la lectura de una edición juvenil de Las mil y una noches, con sus genios, hechiceros y alfombras mágicas, causó en el pequeño Howard tal fascinación que por un tiempo le dio por jugar a ser árabe, adornando una habitación con tapices y pebeteros de incienso, y autoproclamándose musulmán. Un pariente de visita le sugirió entonces en broma que adoptase el nombre de Abdul Alhazred.
Lovecraft, quien siempre consideró su infancia como su particular paraíso perdido, jamás olvidó la anécdota y no dudó en utilizar tal nombre inventado cuando, en 1921, se sentó a redactar La ciudad sin nombre (The Nameless City). Allí aparece citado por primera vez el árabe loco autor del Necronomicón y su famoso dístico: «Que no está muerto lo que yace eternamente / y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir».
Abdul Alhazred, deformación popular de un nombre que, en su origen, quizá fuera Abd Al-Azrad, nació alrededor del año 700 de nuestra era en San’a, dentro del actual Yemen, extremo sur de la península de Arabia. La ciudad, importante centro comercial, sufrió la conquista de diferentes pueblos, encontrándose en ella una amalgama de creencias que iban del judaísmo al cristianismo, pasando por el animismo original de las tribus árabes, hasta que la ocupación por parte del califato musulmán en el 632 instauró el Islam como religión oficial y dominante. En el instante en el que Alhazred llegó al mundo, pues, las enseñanzas del profeta Mahoma eran de reciente implantación y no es de extrañar que el joven erudito, durante sus estudios, tropezara con restos de antiguos cultos que hicieran tambalear sus convicciones. Lovecraft, cuando cita a Abdul Alhazred en sus relatos, suele calificarle como «blasfemo»; puesto que el escritor tenía a gala su ateismo, no podemos tomar tal apreciación como opinión subjetiva sino como descripción de la tesitura del árabe dentro de su contexto: educado dentro del islamismo, había negado la fe de sus padres para abrazar el culto a los viejos dioses.
En qué momento se produjo esta transformación, sólo nos lo podemos figurar. Sin duda la clave puede estar en el largo peregrinaje durante el cual entró en contacto con cultos secretos de la antigua Babilonia y Egipto. Después se retiraría como ermitaño durante un periodo de diez años al desierto del sur de Arabia, el Dahna o «desierto escarlata», donde se dice habitan espíritus malignos. Allí —según sus propias manifestaciones— pudo contemplar Irem de las Columnas, la Ciudad de Cobre, fundada por el mítico Ad en el principio de los tiempos y maldita por pecar de vanidad y blasfemia, al pretender su rey ser adorado como el mismo Dios. Desde entonces la ciudad sigue existiendo en el corazón del desierto, pero es invisible para la mayoría de los ojos y sólo en contadas circunstancias llega a manifestarse. Sin embargo, Alhazred, iniciado ya en los secretos de la magia, visitó el lugar prohibido y exploró unas cavernas subterráneas, conocidas como la Ciudad Sin Nombre, para rescatar los anales de una antigua raza que le servirían como fuente documental básica en la redacción de su célebre Al-Azif. A partir de entonces el erudito practicaría el peligroso culto a Yog-Sothoth y Cthulhu, con los resultados por todos conocidos: viviendo en Damasco, en el 738 fue atacado en plena calle por una entidad invisible, que lo devoró ante la presencia aterrorizada de numerosos testigos.
Lovecraft no nos da más datos, aunque nos remite a su biógrafo, Ibn-Khallikan, quien escribió muy tardíamente, ya en el siglo XII, con la poca credibilidad que eso comporta. «Por sus obras los conoceréis», dice la frase evangélica, y así ocurre con Alhazred. Más importante que el personaje es su único libro conservado y hoy el místico árabe permanece en nuestra memoria gracias al Al-Azif, también llamado Necronomicón, mil veces perseguido y condenado a las llamas purificadoras, pero aún así superviviente a todos sus inquisidores. Su redacción tuvo lugar en Damasco y se fecha en el 730, ocho años antes, pues, de la muerte de su autor. En la forma de unos pocos manuscritos fue pasando de mano en mano hasta que Theodorus Philetas lo tradujo al griego en el 950, concediéndole su título más conocido. Su versión latina se imprimió por primera vez en Alemania, durante el siglo XV, y posteriormente en España, en el XVII. A falta de más datos, podemos suponer que es ésta la edición conservada en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Francisco Torres Oliver, en Los Mitos de Cthulhu (Alianza Editorial), da noticias de una traducción castellana de principios del siglo XIV no catalogada por los especialistas y cuyo manuscrito guarda el Archivo Histórico de Simancas.
A través de autores posteriores a Lovecraft nos han llegado variados escritos en los que se amplían, incluso contradicen, los breves datos proporcionados por el escritor de Providence. No entraré aquí a comentarlos, pues la edición de la antología El Necronomicón (La Factoría de Ideas) los hace perfectamente accesibles al lector y resultaría algo superfluo proceder ahora a su resumen. Sí merece más la pena comentar las teorías expuestas por Rafael Llopis en El Novísimo Algazife o Libro de las Postrimerías (Ediciones Hiperión), bastante menos conocido entre el aficionado común a los Mitos de Cthulhu.
A raíz del descubrimiento del manuscrito de Ajalvir y de un Testamento autógrafo, en este ensayo se discuten algunos de los datos aportados por Lovecraft en su Historia del Necronomicón (History and Chronology of the Necronomicón, 1936). El primero hace referencia al lugar de nacimiento de Alhazred: según Llopis, el sabio árabe al que los comentaristas anglosajones se refieren como Abdul Alhazred fue en realidad Abdul Yasar al Hazrid, castellanizado tradicionalmente como Abdelesar. Natural de Menfis e hijo de un converso yemení y una egipcia adoradora en secreto de los antiguos dioses de su tierra, fue enviado de niño con la tribu de su padre, de ahí la confusión habitual entre sus biógrafos. En el 712 Abdelesar participó en la expedición del emir Muza ibn Nusair con destino al Al Andalus, donde ampliaría sus conocimientos en los saberes arcanos, y fue bajo el patrocinio de este mecenas cuando emprendió la búsqueda de Irem. Por lo que se refiere a su muerte en el 738, Llopis asegura que no ocurrió como se nos ha contado hasta ahora: en realidad todo se redujo una farsa para escapar del acoso de las autoridades, irritadas por la difusión de sus enseñanzas. Abdelesar regresó al Al Andalus, donde contactó con chamanes vascos y magos cristianos, y sería en tierras españolas donde desaparecería definitivamente, más que centenario y envuelto en la leyenda, dejando no pocos seguidores, como testimonian el buen número de fragmentos y resúmenes del Al-Azif que circularon entre los moriscos granadinos y murcianos hasta el siglo XVI.
Desde luego, estas revelaciones transforman considerablemente el dibujo que muchos nos habíamos trazado sobre el autor del Necronomicón. Si la identificación entre Abdelesar y Abdul Alhazred es una propuesta convincente o cae en el error, habrá que dejarlo al gusto de los lectores y, sobre todo, al uso que los escritores futuros puedan darle en sus incursiones dentro de los tenebrosos límites literarios de los Mitos de Cthulhu.
(Artículo originalmente publicado en la revista «Lovecraft Magazine». Como ya habrá advertido el lector, sigue el juego literario de tomar como real lo que sólo es pura ficción).
Excelente artículo. La verosimilitud de los relatos referidos a los libros imaginarios como el ciado Necronomicón (pero también el tomo que Borges encuentra en un hotel de Adrogué de la «A First Encyclopaedia of Tlön») han despertado la fascinación de muchos. Me consta que hay gente que afirma la existencia dicha enciclopedia o de copias del Necronomicón en microfilms de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
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