Todos los hombres son fuertes, todas las mujeres hermosas, la vida es siempre una aventura…
Esta frase, tomada de un prólogo de Lyon Sprague de Camp para las historias de Conan, define a la perfección el espíritu genérico de la fantasía heroica; de todos modos, si nos detenemos a pensarlo, advertiremos que describe también a buena parte de la literatura popular de aventuras. ¿Acaso contradice en algo a lo que nos ofrecen las páginas de una novela de Salgari, Sabatini o P. C. Wren? Los combates, persecuciones y resistencias épicas devoran casi al completo el desarrollo argumental; sus piratas, vengadores y legionarios son igual de apolíneos y aguerridos que aquellos héroes descritos por el tejano Robert E. Howard allá por los años treinta; las muchachas tienen todas labios rojos como la grana, piel de alabastro, ojos centelleantes y formas deliciosas, junto a una tendencia natural a quedar fascinadas por el paladín de turno; aunque tal estereotipo no siempre responde a la realidad: Salgari inventó para sus novelas heroínas perfectamente autosuficientes como la duquesa de Éboli o la capitana del Yucatán, como también hiciera Howard, pese a las acusaciones de misoginia, con Agnes de Chastillon, Valeria, Belit o Sonya de Rogatine.
Esencialmente, la fantasía heroica no es más que una de las muchas ramas de la literatura de aventuras y sufre de sus mismos defectos y virtudes. Con su «descubrimiento» a mediados de los años 60, los relatos de Conan el bárbaro han ido a instalarse en mismo nicho de la ecología literaria que ocuparon las novelas de Tarzán, Doc Savage, James Bond y —¿por qué no reconocerlo?—, buena parte de la ciencia ficción. No estamos ante una narrativa con voluntad de trascendencia, sólo ante un producto de entretenimiento, extrovertido y sencillo, confeccionado para un público que busca fórmulas de evasión compensatoria. Eso no es malo, en principio, si bien cabe reprocharle a estos textos, en sus manifestaciones más rutinarias, su premeditado maniqueísmo, la simplicidad en el dibujo de los personajes y de sus motivaciones, y una rigidez en sus fórmulas que limita a menudo la combinatoria argumental. Cuando señalo estos defectos por supuesto estoy haciendo consideraciones generales, siempre traidoras, y no olvido que por encima de las convenciones de todo género siempre sobresaldrán creadores de talla, como —en el caso de la fantasía— Lord Dunsany, T. H. White, Fritz Leiber, Jack Vance, Roger Zelazny y un etcétera no necesariamente corto.
No está muerto lo que yace…
El lector atento habrá observado que algo más arriba ponía entre comillas la palabra «descubrimiento» al referirme al éxito de Conan, y lo he hecho así porque la definición no acababa de parecerme exacta. Es cierto que el personaje adquirió verdadero renombre a raíz de las ediciones de Lancer y su posterior trasvase al cómic, y eso, unido a la temprana muerte de su creador en 1936, ha contribuido a que con los años se forjara una imagen errónea de Robert E. Howard como autor ignorado en vida, perdido entre el marasmo de las revistas pulp que abarrotaban los quioscos en los años de la Depresión. Mientras estuvo en activo, Howard nunca obtuvo la popularidad mediática de un Edgar Rice Burroughs, Sax Rohmer, Max Brand u otros colegas en el arte del entretenimiento, pero sí fue un autor profesional que se ganaba suficientemente la vida publicando con prodigalidad en todo tipo de revistas, y en absoluto era un nombre del montón para los frecuentadores de la narrativa fantástica. Basta dedicar una mirada a “The Eyrie”, la sección de correo de Weird Tales, para comprobar que, de todos los escritores presentes en sus páginas —y no eran pocos los buenos—, Robert E. Howard se contaba entre los más reconocidos y Conan entre los personajes más solicitados, siendo objeto de imitación para colegas como Henry Kuttner, Clifford Ball o C. L. Moore. Además, la muerte de Howard no supuso en modo alguno que su obra cayera en el olvido. En 1946 Arkham House, la editorial creada por August Derleth y Donald Wandrei para publicar la obra de Lovecraft, preparó la primera antología de sus relatos bajo forma de libro, Skull-Face and Others, donde ya se reeditaba alguna historia de Conan el bárbaro, como Sombras en Zamboula (Shadows in Zamboula, 1955), entre otro material de fantasía y terror.
Tras el volumen de Arkham House, cuatro años de silencio bastarían para dar inicio al primer intento de recoger y ordenar bajo una tapa dura la integral de los relatos sobre Conan. Su responsable material fue Gnome Press, una pequeña editora semiprofesional dirigida por el poco fiable Martin W. Greenberg, la pesadilla de todo escritor que ambicionara cobrar sus derechos, y la recopilación corrió a cargo del químico John D. Clark, un admirador de Robert E. Howard que en 1936 ya había intentado instalar algo de coherencia en la biografía del cimmerio a través de un ensayo destinado a la prensa aficionada.
La colección se inició con la publicación de la única novela larga del ciclo, La hora del dragón (The Hour of Dragon, 1935-36) —rebautizada Conan el conquistador, y así se ha quedado en la mayor parte de sus ediciones posteriores—. A medida que iban apareciendo a la venta nuevos volúmenes quedó claro que el material sobre el personaje no iba a durar mucho, pues por aquel entonces sólo se conocían la citada novela más otros dieciséis relatos de variada extensión. Lo más obvio habría sido abandonar el asunto en cuanto se terminaran las historias originales, pero no sucedió así, porque entró en escena un personaje de infausta memoria para todos los puristas: Lyon Sprague de Camp.
Aunque hoy su trabajo de compilación, retoque e imitación de las historias de Conan, sumado a la biografía que escribiera sobre Robert E. Howard y otros ensayos en torno a la fantasía heroica, tienden a eclipsar su labor en otros terrenos, De Camp se había iniciado como escritor de ciencia ficción en 1937 en la revista Astounding, con el relato The Isolinguals, adquiriendo a partir de entonces un cierto prestigio entre los aficionados. Por edad podría haber leído las historias de Howard cuando se publicaron por primera vez, sin embargo las desconocía por completo al no sentir ningún interés por la literatura de terror, mientras sus únicas incursiones en la fantasía se habían ceñido a los moldes humorísticos del Unknown de Campbell, en el polo opuesto al melodramatismo habitual en Weird Tales. De Camp no trabaría conocimiento con Conan hasta que su amigo y colaborador Fletcher Pratt le envió un ejemplar de Conan el conquistador. A Pratt no le había gustado en absoluto la novela y se deshizo de ella con aquel regalo que iba a cambiar la carrera de su colega.
Pese a los reproches de Fletcher Pratt, a De Camp le encantó la mezcla de fantasía, exotismo y violencia que impregnaba la obra y advirtió de inmediato todas sus posibilidades comerciales. Enterado a través de Donald Wandrei de que Oscar J. Friend —administrador por aquel entonces del legado literario de Howard— tenía en su poder una caja con material inédito del escritor tejano, apenas tardó en hacerle una visita. Sus esperanzas no pudieron obtener mejor recompensa. Entre otros muchos relatos de géneros diversos, De Camp encontró tres historias de Conan que habían quedado inéditas tras el rechazo del director de Weird Tales, Farnsworth Wright: El dios del cuenco (The God in the Bowl), La hija del gigante helado (The Frost-Giant’s Daughter) y la novela corta The Black Stranger.
L. Sprague de Camp asumió a partir de ese instante la labor que muchos detestamos de «editor» de la obra de Robert E. Howard, preparando aquel material para su publicación primero en varias revistas y después para incorporarlo a la colección de Gnome Press. Y tras expresar mi repulsa hacía su persona, justo será que explique mis razones: De Camp no se limitó a recuperar los textos haciendo una corrección de los tropiezos ortográficos y gramaticales que todo manuscrito de un escritor apresurado pueden contener. Sin ningún respeto por las intenciones artísticas de Robert E. Howard, reescribió muchos pasajes de aquellas historias y no para enmendar errores, sino por el criterio puramente subjetivo de «mejorar» los originales, en la mayor parte de los ocasiones alargando de forma superflua con más detalles descriptivos párrafos que se ceñían con economía a las necesidades de la escena narrada. En el caso del más damnificado de los textos, The Black Stranger, ya empezó por cambiarle el título por El tesoro de Tranicos (The Treasure of Tranicos), siguió añadiendo elementos a la trama y acabó por mutilar el texto original, hasta reducirlo en un cincuenta por ciento.
Aquellos escritos «rescatados» por L. Sprague de Camp no fueron la única novedad ofrecida por Gnome Press a los lectores. Como último volumen de la edición apareció el que sería el primer pastiche sobre el héroe bárbaro, El regreso de Conan (The Return of Conan, 1957) —en posteriores ediciones Conan el vengador—, firmado por Bjorn Nyberg y De Camp. No deja de ser una suposición mía, pero puesto que Nyberg era un aficionado sueco que se lanzaba a la aventura de escribir una novela en una lengua ajena, me atrevería a afirmar que en esta obra la co-autoría de L. Sprague de Camp debió reducirse a una revisión estilística con los añadidos a los que ha demostrado tener tanta afición. Fuera como fuese, El regreso de Conan, que sitúa su acción en la época en que el cimmerio reina sobre Aquilonia, nada aporta de nuevo y se limita a mezclar en una suerte de puzzle tirando a monótono situaciones ya leídas con anterioridad, usando como hilo conductor el viaje de Conan por medio mundo en busca de su esposa raptada por un demonio alado. El bastardo parentesco con otros textos ya se percibe desde la primera página, y para comprobarlo observen el arranque de Conan el conquistador, de Robert E. Howard:
«Los cirios titilaron y las negras sombras danzaron en las paredes, al tiempo que se movían los tapices que las cubrían. Sin embargo, no había entrado la más leve ráfaga de viento en la habitación. Los cuatro hombres se encontraban de pie alrededor de la mesa de ébano, sobre la cual había un sarcófago verde que brillaba como si fuera de jade.»
Y ahora vean como empiezan Nyberg y De Camp su novela:
«La habitación estaba en penumbra. Unos cirios largos, colocados en los candelabros que adornaban las paredes de piedra, sólo contribuían a despejar un poco la oscuridad. Resultaba difícil entrever la figura cubierta con un manto y una capucha que estaba sentada ante la sencilla mesa en el centro de la sala.»
Pero lo peor no es el nulo interés de esta obrilla; lo verdaderamente malo es que sentaba las bases de lo que a partir de entonces serían la mayor parte de los pastiches de Conan. Como La hora del dragón fue redactada por encargo de una editorial británica, Howard realizó una síntesis de muchas de sus historias anteriores hasta casi agotar sus posibilidades, pensando en un público que no estaría familiarizado con la trayectoria del personaje; los escritores abocados a continuar las aventuras de Conan en formato novela se han condenado ellos mismos a perpetuar la falta de novedades como característica fundamental, al tomar como modelo una narración que se pretendía exhaustiva. A grandes rasgos, todos los pastiches siguen la fórmula de la búsqueda, del peregrinaje: el héroe ha de conseguir una meta (alcanzar un objeto mágico, encontrar a una persona, apoderarse de un tesoro) y para ello emprende un viaje a lo largo del cual deberá superar una serie de pruebas/obstáculos. En sus mejores representaciones literarias la búsqueda adquiere un sentido iniciático y el héroe termina su aventura transformado, pero no ocurre así en las historias de Conan. Como es norma en todas las franquicias con objetivos más comerciales que artísticos, el autor se encuentra atado a un carácter definido y no dispone de libertad para modificarlo. Conan es el mismo al principio y al final cada la novela y volveremos a encontrarlo con similares características en su próxima aventura. El consumidor de tales productos, por tanto, sabe de antemano que no le aguarda ninguna sorpresa durante su lectura: el héroe no puede morir, ni siquiera puede sufrir daños perdurables, no puede aprender, ni variar su concepción del mundo. Aunque haya obtenido una valiosa joya, empezará su siguiente aventura sin un real; la muchacha que tan amoroso afecto le dedicara desaparece de escena para dejar paso a otra doncella en apuros. Conan es un personaje momificado, un remedo de vida que seguirá tambaleándose espada en mano mientras las cifras de ventas lo justifiquen.
El mito se consolida
Como ya hemos dicho, Conan pasaría de ser un héroe adorado por una exigua corte de lectores especializados a un fenómeno de masas en los años 60, en pleno ambiente contracultural que miraba con escepticismo los progresos tecnológicos, coincidiendo con una vena nostálgica que recuperó buena parte de la literatura pulp y, sobre todo, dejándose arrastrar por la estela del mayor acontecimiento que la fantasía ha producido en nuestro siglo: El señor de los anillos. Aunque la obra de Tolkien se publicó por primera vez en 1954, se convertiría realmente en un best-seller gracias a sus ediciones norteamericanas como libro de bolsillo a partir de 1965. El público lector se entusiasmó con aquella historia que combinaba sabiamente las aventuras de capa y espada con magia y mundos inventados; pero, por larga que fuera la novela, El señor de los anillos terminaba y sus simpatizantes querían más, mucho más. Los editores de paperbacks se arrojaron a la búsqueda de material semejante, sin importarles demasiado su calidad. Con la experiencia adquirida en Gnome Press, L. Sprague de Camp estaba en una posición inmejorable para ofrecérselo.
Entre 1966 y 1977 Lancer Books publicó desordenadamente lo que se convertiría en canon del bárbaro, once volúmenes donde De Camp, con la ayuda de Lin Carter —otro autor que había adoptado el saqueo de ideas ajenas como su modo de vida—, trazaba un recorrido por la biografía del personaje, desde la marcha de su Cimmeria natal hasta su desaparición siendo rey de Aquilonia, el mayor estado de la Era Hiboria. Posteriormente Ace reeditaría estos libros siguiendo ya la cronología interna y añadiendo un nuevo volumen, Conan de Aquilonia (Conan of Aquilonia, 1977), con cuatro relatos narrando el enfrentamiento del monarca contra un viejo enemigo, el brujo Thot-Amon. La novedad de este libro es que Conan cede parte del protagonismo a su hijo adolescente Conn; sin embargo el personaje está mal definido y carece de personalidad propia, limitándose a ser un Conan «en pequeñito», más ingenuo e inexperto. Prueba de su escaso interés es que no ha tenido continuidad en las siguientes novelas ni los lectores parecen exigirlo.
Para hacer más extensa la serie de Lancer frente a la previa de Gnome Press se recurrió a completar textos fragmentarios y apuntes argumentales de uno o dos folios de Robert E. Howard como pretendidas colaboraciones póstumas —es el caso de los relatos El aposento de los muertos (The Hall of the Dead), Un hocico en la oscuridad (The Snout in the Dark) o Los tambores de Tombalku (Drums of Tombalku)—, pero también al mecanismo mucho más vil de apoderarse de otros relatos de aventuras exóticas que ninguna relación tenían con Conan para reconvertirlos, cambiando nombres de personajes y lugares y añadiendo elementos sobrenaturales —El camino de las águilas (The Road of the Eagles), Halcones sobre Shem (Hawks over Shem) o La daga llameante (The Flame Knife)—. La tercera vía fue escribir aventuras completamente nuevas. Aunque siempre he considerado que continuar la obra de un autor ya desaparecido sólo sirve para desvirtuar los méritos de sus historias originales, al explotarlas hasta el agotamiento, desde luego creo menos infame que se parta de cero en lugar de manipular textos acabados, como tantas veces ha ocurrido con el personaje que nos ocupa. Pero dejando de lado consideraciones éticas, tanto unas historias como otras tienen muy poco valor literario. Los cuentos adaptados suelen flaquear por lo innecesario de sus postizos fantásticos, mientras las nuevas contribuciones revelan escasa originalidad y traicionan el carácter de su personaje central. Los mejores relatos de Robert E. Howard son oscuros, violentos y misántropos, poblados por verdaderos nihilistas que desprecian la debilidad del hombre civilizado, como Conan, un salvaje sin civilizar en un mundo que, incluso en sus lugares más refinados, es cualquier cosa menos amable; en cambio, en las historias de L. Sprague de Camp, Lin Carter y compañía, su personalidad violenta, inclemente y supersticiosa se dulcifica, limando sus aristas, asumiendo las convenciones del héroe más estereotipado. Si en relatos de los años treinta como La hija del gigante helado vemos a Conan perseguir a una muchacha por la nieve con la deshonesta intención que podemos imaginar o en El valle de las mujeres perdidas se ofrece a ayudar a una muchacha que le pide auxilio a cambio de sus favores carnales, los continuadores de Howard nos retratan a un buen salvaje, casi un caballero andante vestido con taparrabos, protector de desamparados y oponente de tiranos. ¿Qué se ha hecho del bárbaro que pasó a cuchillo a los colonos de Venarium, del ladrón que escalaba las torres de Zamora, del mercenario dispuesto a vender su espada a cualquiera con monedas suficientes para pagarle? Como aseguraba Karl Edward Wagner, el Conan de Howard ya no existe, estamos ante un héroe que asume su mismo nombre pero carece de su verdadera idiosincrasia.
Howard es un escritor con muchos defectos, desde luego. Tenía sólo veintinueve años cuando se suicidó y la falta de madurez que nunca pudo adquirir se evidencia por su incapacidad para crear personajes más allá de un par de moldes y a ciertas muletillas que casi se han convertido en marca de estilo; pero sus historias poseen la convicción de quien escribe no manejando las fórmulas mecánicas del oficio, sino para dar rienda suelta a sus obsesiones —aunque algunas de ellas sean criticables—. Se benefician de la fuerza elemental de la materia sin pulir, de la sinceridad de un hombre apenas educado pero rebosante de entusiasmo por el arte de narrar, e incluso de cierta inocencia que entra en comunión con muchos lectores cansados de artificios. Howard da forma a arquetipos como el del vagabundo, el maldito, el aventurero no del todo intachable y los engrana en una forma de fantasía macabra, la de Weird Tales, que en su momento estaba rindiendo los mejores frutos.
Si no contamos las «colaboraciones» póstumas y reescrituras, la edición final de Ace ofrecía diez pastiches con extensión de relato y otras tres novelas, Conan el bucanero (Conan the Buccanner, 1971) —una trepidante aventura marina—, la citada Conan el Vengador (Conan the Avenger, 1957) y Conan de las islas (Conan of the Isles, 1968). Esta última obra adquiere especial interés por representar el final de la saga, aunque se echa de menos un desenlace más épico. Basándose en una carta de Robert E. Howard en la que comentaba a P. Shuyler Miller los viajes de Conan y cómo llegó a visitar un continente desconocido en el hemisferio occidental —evidentemente se estaba refiriendo a una primitiva América anterior al cataclismo que formó el mundo tal y como lo conocemos hoy—, si bien esta singladura no tuvo lugar necesariamente al final de sus días, L. Sprague De Camp y Lin Carter tomaron la anécdota e imaginaron una conclusión a la manera de las leyendas artúricas, en la que no sabremos con certeza de la muerte de Conan. Éste simplemente desaparece en el mar, sin saber si algún día regresará:
«¿Qué aventuras y qué paisajes les esperarían en la lejana y misteriosa Mayapan? (…) Los dos hombres descendieron a la cabina. Algunas horas después, la enorme nave que la gente de Mayapan llamaría Quetzalcoatl —es decir, la serpiente alada o emplumada—, levaba anclas. El barco navegó hacia el sur y luego, tras rodear las islas de Antillia, avanzó hacia el oeste.
»Pero la antigua crónica, que terminaba aquí, no revelaba el lugar preciso hacia el cual se dirigieron los navegantes.»
El rey que fue y será
En Conan de las islas el hijo de un herrero convertido en rey de Aquilonia se desvanecía en el limbo. ¿Así terminaba todo? No, eso no significaba una barrera infranqueable; quedaban suficientes huecos en su biografía para inventar nuevas peripecias mientras el público siguiera demandándolas. Y así fue.
Bantam Books recogió el testigo después de que Lancer y Ace lo abandonaran. Desde 1978 ha seguido ofreciendo nuevos libros sobre Conan llegándose a publicar hasta media docena de títulos al año. Como es comprensible, para reemprender la crónica la editorial pensó inicialmente en el equipo que ya había colaborado en la edición de Lancer Books. El primero de estos nuevos volúmenes fue Conan el espadachín (Conan the Swordman), con relatos de L. Sprague de Camp, Lin Carter y Bjorn Nyberg. Le seguirían las novelas Conan el libertador (Conan the Liberator, 1979), de De Camp y Carter, y Conan y el dios araña (Conan and the Spider-God, 1980), de L. S. de Camp. La primera es la crónica detallada de uno de los momentos claves en la vida de Conan, su conquista de la corona de Aquilonia, extrañamente obviada en las historias de Howard. Su mayor débito es que se trata de una fantasía heroica con muy poca fantasía, curiosamente, limitándose casi a narrar con minuciosidad digna de mejores empresas una larga serie de batallas y escaramuzas, con resultados francamente aburridos. Conan y el dios araña, en cambio, retoma con ingredientes mejor medidos las constantes del género, pero nos encontramos con un cimmerio irreconocible, pues si siempre había rechazado con supersticiosa aprensión todo aquello que oliera a brujería, al principio de la novela sabremos que acaba de consultar su futuro a un adivino e incluso se someterá a las enseñanzas de un amigo hechicero para poder combatir a sus enemigos con garantías de éxito.
El regreso de L. S. de Camp y Lin Carter al universo de la Era Hiboria fue fugaz, pues junto a ellos se incorporan nuevos novelistas que acabaron por desplazarlos. Uno de los primeros sería Andrew J. Offutt, escritor especializado en espada y brujería que ya había elaborado algunas novelas sobre otro de los personajes de Robert E. Howard, el guerrero irlandés Cormac Mac Art, además de finalizar diversos textos inconclusos del tejano. Su contribución a la saga se limita a tres libros, Conan and the Sorceror (1978), The Sword of Skelos (1979) y Conan the Mercenary (1980). De todos ellos sólo el segundo ha sido publicada al castellano como Conan y la espada de Skelos, aunque su lectura puede deparar momentos de desconcierto, al incluir referencias a personajes y hechos presentes en el volumen anterior, inédito todavía —¿será porque Conan and the Sorceror contiene dos novelas cortas, en lugar de una sola historia?—. El argumento gira entorno a los elementos habituales: un dictador manipulado por un mago ambicioso, un amuleto de preciada posesión y una espada encantada que mata sin que ninguna mano la empuñe, quizá la única contribución relativamente novedosa.
El mismo año en que apareció esta floja aventura se publicó también otra mucho más interesante, Conan y el camino de los reyes (The Road of Kings, 1979), de Karl Edward Wagner. Prematuramente fallecido a la edad de 48 años, Wagner era un escritor cortado a la medida para continuar la obra de Howard, pese a sus reticencias —en más de una ocasión mostró su desagrado por los pastiches de Conan y él mismo preparó una edición para Berkeley Medallion Books de los textos originales sin añadidos ni censuras—. Experto en la literatura fantástica del primer tercio de siglo, editor exquisito y autor de impecables relatos de terror, había practicado el género de espada y brujería en su serie dedicada a Kane, un aventurero sombrío y errabundo que inició sus andanzas en 1969 con Darkness Weaves. Su primer pastiche howardiano fue Legion from the Shadows (1976), una continuación a las correrías del caudillo picto Bran Mak Morn, y su excelente trabajo le proporcionó un contrato para escribir tres novelas sobre Conan. Wagner sólo llegó a escribir una, y de las mejores que el aficionado puede llevarse a las manos, aun cuando no está libre de defectos que su propia categoría de escritor hacen más dolorosos.
El camino de los reyes arranca con la condena a muerte de Conan tras matar durante un duelo a un oficial zingario. Nuestro héroe será rescatado del mismo patíbulo por un grupo de rebeldes descontentos con el gobierno del rey Rimanendo, y se unirá a ellos en su lucha por destronar al tirano… Como en las novelas de otros autores menos competentes, el planteamiento inicial aporta poco de nuevo, pues nos sitúa en un embrollo no muy diferente al que viéramos en El tesoro de Tranicos y Conan el libertador; no obstante, Karl Edward Wagner brilla en sus descripciones de ambientes, donde resalta el exotismo o la sordidez, según el caso, con una prosa elegante y algo barroca. Lo más perdurable de la novela son las escenas de terror sobrenatural, como la reanimación de la Guardia Póstuma en la tumba sumergida o la aparición del muerto viviente en la arboleda de Jhebbal Sag, mientras los personajes principales apenas se apartan del estereotipo, cuando el más interesante —la sacerdotisa de Jhebbal Sag— casi no aparece en escena. Otro punto en contra sería la utilización de anacronismos muy americanos y poco acordes con el mundo pseudo-medieval imaginado por Robert E. Howard, haciendo que entre los objetivos políticos de los rebeldes se nos anuncie su intención de proclamar una república con su parlamento y constitución.
Otro autor con personalidad propia enredado en la operación comercial de mantener con vida a Conan fue Poul Anderson, famoso principalmente por sus historias de ciencia ficción, si bien ha contribuido a la fantasía heroica con obras bastante interesantes, como son Tres corazones y tres leones, La saga de Hrolf Kraki y La espada rota. Sus narraciones en este género suelen tener como fuente de inspiración las antiguas sagas escandinavas y la literatura artúrica, y queda constancia de su antipatía por la fantasía «a la manera de Howard» en El bárbaro, un relato publicado en 1956, donde subraya con ironía poco sutil los tópicos sobre los que se construyen las peores historias de Conan y héroes derivados. Hemos de suponer, entonces, que necesidades alimenticias le impulsaron a acometer la tarea.
Anderson tiene el buen tino de escoger uno de los personajes más carismáticos creados por Robert E. Howard para la serie: Belit, el gran amor del cimmerio, la mujer pirata de La reina de la costa negra (Queen of the Black Coast; 1934). Belit moría al final del cuento original, pero Anderson sitúa su novela en un lapso entre el encuentro de Conan y Belit y la posterior desaparición de ésta, donde Howard se limitaba a decirnos que ambos aventureros se dedicaron a amarse y a practicar la piratería. Conan el rebelde nos narrará las causas por las cuales Belit acabó comandando un barco de feroces guerreros negros y sus posteriores aventuras al lado de nuestro héroe en busca de su hermano raptado y esclavizado en Estigia. Aquí es donde Anderson comete el mayor traspiés. En la obra original, Estigia es un reino de oscuros nigromantes y sacrificios humanos del que sólo se nos suelen dar vagas referencias en la mayor parte de los textos, envolviéndolo en un atractivo y macabro misterio. Anderson, en cambio, nos sitúa en las mismas calles de su capital, Khemi, y todo el hechizo se desvanece al desgarrarse los velos, recuperado apenas por breves momentos cuando Conan se esconde en una tumba y descubre los restos de un cadáver a medio devorar, sin aclararnos las causas. «¿Qué cosas deben arrastrarse en la oscuridad procurándose tan horrible festín?», nos preguntamos con un escalofrío.
Por lo demás, la novela transcurre por los caminos rutinarios: continuos combates, apetecibles doncellas semidesnudas, perversos hechiceros y demonios dispuestos a poner fin a la carrera de Conan. Se lee con interés al principio, aunque muy pronto aburre ante la falta de innovaciones. Anderson no fuerza el ingenio y se limita poner en práctica su oficio de narrador para dar a los incondicionales una nueva ración del plato acostumbrado, con artesana pericia pero sin genio.
Producción industrial
Mientras autores solventes como Wagner y Anderson sólo contribuyeron ocasionalmente a las novelas de Conan, con el estreno en 1982 de la película de John Milius sobre el personaje y un incremento en el interés del público se creo una verdadera infraestructura industrial para producir rápidamente nuevos títulos que alimentaran la voraz demanda, a cuyo servicio se pusieron un puñado de autores de segunda fila, dispuestos a pergeñar una novela tras otra sin demasiadas exigencias. Uno de los que más aventuras del cimmerio escribió en aquellos años de auge y el que mayor presencia tiene en nuestras librerías por el número de títulos traducidos es Robert Jordan, después convertido en autor apreciadísimo allende nuestras fronteras gracias a su interminable serie La rueda del tiempo.
Como sucediera con Wagner, Jordan demuestra cierta brillantez especialmente en su creación de escenarios urbanos, pero en cambio pierde fuerza literaria cuando se aleja de ellos para conducir al héroe por montañas, mares y páramos. Su principal característica es su complacencia en añadir detalles a las abundantes escaramuzas sexuales de Conan, que en otras novelas pueden suponerse pero acaban por consumarse siempre tras el telón.
Conan el invencible (Conan the Invincible) y Conan el defensor (Conan the Defender), ambas publicadas en 1982, son aventuras de juventud, situadas en la cronología interna del personaje poco después de La Torre del Elefante (The Tower of the Elephant; 1933), cuando el cimmerio aún no contaba veinte años y se dedicaba al latrocinio en Shadizar. Conan se convierte en peón involuntario del enfrentamiento entre dos magos y conoce a una seductora e irascible bandido, Karela, el Halcón Rojo. La novela resulta bastante más entretenida que la apática Conan el defensor. En este segundo libro Jordan recupera personajes del anterior y no se estruja demasiado las neuronas, pues cocina una historia sobre conspiraciones para usurpar el trono de Nemedia, empleando para tal fin la ayuda de la magia. Un argumento que ya el mismo Howard utilizó repetidamente y poco más puede dar de sí.
Karela no aparece en Conan el victorioso (Conan the Victorious, 1984) pero sí su lugarteniente Hordo, convertido en marino contrabandista. El punto de partida es, al menos, emocionante. Conan resulta herido por una daga envenenada y debe viajar hacia Vendhya, la particular India de la Era Hiboria, en busca de un antídoto antes de que la ponzoña acabe con su vida. Por desgracia la novela cae pronto en la rutina y todo parece resolverse de cualquier manera, con el acostumbrado deus ex machina sobrenatural.
A otros prolíficos autores de novelas de Conan como Leonard Carpenter, John Maddox Roberts y Roland Green son menos recordados. Me detendré excepcionalmente en Conan el intrépido (Conan the Fearless, 1984), de Steve Perry, responsable de otras muchas historias sobre el cimmerio. Contrariamente a lo que he expresado al valorar otras entregas, Conan el intrépido fracasa no por la debilidad de su componente fantástico si no por su presencia excesiva. Aquí el lector encontrará hombres que se convierten en pantera, hechiceras, demonios, seres elementales y un largo etcétera que acaba por ahogar todo sentido de la maravilla, como el borracho que de tanto beber deja de apreciar el sabor de un buen vino. Por si a alguien le hace gracia saberlo, Perry empezó a escribir ciencia ficción con obras personales, pero muy pronto quedó atrapado en el engranaje de las novelas de Conan y los productos de «diseño» de la empresa de Byron Preiss. Un triste destino para un escritor, no cabe duda.
Sobre las ediciones españolas.
Aunque Conan apareciera en nuestra lengua por primera vez en 1948 en la versión de Matéu de Skull-Face and Others y luego se asomó esporádicamente a otras antologías, como las selecciones de cuentos de terror de Géminis, fue Bruguera quien en 1973 acometió la tarea de ofrecer una edición sistemática de sus aventuras, siguiendo la preparada por Lancer Books. De grato recuerdo para los coleccionistas por reproducir las impresionantes portadas de Frank Frazetta —detalle que ningún editor posterior ha imitado, por desgracia, a causa de la elevada cotización de sus ilustraciones—, no obstante contaba con una traducción de Fernando Corripio cuanto menos discutible en la toponimia del mundo Hiboreo. Así nos encontramos con que castellaniza a la austral Punt como Ponto, mientras que, por el contrario, sustituye Zamora por Zamara —seguramente para no llamar a confusión con la ciudad española y que ningún espíritu susceptible se sintiera ofendido al ver que se la califica como «La Ciudad de los Ladrones»— o reinventa nombres a capricho —Xuchotl como Xucho, Zamboula como Zambeya, entre otros desaguisados.
Lanzada a los quioscos a la sombra del estreno de la película de Milius y las buenas ventas de la revista La espada salvaje de Conan, la siguiente edición de Forum al menos respetaba la nomenclatura original en la traducción de Beatriz Oberländer, pero contaba con ilustraciones de portada estilo cómic que pudieron captar a un determinado público pero sin duda alejaron a otro. La nota más negativa de esta edición es la nefasta confección de los índices, donde con frecuencia se adjudica a Carter o De Camp cuentos que en realidad escribió Robert E. Howard.
La edición de Martínez Roca, inaugurada en 1995, no está exenta de errores, y el más sonado sería la publicación de la novela Conan el libertador figurando en la portada Karl Edward Wagner como responsable, cuando —como hemos comentado— los verdaderos autores son Lin Carter y L. Sprague de Camp. La traducción de los nuevos títulos, debida a Joan Josep Mussarra, también es discutible, especialmente por el uso de arcaísmos pedantes en obras eminentemente populares — llega a irritar su insistencia por utilizar la preposición «cabe» en lugar de «junto a» o «cerca de»—, defecto subsanado en los últimos volúmenes. Por otra parte, Martínez Roca iría más allá de la colección en doce volúmenes de Lancer/Ace y publicó también novelas de Bantam Books, con portadas de Ken Kelly lejanas de la maestría pictórica de Frazetta pero mucho más impactantes que los dibujos coloreados con tintas planas de Forum.
Excelente artículo. De lo mejor que he leido sobre este gran personaje. Lo felicito y espero más.
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Gracias por su amabilidad. Sobre Robert E. Howard y Conan se ha escrito mucho, pero ya no existía tanta información sobre los numerosos pastiches que han continuado la obra. Creí que sería útil desbrozar qué hay de interesante entre tantos volúmenes publicados.
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