Noel Clarasó: Un viaje al miedo

La obra de arte ha de juzgarse por sus cualidades intrínsecas; aunque es innegable que, para el estudioso y el lector más interesado, muchos libros poseen un valor añadido, sea por su carácter seminal El castillo de Otranto, de Horace Walpole, nos brindaría un buen ejemplo, pues pese a tratarse de una novela deficiente en muchos aspectos fue fundadora de la moda gótica— o bien por su singularidad respecto a otras obras coetáneas. Miedo, del catalán Noel Clarasó, entraría de lleno en este segundo grupo.

Al contrario que en Francia o Gran Bretaña, el siglo XIX en España no produjo especialistas de peso en el relato sobrenatural, salvo Bécquer y sus Leyendas. Hubo cultivadores puntuales, es cierto, como Agustín Pérez Zaragoza, Pedro Antonio de Alarcón, Gaspar Núñez de Arce o incluso el mismísimo Pérez Galdós, adalid del realismo; de todos modos, habría que esperar a sus postrimerías y a las primeras décadas del XX, con la explosión neoromántica del modernismo y su gusto por lo extravagante, irreal y enfermizo, para que los ensueños más sombríos fueran adoptados como tema frecuente por buen número de plumas. El Valle-Inclán de Femeninas y Jardín umbrío, los primeros relatos de Pío Baroja y su novela episódica El Hotel del Cisne, las contribuciones de Emilio Carrere y Carmen de Burgos para «La novela corta» y «La novela semanal», las incursiones en la ficción del ocultista Mario Roso de Luna o las fantasías decadentes de Eduardo Zamacois y Antonio Hoyos y Vinent, entre otras muchas aportaciones de la época, parecían prometer la progresiva normalización de un género que en otras latitudes ha gozado siempre de gran aceptación

Por desgracia, en los años que siguieron a nuestra guerra civil, todo acercamiento a lo fantástico pareció marchitarse y desaparecer, cual vampiro expuesto a la luz del sol. Desde las altas instancias se promovía una literatura sentimentaloide y moralista de sabor rancio, mientras los nuevos valores abogaban por la renovación a través de una narrativa realista y angustiada, que tuvo en Cela, Laforet y Sánchez Ferlosio algunos de sus nombres más señeros. No era terreno fértil para pesadillas ilusorias. Apenas tuvo lugar un acercamiento culto al género fantástico y las únicas excepciones reseñables se redujeron a Wenceslao Fernández Flórez, en primer lugar, y Álvaro Cunqueiro y Joan Perucho, a partir de finales de la década de los cincuenta. Incluso la literatura de quiosco prefirió explorar otros territorios narrativos, como el western, la aventura o el misterio.

En ese desierto, durante 1947, inició Clarasó su solitaria travesía por la literatura de terror, con su colección de doce relatos sobrenaturales reunidos bajo el título común de Miedo.

Noel Claraso

Noel Clarasó i Serrat nació en 1899, en Alejandría, aunque creció y vivió buena parte de su existencia en la Ciudad Condal, donde moriría en 1985. Hijo del escultor modernista Enric Clarasó, perteneciente al círculo de Santiago Rusiñol y Ramón Casas, estudió derecho y filosofía y letras en las universidades de Barcelona y Madrid, además de interesarse por otras ramas del conocimiento —fue técnico del Jardín Botánico de Barcelona y autor del primer libro publicado en España sobre el arte japonés del bonsai—. Su pasión por la escritura le llevó a una producción diversificada, convirtiéndose en articulista para «La Vanguardia», autor teatral y guionista de televisión y cine, colaborando en títulos como la comedia fantástica El diablo toca la flauta (1953), Un día perdido (1954), Viaje de novios (1956), Ana dice sí (1959), Una Chica de Chicago (1960) o Solteros de verano (1961). De hecho, intentar esbozar una bibliografía suya es trazar el retrato de todo un galeote de la pluma encadenado a traducciones y textos originales tan diversos como libros infantiles, antologías de citas, guías para turistas, textos de autoayuda y manuales deportivos, de jardinería y de etiqueta, utilizando en ocasiones el seudónimo J. W. Ford.

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El grueso de su producción, sin embargo, lo ocupa la obra narrativa, escrita en dos lenguas. En 1938 ganó el premio Crexells por su novela en catalán Francis de Cer y en 1939 empezó a publicar en castellano, si bien puede apreciarse una clara diversidad a la hora de escoger su vehículo lingüístico. Mientras utilizó de modo preferente el catalán para novelas psicológicas de escasa difusión —Un camí (1956), El gep (1956), Un benestà semblant (1957), Un poca-solta (1957), L’altra ciutat (1968)—, el castellano lo empleó en obras de intención más popular, con novelas de tema criminal, como El asesino de la Luna (1947), para las que creó al investigador diletante y estudiante de medicina Noel Daudí —Daudí era el segundo apellido de su padre—, y sobre todo para libros de carácter humorístico: Crónica de varios males crónicos (1945), El arte de perder el tiempo (1946), El arte de no pensar en nada (1947), Yo soy un tipo así (1949), El campeón del bien (1949), Diccionario humorístico (1950), Seis autores en busca de personaje (1951) e Historia de una familia histérica (1956), entre otros.

asesino de la luna

No debe considerarse extraño que sea precisamente de las filas de los narradores humorísticos de donde surgiera este aislado cultivador del fantástico sobrenatural en nuestra posguerra. El parentesco entre humor y terror —en especial en su forma de relato breve— siempre ha sido estrecho. En ambos géneros el argumento guía al lector por un entramado de pistas, haciéndole considerar perspectivas que, con frecuencia, se ven contradichas en la conclusión del relato, propiciando un desenlace sorpresivo, hilarante en un caso y estremecedor en otro. Bierce, Saki y Jakobs son ejemplos perfectos de escritores que se manejaron con la elegancia de los maestros en los dos terrenos. Incluso en España tenemos una muestra en Jardiel Poncela, autor también, en 1922, de una novela fantástica entorno al espiritismo: El plano astral.

Clarasó, en la línea de los citados Saki y Jakobs, se inspiró en la tradición del ghost story británico para sus cuentos de terror, cuyo máximo representante fue el gran M. R. James, del mismo modo que sus historias detectivescas responden a los cánones del relato problema anglosajón, aunque en ambos casos huyó de la imitación ciega y, con acierto, procuró adaptar sus tramas a un escenario familiar, en el espacio y el tiempo. Al contrario de lo que ocurre con otras formas de literatura fantástica, donde la presentación de un entorno inusual lleno de posibilidades exóticas sirve para despertar la curiosidad del lector, en el cuento de miedo clásico suele partirse de un entorno familiar, donde el lector, siguiendo la mirada del protagonista, irá descubriendo de forma progresiva elementos para el desasosiego, que no se revelan abiertamente amenazantes hasta acercarse al desenlace. En estas historias la verosimilitud de escenario y personajes y la elaboración de una atmósfera son capitales para desarmar la suspicacia del lector y rendir su incredulidad.

En el primero de esos componentes básicos —verosimilitud de escenario y personajes— los relatos de Clarasó son convincentes en su mayor parte, utilizando el autor como mimbres su propia experiencia. En ellos encontramos reproducidos escenarios urbanos de la Barcelona de los años veinte y treinta; localizaciones rurales utilizadas frecuentemente por las clases acomodadas para su esparcimiento o retiro; una Mallorca previa a la invasión del hormigón y los operadores turísticos, frecuentada por burgueses sobrados de ocio y extranjeros excéntricos; unas montañas pirenaicas vistas casi como paisaje extraño, perdido en el tiempo, por los excursionistas llegados desde las capitales con afán entre deportivo y científico… Sus protagonistas son siempre artistas y escritores, junto a algún joven estudiante con posibles, retratados con habilidad, penetración y no poca ironía por alguien que se educó, precisamente, en los ambientes de una intelectualidad cosmopolita. Para ello utiliza una redacción de factura clásica, de fina economía y transparencia en el estilo, con el contenido ajustado a sus elementos esenciales, llevando a la práctica lo que él mismo predicaba en uno de sus aforismos: «Suprime toda palabra inútil. Simplifica la frase. Simplifica la idea. Ésta es la fórmula para escribir bien».

miedo

Por desgracia, muchas de sus historias pecan de repetitivas en su idea central, básicamente la venganza del espectro contra el causante de su mal o, en los menos, el regreso de entre los muertos para brindar protección a amigos y amados, con un componente moralista que acaba menoscabando su interés. Raramente nos ofrece personajes inocentes atrapados en el engranaje de la amenaza sobrenatural, con la angustia que el sin sentido provoca; por el contrario, comprueban a su costa la consoladora idea de que quien siembra vientos recoge tempestades. Esta reiteración de esquemas tan elementales diezma las posibilidades de sorpresa y puede llegar a cansar, cuando se aborda la lectura del libro de un tirón.

De los doce relatos, la mitad son cuentos de fantasmas abiertamente tradicionales: Era una presencia muerta; Las tres citas; Ojo por ojo, vida por vida; Tú serás mío; El fantasma de Anita Flores y Más allá de la muerte.

El más flojo, sin duda, es Las tres citas, lo cual debemos lamentar. En un principio resulta atractivo, al contar con una construcción de personajes francamente interesante, de las mejores en el libro; sin embargo, padece de una anécdota trivial y predecible: la repetida historia del enfermo que se aparece a sus amigos para despedirse, conociéndose después su defunción en la distancia.

En este grupo hay dos cuentos que destacan de un modo especial sobre el resto. Ojo por ojo, vida por vida posee un arranque llamativo y de extrema crueldad, introduciéndonos en la historia de un hombre codicioso y desalmado que tortura física y psicológicamente a su mujer, impidiéndole dormir y negándole la más elemental comodidad, hasta conseguir su muerte. Por desgracia, la narración, de gran fuerza, decae en interés en sus últimas páginas con la esperada venganza espectral. El otro relato, Más allá de la muerte, donde el fantasma de un hombre muerto accidentalmente advierte a su joven esposa que volverá para reunirse con ella y cumple su promesa reencarnándose, contiene uno de los finales más afortunados de la colección, hasta cierto punto también predecible, quizá, pero redondo en su propia lógica interna.

Los relatos más satisfactorios se encuentran entre la mitad restante. El secreto trata un caso de transferencia de personalidad, breve y eficaz en su sencillez. El jardín del Montarto es una historia que tal vez pudo inspirarse en leyendas feéricas en torno a determinados enclaves del Pirineo, como la montaña del Canigó. En principio no resulta excesivamente original en su planteamiento, pues trata de la posibilidad, explorada por otros narradores, de que en determinadas fechas o circunstancias puedan abrirse puertas para comunicarnos con mundos paralelos; pero aquí Clarasó consigue insuflarle unas notas de melancólica poesía muy apropiada. La Cueva del Paraíso bebe de las leyendas en torno a cuevas malditas donde la gente desaparece sin dejar rastro. Desdoblamiento, que pudo ser una pesadilla angustiosa, se queda en texto intrascendente por su final muy poco imaginativo: el protagonista, convertido en ente incorpóreo y separado de su forma física, que continua con su vida cotidiana, simplemente se acuesta junto a su otro yo durmiente y despierta al día siguiente reunido de nuevo con su cuerpo. Los ojos abiertos es uno de sus relatos más insólitos, inquietante en su renuncia a brindar explicaciones lógicas —aunque se trate de la lógica espuria de una narración fantástica—, sobre una muchacha, aparentemente ciega, que en realidad oculta sus ojos con unas lentes oscuras porque están poseídos por una fuerza poderosa y fatal. Y por último citaré el que, para mí, se revela como la obra maestra del conjunto, La bruja del Lló, una historia rural de odios y avaricias con un trasfondo de magia y superstición, situada en la vertiente francesa de los Pirineos, con notas que me recuerdan al clásico La pata del mono, de W. W. Jacobs: una aldeana pide, a cambio del secuestro de un niño, que la bruja devuelva la vida a sus tres hijos muertos, con las desafortunadas consecuencias que son de esperar.

Esa debilidad a la hora de encontrar temas adecuados, de todos modos, no tiene por que resultar determinante en la calidad final del texto literario. Como podemos ver en los relatos de Blackwood, una anécdota mínima —el descenso por un río en canoa o un hombre contemplando una arboleda— puede convertirse en profundamente perturbadora gracias a la elaboración de una atmósfera inquietante y opresiva. Pero tampoco podemos certificar que, a la hora de crear una atmósfera inquietante, Noel Clarasó afine por completo su pluma. Quizá podamos achacarlo a su inexperiencia en el género o bien a sus propias habilidades, más apropiadas para el retrato cotidiano y para advertir lo ridículo y lo jocoso, que para elaborar insinuaciones estremecedoras. Clarasó es un narrador distante, al que le cuesta trasmitir con energía los sentimientos de sus personajes, y sólo en unas pocas ocasiones consigue dar con la cadencia adecuada en la presentación de los elementos fantásticos, para crear el necesario clima de inquietud. Lovecraft, mucho más hábil en la sugerencia, no dudaba al respecto: «La atmósfera, y no la acción, es el gran desiderátum de la ficción fantástica (…). Si le damos cualquier otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una obra mediocre, pueril y poco convincente. El énfasis debe comunicarse con sutileza; indicaciones, sugerencias vagas que se asocien entre sí, creando una ilusión brumosa de la extraña realidad de lo irreal».

Repasando lo escrito más arriba me doy cuenta de que tal vez me he concentrado excesivamente en subrayar las deficiencias de los relatos fantásticos de Noel Clarasó, y lo siento. Si uno se ajusta las lentes de crítico para comentar literatura, tal vez peca de una rigor más extremo que el ejercido como lector, cuando simplemente se deja arrastrar por la narración y perdona muchos pecados. Desde luego, no quisiera confirmar la sentencia que el propio autor desliza en uno de sus cuentos: «Es sabido que los defectos de la obra ajena se descubren mucho antes que sus cualidades». Lo cierto es que Noel Clarasó se movió en un incómodo término medio: no fue lo suficientemente acomodaticio para medrar como autor popular y oportunista, ni lo suficientemente audaz en formas y temas para encaramarse al angosto podio de la «gran literatura», conquistando el aplauso de la crítica, que lo clasificó como excesivamente blando. En el terreno que nos atañe, como seguidores del género fantástico, el libro de Clarasó es importante por su singularidad y ofrece motivos sobrados de interés, además de estar narrado con una fluidez encomiable… Pero no satisface por completo.

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Como primer acercamiento de un autor a la fantasía sobrenatural, en un marco poco propicio, podríamos considerarlo un arranque excelente; por desgracia, este volumen de relatos se convirtió en árbol solitario que no rindió frutos posteriores más suculentos. ¿Hasta dónde podría haber llegado Noel Clarasó de reunirse en torno a él las circunstancias para perseverar en ese camino? Esa especulación ya entraría también en el terreno de la ficción.

2 comentarios en “Noel Clarasó: Un viaje al miedo

  1. De Noel Clarasó solo tengo como referencia, aparte de alguna obrita intrascendente de teatro, unos artículos que publicó durante demasiados años en La Vanguardia con pretensión de «amables» pero que a mí, con quince años a cuestas (años 60) ya me parecían de un cursi y un blandengue difícilmente soportables. Lo recuerdo como alguien muy superficial, poco intenso y con la obsesión de no incomodar a nadie con sus liviandades. A mí el que me gustaba de verdad, era Joan Fuster, escribiendo en el mismo periódico pero a años luz de su «colega».

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  2. Tu frase «la obsesión de no incomodar a nadie con sus liviandades», me parece una definición muy acertada… No olvidemos el clima ideológico de la época y que quien pretendía ganarse la vida escribiendo, como lo hacía Clarasó, no podía mostrarse muy crítico o comprometido –a no ser a favor de los postulados del régimen–. Noel Clarasó escribió muchas obras intrascendentes, sobre todo en el campo del humor o divulgativo, pero no era mal escritor. Sus obras más merecedoras de recuerdo estarían en el campo policiaco o en esta obra de carácter fantástico que comento en mi artículo, «Miedo·.

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