Si en una encuesta callejera preguntáramos a los viandantes por un autor de ciencia ficción, de que el ganador sería Asimov no hay ninguna duda. Por algún extraño milagro editorial –mientras otros escritores artísticamente superiores, como Silverberg o Philip K. Dick, son ignorados por el lector no especializado– Isaac Asimov, fabulador irregular, estilísticamente pobre, se convirtió en primera estrella del género, al tiempo que transformaba su nombre en marca de fábrica que garantiza la venta de cuanto surgió de su prolífica pluma.
Su venida al mundo se produjo en Petrovichi, antigua URSS, el 2 de enero de 1920 –fecha oficial; la real es incierta–, en el seno de una familia de campesinos judíos. Sólo dos años después emigran a los Estados Unidos, donde la madre tenía a un hermanastro, e instalados en Brooklyn, Nueva York, lugar en el que residirá durante toda su infancia, adolescencia y primera juventud, su padre se empeña en variados trabajos, hasta que en 1926 compra la primera de una serie de confiterías, en adelante definitivo negocio familiar.
Asimov asiste a la escuela de su barrio y demuestra ser un niño de inteligencia despierta y prodigiosa memoria, que harán de él un alumno aventajado. Su gran pasión por la lectura le impele, en 1931, a intentar escribir por primera vez. Estas obras iniciales de tema aventurero y fantástico crecen anárquicamente, sin plan alguno, y no arriban a puerto. Será a partir de 1936 –aficionado ya a la ciencia ficción a través de los ejemplares de revistas populares que llegan a la tienda para su venta– cuando intenta escribir dentro de este género. Tras algunas pruebas fallidas y con la ilusión de publicar concluye Cosmic Corkscrew (1938), hoy desaparecido. Con todo el entusiasmo e inocencia del muchacho que es aún se dirige a la redacción de la prestigiosa «Astounding Science Fiction», bajo la dirección de John W. Campbell. Éste le recibirá en persona y, aunque tras leer el relato lo rechaza, anima y da consejos al joven autor. La influencia de Campbell marcará definitivamente a Asimov, que durante mucho tiempo seguirá entusiasmado sus pautas hasta alcanzar su madurez como escritor.
Sus siguientes relatos sufren diversa suerte: los más son rechazados; otros, en cambio, consigue venderlos a revistas de menor calidad –Abandonados cerca de Vesta (1939), su primera publicación, en «Amazing»; La Amenaza de Calixto (1939), en «Astonishing», y Un anillo alrededor del sol (1940), en «Future Fiction»–. Hasta el décimo cuento, Opinión pública (1939), no consigue su sueño de ocupar las páginas de «Astounding S. F.», aunque deba realizar antes algunas correcciones que Campbell le dicta.
Durante los años siguientes Asimov continuará produciendo historias sin cesar, incluyendo su primera novela larga, Un guijarro en el cielo (1939), sus relatos de robots iniciados con Robbie (1940) y su célebre Anochecer (1941); sin embargo en modo alguno puede considerarse un escritor profesional. Ni se le pasa por la cabeza. Escribe por puro divertimiento, mientras estudia en la Universidad de Columbia, a la que había accedido en 1935, y ayuda a su padre en el mostrador de la confitería. Sus magros ingresos no le permitirían vivir exclusivamente de sus obras.
Aunque no se traduzca en los aspectos económicos, poco a poco va labrándose un prestigio entre los lectores y editores, y cada vez son menos los relatos rechazados. La década de los cuarenta parece presagiar una escalada en su producción, que gana, además, en calidad. Formula junto a Campbell las famosas tres leyes de la robótica y empieza a publicar, en 1941, la serie inicial de ocho narraciones conocidas como ciclo de Trantor o de la Fundación, en «Astounding», junto a otros numerosos relatos breves. En 1942, por el contrario, se inicia un largo lapso de silencio, marcado primero por su dedicación a las investigaciones químicas, con miras a la obtención del doctorado, y luego por la entrada de los Estados Unidos en la guerra mundial. Asimov se incorpora como voluntario a la Naval Air Experimental Station, en Filadelfia, al lado de sus colegas Robert A. Heinlein y L. Sprague de Camp. Poco después contrae matrimonio. En 1945 es reclutado por el ejército.
Poco escribe en este período –Sentencia de muerte (1943), Callejón sin salida (1944), Testimonio (1946)– y su reincorporación a la vida civil no mejora la situación, al regresar a Columbia, donde finalmente obtiene el doctorado, y emplearse, en 1949, en el departamento de bioquímica de la facultad de medicina de la Universidad de Boston.
En los cincuenta asistimos a su relanzamiento como escritor, si bien ya no tanto en el campo de las revistas como por la edición de libros. En 1950 Doubleday publicará la novela de 1939 Un guijarro en el cielo y Gnome Press sus relatos de robots positrónicos, bajo el título de Yo, robot, a los que seguirán En la arena estelar (1951), Fundación (1951), Fundación e Imperio (1952), Las corrientes del espacio (1952) y Segunda fundación (1953), todas ellas obras antiguas.
Sin duda, esta rápida sucesión de publicaciones debió animar a Asimov, pues se embarcó en la redacción de nuevas novelas, de las que son ejemplo El fin de la eternidad (1955) y Las cavernas de acero (1954) –que junto a su secuela El sol desnudo (1956) convierte a nuestro autor en pionero del uso de la trama policial en la ciencia ficción, por otra parte nada extraño si tenemos en cuenta que su narrativa, aunque se mueve en el marco de la Space Opera, gira a menudo, más que sobre un argumento de aventuras, sobre la sorpresiva resolución de un problema lógico, como vemos en sus cuentos de robots–. Mención aparte merece la serie de seis novelas juveniles (1952–1958), firmadas bajo el seudónimo de Paul French, sobre el ranger del espacio Lucky Starr, todo un recorrido por el sistema solar que pretendía ser fiel a los conocimientos de su época, pero que el tiempo ha vuelto desfasado.
En 1954 Asimov se introduce en un campo que afianzará su popularidad: el ensayo de divulgación científica. A partir de 1948 había colaborado con otros autores en varios libros de estas características; aunque no es hasta esa fecha que publica, por primera vez en solitario, The Chemical of Life, produciendo posteriormente conocidos títulos como Introducción a la ciencia (1960) o El Universo (1966). Su fecunda labor como ensayista –siempre de escritura fácil, vanagloriábase incluso de haber escrito cincuenta y siete libros en cincuenta y siete meses consecutivos– actuó en decremento de su obra de ficción, que si bien nunca dejó de lado resultó evidentemente mermada. Por otra parte, ese doble papel de escritor científico y fantástico, influyó en gran medida en su éxito popular: los seguidores de su obra de ciencia ficción se interesaron por un campo más serio al que quizá jamás se habrían acercado; mientras que el público general, por el prestigio que sus volúmenes divulgativos le conferían, se atrevió a leer sus novelas, pertenecientes a un género –no nos engañemos– minoritario e infravalorado.
Ni el abandono –en realidad le despidieron– de su puesto de profesor auxiliar para dedicarse por completo a escribir, en 1958, ayudó a que su producción de ficción aumentara. Siempre encontraba tiempo para pergeñar algún relato, pero generalmente fueron obras menores, como su novelización de la película Viaje alucinante (1966). Ya en los setenta, en cambio, nos ofreció abundantes títulos, a veces un tanto apartados de su línea habitual. Es el caso de sus relatos policiacos sobre los Viudos Negros, publicados en «Ellery Queen’s Mystery Magazine», a partir de 1972, y sus historias cómico–fantásticas –al estilo de los Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco, de Clarke– del travieso demonio Azazel, publicadas a partir de 1980, principalmente en el «Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine» –revista que, con su nombre como reclamo, empezó a editar Davis Publications en 1977, obteniendo una excelente acogida–. Fue también en 1972 cuando se hizo con los premios Hugo y Nébula por Los propios dioses, su cenit en este período e inicio de una larga decadencia, marcada por la búsqueda del éxito fácil que le llevó incluso a resucitar alguna de sus series famosas, aparentemente concluidas, como la de la Fundación, en Los límites de la Fundación (1982), o a cofirmar, junto al en otro tiempo dotado Silverberg –que realizó la verdadera redacción–, versiones extendidas de alguno de sus relatos, hasta convertirlos en novela –Anochecer (1990)–.
Muerto literariamente, y vendiendo como nunca, lo hizo de un modo físico el 6 de abril de 1992, por culpa del SIDA, que había adquirido en una transfusión durante una operación quirúrgica. Dejaba tras de sí más de doscientos libros, entre los que conviene recordar, para los aficionados a ampliar, sus tres volúmenes de memorias, In memory Yet green (1979), In Joy still felt (1980) y Yo, Asimov (1994), que junto a sus egocéntricas introducciones, repletas de datos personales, constituyen la delicia de cualquier biógrafo perezoso.