He visto el futuro del horror, y su nombre es Clive Barker. Es tan bueno que casi no tengo palabras para expresarlo. Al leer sus libros, presiento que los restantes escritores de terror hemos estado dormidos durante los últimos diez años.
Stephen King
Habitualmente —así le ocurrió al responsable de la cita que encabeza este artículo— los escritores suelen beneficiarse de la adaptación al cine de sus novelas, pues publicitan su nombre por todo el planeta y multiplican las tiradas de sus libros. Mucho menos común es que un artistas multidisciplinar, que ya ha realizado alguna incursión en la realización cinematográfica, obtenga provecho del impacto de su obra literaria para poder sacar adelante sus proyectos para la pantalla. Tal es el caso de Clive Barker.
Este escritor, artista gráfico y cineasta, nacido en Liverpool en 1952, saltó a la fama entre los lectores a raíz de la publicación, en 1984, de los tres primeros volúmenes de sus relatos, Books of Blood, traducidos en España como Libros sangrientos (Planeta), a los que seguiría un año después una nueva serie editada aquí por Martínez Roca simplemente como Sangre.
Ramsey Campbell, su descubridor, no se anduvo con remilgos al prologar aquellos libros: «Clive Barker es el autor más original de este género que ha aparecido desde hace años y, en el mejor sentido, el escritor más sorprendente que trabaja actualmente tales temas». Como bien supo advertir el novelista inglés, Barker no era especialmente innovador en los temas de sus historias —el doble, partes del cuerpo con vida propia, licantropía, leyendas urbanas, lugares malditos, experimentos con resultados aberrantes—; lo que los convertía en sorprendentes era su capacidad para contemplar esos viejos clichés con una mirada nueva y transformadora. Al asomar la cabeza entre una vorágine de escritores cuyo referente para conseguir el éxito en el género fantástico era Stephen King, generándose así una literatura de terror cada vez más domesticada y con sus cantos hirientes más romos, Barker significó un necesario revulsivo. Sus opiniones, realizadas durante una entrevista para la revista Twilight Zone, se convierten casi en un manifiesto: «Mi anhelo de perversidad es tal vez un poco más complejo que el de algunos de mis colegas escritores. Quiero decir que si olfateo la predictibilidad de algo que estoy haciendo, inmediatamente me enfrío y dejo la pluma. Esto determina que mis cuentos sean un poco escandalosos (…) Nunca me he autocensurado. Nunca he emprendido una indagación para después detenerme a la mitad de camino al darme cuenta de que me lleva a algo más macabro de lo que puedo soportar. Nunca he eliminado ningún subtexto sexual de mi obra; he cambio he tendido a llevarlo hasta sus últimas consecuencias con mucho placer».
Como a él le gustaba afirmar, Barker era un autor que nunca desviaba la mirada, por horrible que fuera lo que estaba narrando; no obstante, lejos de atraer sólo a los aficionados más encallecidos, la calidad de su prosa consiguió ganarse a un público amplio. De hecho, la edición norteamericana de sus cuentos no apareció en una colección especializada sino como literatura general, con el argumento de que era «demasiado bueno». No deja de ser frustrante que cuando algo destaca por su calidad ya no se le considere «género», como si el terror, la fantasía y la ciencia ficción sólo fueran aptos como contenedores de mediocridades para un lector o espectador poco exigente.
Lo que muchos nos preguntamos al leer aquellos libros innovadores y llenos de energía fue de dónde demonios había salido ese tal Barker, pues, pese a ser un autor joven y novel, sus textos demostraban una madurez y maestría que otros escritores no consiguen en toda una vida. La explicación residía en que Clive Barker era un espíritu inquieto interesado en muchas facetas del arte y que aquellas colecciones de relatos podían ser sus primeros libros publicados, pero en modo alguno sus primeras obras. Barker había estudiado la carrera de filosofía y después se dedicó a la pintura, el teatro y el cine amateur. Como dramaturgo escribió diferentes obras representadas en el circuito del teatro alternativo, tres de las cuales se recogerían más tarde para su publicación en el volumen Incarnations; aunque lo más interesante desde la perspectiva de esta revista son sus trabajos tras la cámara.
EXPERIMENTOS Y ADAPTACIONES
Anteriores a su primer largometraje, incluso a su revelación como escritor, existen dos piezas singulares que no llegaron a proyectarse nunca, ni siquiera se completó el montaje hasta su distribución en vídeo por parte del sello británico Redemtion, en una edición limitada de tres mil copias. Ambas están realizadas con escasos medios, con un grupo de amigos como actores y técnicos, entre los que se cuentan Doug Bradley, después famoso en su encarnación de Pinhead, y Peter Atkins, guionista de las secuelas de Hellraiser. El propio Barker participa como intérprete. La carencia de medios hizo que se filmaran en blanco y negro y sin sonido directo, y son en esencia filmes mudos pues su banda sonora, añadida posteriormente, consiste sólo en algunos efectos de sonido y una música electrónica bellamente inquietante compuesta por Adrian Carson.
El primero de ellos fue Salome, un sombrío cortometraje de 18 minutos rodado en 1973. Se trata de una nueva versión de la anécdota bíblica que tanto atrajo a los decadentes y simbolistas de fin de siglo, epítome de la mujer/vampiro que fascina y conduce al hombre hacia su perdición: la bailarina Salomé seduce a Herodes y pone como precio de su lúbrica danza la cabeza del Bautista.
Más allá de esta ilación argumental, Salome es como un cuadro animado con la textura de una pesadilla, donde hay que dejarse seducir por las sugerencias de sus imágenes: Tenemos ante nosotros un descenso a los infiernos con primeros planos naciendo de las sombras, sonrisas enloquecidas, paredes pintadas con graffitis sangrientos, una muchacha en camisón paseando vela en mano por siniestros pasillos, un efebo semidesnudo (el san Juan de esta historia) que se agazapa en la oscuridad y una danza con subrayadas implicaciones eróticas. En este film experimental, Barker tiene la audacia de conceder clave de horror a una historia con múltiples tratamientos anteriores, y esto sólo con la fuerza poderosísima de sus imágenes, capaces de producir escalofríos al espinazo más curtido.
The Forbidden, rodado a intervalos entre 1975 y 1978, es un mediometraje de 36 minutos donde ya casi es imposible hablar de un argumento, aunque se puede ver como una especie de prólogo o esbozo a su futuro Hellraiser. Aquí encontramos un puzzle, lleno de signos cabalísticos, un ermitaño de mirada extraviada que experimenta con él, una visión desprejuiciada del sexo y, lo que es más importante, la conjugación del placer y el dolor, con un desollamiento en vivo detallado con una minuciosidad que tienta el temple de nuestros nervios. Además, el film rebosa de elementos icónicos que se convertirán en constantes de su cine, como son las construcciones geométricas, los graffitis, los clavos y las agujas —dejemos a los aficionados al psicoanálisis que obtengan sus interpretaciones sexuales— y el cuerpo como lienzo de la obra de arte absoluta, utilizando para ello medios poco cruentos —tatuajes— o directamente lesivos —cicatrices, escaras, perforaciones y mutilaciones—.
Para potenciar la sensación de irrealidad el film se rodó sin positivar las imágenes, pero disimulando el proceso con procedimientos como pintar las paredes de negro para que aparecieran con un albor extraño en pantalla, realizando en blanco los dibujos que luego semejarían trazos de tinta china o maquillando con tonos oscuros los rostros de los actores. Si la perversa narración no bastaba, tal técnica acaba por conceder a la película una atmósfera enfermiza realmente peculiar.
Tras estos primeros intentos de cine experimental, Barker permaneció alejado una década del cine, al menos por lo que a la dirección se refiere. Su éxito literario llamaría la atención de los productores y se intentaría alguna adaptación de sus textos para la pantalla. La primera fue Rawhead Rex (1986), del inepto George Pavlou, película sobre un hombre lobo que se inspira en uno de los relatos de la primera serie de Books of Blood. No se ha estrenado en España, que yo sepa, y no he tenido la oportunidad de verla, así que debo fiarme de comentarios ajenos, coincidentes en señalar su escaso interés: «Un absoluto desastre (…) lleno de tópicos políticamente correctos (el film, no el hombre lobo), que culminan en un estúpido final en el que el monstruo es vencido por un símbolo de la Diosa Madre, esgrimido como si de una cruz se tratara. Para colmo, los actores, la dirección, y hasta los efectos especiales, son tirando a lamentables y ridículos»1. Si ha de quedar constancia, los intérpretes de esta lamentable cinta fueron David Dukes, Kelly Piper, Niall Tobin, Ronan Wilmot y Heinrich von Schellendorf.
El mismo año en que se estrenó esta película se acometió una segunda adaptación pero con destino a la pequeña pantalla. El relato originario era “El geniecillo y Jack” (“The Yattering and Jack”) y se encuadró dentro de una serie de breves historias autoconclusivas, Tales from the Darkside, que contaba con George Romero entre sus productores ejecutivos. En el elenco interpretativo figuraban Tony Carbone —en el papel de un pintor loco poseído por un demonio—, Phil Fondacaro, Thomas Newman y Danielle Brisebois.
Antes, el propio Clive Barker asumiría labores de guionista escribiendo una historia original para Mundo subterráneo (Transmutations, 1985), típica cinta de bajo presupuesto distribuida bajo el sello Empire de Charles Band, con un argumento que sigue más las directrices pulp de la productora que lo que podríamos esperar de una obra de Barker: El doctor Savary (Denholm Elliot) es un prototípico científico algo chiflado inmerso en investigaciones tan extrañas como inútiles y su mayor logro es la creación de una nueva especie subhumana que medra en los túneles bajo la ciudad, mutando y deformándose progresivamente por efecto de una droga diseñada también por el bioquímico para expandir los límites de la mente.
Prescindamos de rodeos y digamos simplemente que la película es mala como pocas. Está trufada con un buen número de escenas de acción, pero ninguna de ellas posee el más mínimo ritmo, los efectos especiales son torpes y destruyen cualquier intento de los actores por parecer convincentes, y la banda sonora, ejecutada con instrumentos electrónicos, llega a resultar insoportable. Con decir que George Pavlou repitió en la dirección creo que hay mucho explicado. Ni el más acérrimo fan de Clive Barker encontrará aquí algo que pueda justificar la hora y media empleada en su visionado, aunque Mundo subterráneo sí tiene un pequeño valor: fue el precio pagado por Barker para introducirse en la industria cinematográfica y conseguir de ese modo que se le otorgara confianza para dirigir a él mismo. El titulo de su primer largometraje ya con completa responsabilidad sobre el producto fue Hellraiser.
LOS QUE TRAEN EL INFIERNO
Un matrimonio de mediana edad con hija adolescente se traslada a un caserón propiedad del desaparecido hermano excéntrico del cabeza de familia. Durante la mudanza se produce un pequeño accidente y unas gotas de sangre derramadas inician una siniestra reacción: Frank, el oveja negra que fue arrebatado de este mundo por jugar con poderes que no comprendía —una especie de cubo de Rubik que abre las puertas de una dimensión infernal al encajarse todas sus piezas— regresa convertido en toda una lección de anatomía viviente: un cuerpo despellejado y anémico que necesita sangre para continuar formándose. La esposa de su hermano y antigua amante, Julia, encuentra el guiñapo bajo un mensaje escrito en la pared pidiendo ayuda y no se lo pensará dos veces a la hora de asesinar para proporcionarle el alimento que precisa. Por desgracia, los cenobitas, señores de la dimensión maldita de la que Frank ha escapado, no están dispuestos a dejar que su juguete se libre de sus atenciones…
Ya hemos dicho que no hay que buscar la originalidad de Barker en sus temas, sino en su forma de contemplarlos. Basta releer la sinopsis argumental de Hellraiser, los que traen el infierno (Hellraiser, 1987) para darnos cuenta de cómo se suman los tópicos: casa abandonada que vuelve a habitarse con una familia ignorante de su pasado siniestro, pacto con potencias infernales, venganza de ultratumba… Podría tratarse de una serie B de terror como tantas otras, pero Barker no se despreocupa de los personajes contentándose con unos pocos rasgos estereotipados; en lugar de eso les concede solidez —y sordidez— y los hace mucho más atractivos al espectador. En este sentido, uno de los ejes de la historia es la relación entre el descarnado Frank y Julia. Ésta es una mujer dura y aparentemente fría, pero bajo ella fluye una corriente de pasión —si la llamamos lujuria incluso estaríamos más acertados— insatisfecha por un marido gris, convencional y aburrido que ni advierte sus apetitos, algo que si conseguía el canalla y atractivo Frank. Su perversa relación, que conduce al asesinato, tiene su complemento en los cenobitas. Aunque sería fácil calificarlos como «demonios», estos seres están más allá del bien y del mal según los estrechos cánones morales de la humanidad. Su único objetivo es explorar los límites de los sentidos incluso más allá de lo soportable, buscando el placer en el mismo dolor vivo de la carne punzada y cortada. Enfrentados a los «monstruos» humanos hasta nos parecen inofensivos.
Situados en Hellraiser y con el precedente de The Forbidden, nos damos cuenta que Barker es un «autor» en el más amplio sentido de la palabra. Su obra refleja una serie de obsesiones personales, defiende una tesis unitaria y usa para ello elementos icónicos recurrentes: el despellejamiento, los clavos, mensajes en las paredes… La atmósfera malsana de sus cortometrajes se repite, pero aquí consigue imbricarla con un argumento sólido al adaptar un relato propio sorprendentemente inédito en estas tierras, “The Hellbound Heart”. Pese a un presupuesto reducido, los medios están aprovechados al máximo y los excelentes efectos especiales de Bob Keen colaboran no poco en dar prestancia al film, en especial por la afortunada creación del cenobita Pinhead, un tótem ya insustituible del moderno cine de terror.
A día de hoy, Hellraiser ha generado tres secuelas. La primera de ellas, Hellbound: Hellraiser II (id. 1988), es la más interesante, con dirección de Tony Randel. La acción se sitúa inmediatamente después y recupera a sus principales personajes. Su defecto es intentar explicarlo todo y mostrar aquello que la película de Barker nos ocultaba inteligentemente, empezando por el pasado humano de Pinhead hasta el mismo mundo infernal del que proceden los cenobitas. En este caso, pretender dar coherencia al universo «barkeriano» sólo sirve para convertir en humo sus aspectos más inquietantes.
Estamos ante una película parcialmente fallida, pero que no insulta al espectador, quien puede pasar un rato entretenido visionándola, muy al contrario de lo que ocurre con la espantosa Hellraiser III: El infierno en la tierra (Hellraiser III, Hell On Earth, 1992). Con producción no ya británica, sino norteamericana, no sigue una continuidad dramática, como hacía la precedente, y se limita a hilvanar una insustancial historia de horror sangriento en un escenario discotequero completamente inapropiado, con la típica periodista metomentodo en un lugar central de la trama. Hasta los cenobitas, tan inquietantes, llegan a parecer ridículos en el esfuerzo de los maquilladores por innovar en la creación de nuevos caracteres. El director de este film merecedor sólo del olvido es el especialista en secuelas Anthony Hickox, actuando bajo su batuta Doug Bradley —de nuevo como Pinhead—, Terry Farrell, Paula Marshall y Kevin Bernhardt. Tony Randell, director de la segunda entrega, participó con escasa fortuna como coguionista.
A día de hoy la última entrega de la serie es Hellraiser: Bloodline, una producción Dimension de apenas 85 minutos estrenada en España directamente para el mercado del vídeo. Un engendro firmado como Alan Smithee, seudónimo habitual cuando el realizador se niega a reconocer su trabajo; pero la premisa argumental promete, al menos, un enfoque algo nuevo. Para empezar, la acción se sitúa en el futuro, en el año 2127, y arranca con le abordaje de una estación espacial, donde unos soldados encontrarán al desaparecido científico Paul Merchant (Bruce Ramsay) experimentando con el ya famoso puzzle cúbico. A través de un relato puesto en boca del científico conoceremos más sobre la historia de tan diabólico artefacto, como su construcción por parte de su antepasado Phillip Lemarchand en el siglo XVIII, por encargo de un noble que pretendía invocar a seres de otro mundo…
Aunque en justicia podría sentirse indignado al contemplar los desaguisados cometidos con las prolongaciones de su película, Barker se muestra clemente y pragmático: «Mi manera de hacer las paces con la idea de las secuelas ha sido decirme a mí mismo: “Bueno, ahora tengo cuarenta y tres años y dispongo de un período de tiempo limitado para hacer cosas en el planeta, así que no puedo dedicarme a supervisar la secuela de Hellraiser (…) Y, además, no tengo ningún control contractual sobre todo ese material. Todo el concepto de Hellraiser fue vendido por el millón de dólares que me dieron a cambio de hacer la primera película. Si te lo piensas bien, ahora puedes ver que es un pacto faústico que refleja el argumento de la película, pero por aquel entonces yo no lo sabía. Y, para ser justos, la productora estaba contratando a un tipo que nunca había dirigido una película»2.
LOS MONSTRUOS SOMOS NOSOTROS
Una película notable como Hellraiser, junto al interés de su obra literaria, consiguió que los aficionados al fantástico mitificaran la figura de Clive Barker como redentor para todos los males del género. Era inevitable que su siguiente incursión tras las cámaras fuera aguardada con gran expectación y, como suele ocurrir con frecuencia, esas expectativas acabaron defraudadas en buena medida.
Razas de noche (Nightbreed, 1989) es una película que ha pagado el precio de las comparaciones injustas. No es una obra maestra, es cierto, aunque está lejos de ser horrible, si la comparamos con determinados subproductos que circulan por ahí. Tras sus Book of Blood y una primera novela, El juego de las maldiciones, Clive Barker empezó a experimentar en otros caminos que no le ligaran necesariamente con el horror y sí más cercanos al fantasy. Esta decisión creativa significó el declive de su imaginación más siniestra y heterodoxa —responsable de la fascinación de su público—, y aunque Barker justifica el descenso de calidad que supuso esta película por las injerencias de los productores, lo cierto es que apenas difiere argumentalmente con la novela que le sirve de base, Cabal. Razas de noche resultó un film bien intencionado pero sin demasiado relieve.
Un muchacho sometido a tratamiento por culpa de sus pesadillas es convencido por el psiquiatra de su responsabilidad sobre una serie de horrendos asesinatos. Mientras huye en busca de Midian, una mítica ciudad oculta bajo un cementerio, donde todos los pecados son perdonados, la policía le acorrala y acaba con él a balazos. Pero la muerte no es el fin: el joven se levanta del frío mármol de la morgue y se une a la raza de monstruos que habitan en Midian, convirtiéndose en un mesías que conducirá a ese pueblo marginado en busca de su particular tierra prometida…
La filosofía de la película es sencilla y tiene larga tradición en la literatura y el cine —Soy leyenda o La parada de los monstruos son un ejemplo—: lo monstruoso y aberrante no reside en el aspecto externo, sino en el interior de cada uno, así lo que físicamente puede resultarnos repulsivo puede resultar profundamente humano, mientras bajo una máscara de normalidad se ocultan los peores instintos, como en el caso del psiquiatra, verdadero psicópata responsable de todas las muertes.
Si el argumento es convencional, desde sus primeros minutos la realización se mueve entre el tópico—mujer abre nevera y al cerrar la puerta aparece detrás de ella el asesino— y las imágenes novedosas —frutas que ruedan por el suelo dejando un reguero de sangre—. Los monstruos son en algunos momentos un poco ridículos por sus piruetas y maquillajes excesivos, borrando con lo grotesco todo atisbo de horror, y para la creación de una atmósfera más fantástica que siniestra colabora decisivamente la banda sonora de Danny Elfman, con sus habituales bases corales y arpas.
Hay, sin embargo, algunos apuntes que nos remiten a las obsesiones canónicas de Barker, como el chiflado que en el hospital se desolla vivo para mostrar su «verdadera cara» o detalles escenográficos como las pinturas murales, que también servirán como fondo en los títulos de crédito.
Si no otros méritos, Razas de noche tiene el interés añadido para el degustador de cine fantástico de contar en su reparto con David Cronenberg, quien interpreta uno de los papeles principales. Dejando de lado el dudoso gusto de Cronenberg a la hora de escoger sus cameos como actor —el último tuvo lugar en Resurrección, del deleznable Russell Mulcahy—, no puede extrañarnos su decisión de participar en la cinta de Barker, dado las evidentes concomitancias entre la obra de éste y la del creador canadiense: el dolor como fuente de placer y aprendizaje, enfermedades transformadoras, partes del cuerpo que adquieren autonomía, cuerpos que se unen a otros para formar una gestalt… La unión de ambos artistas tuvo lugar en la que ha resultado ser la película más inocente de Clive Barker; sin embargo, David Cronenberg, con su aspecto de intelectual bajo cuyo frío rebozo late un mar de turbulencias, resulta extraordinariamente adecuado en su papel de psiquiatra respetable que entretiene sus noches masacrando familias enteras cuchillo en mano.
LA REALIDAD NO EXISTE
Tras la carnavalesca Razas de noche, Barker regresó a tintes más sombríos con El señor de las ilusiones (Lord of Illusions, 1995). En esta ocasión se trata de la adaptación de una novela de igual titulo protagonizada Harry D̓Amour, el típico detective algo costroso del género negro con una incómoda tendencia añadida a verse envuelto en todo tipo de asuntos sobrenaturales. Decidido a alejarse de los siniestros casos que le son habituales, D̓Amour acepta un encargo que le obligará a dejar Nueva York y viajar al soleado Los Ángeles. Como puede suponer el espectador, sus esperanzas de reposo se verán traicionadas. El tipo al que le han ordenado seguir por un simple fraude de seguros le conectará con el asesinato de un vidente —éste muere con su torso y cuello atravesado por un montón de bisturíes: ¿un guiño a Pinhead?—. Mientras agoniza, el vidente le dirá al detective: «Te ves empujado hacia el lado oscuro, una y otra vez, pero no te gusta. No puedes evitarlo, debes recorrer la línea que separa el cielo del infierno. Es tu destino: acéptalo»
Esta víctima fue, en el pasado, seguidor del Puritano, un líder sectario que ejercía su dominio de la magia desde una sórdida granja en el desierto. Algunos de sus acólitos se revelaron contra él y acabaron con su vida ritualmente —clavaron una máscara en su rostro, cegándole—. Es precisamente uno de aquellos ejecutores, Phillip Swam, convertido en afamado ilusionista, quien contrata a D̓Amour para que investigue qué hay detrás de la muerte de su amigo el adivino.
Toda la película gira sobre la idea de la magia verdadera y la ilusión, sobre las posibilidades de alterar la realidad e incluso ignorar a la misma muerte, una ficción más. También nos sirve para interpretar la clave de una de las constantes del universo barkeriano, como es la aparición de cuerpos despellejados: nuestra piel es una máscara que oculta la verdad del hombre, debajo de ella sólo somos gelatina y podredumbre, un mensaje tan viejo como las danzas de la muerte medievales.
En muchos aspectos El señor de las ilusiones es superior a Razas de noche pero tampoco resulta satisfactoria por completo. La narración es confusa y el desenlace, con un abrumador despliegue de efectos especiales, aún vuelve más caótico el film. Por contra, la puesta en escena es muy cuidada, con una siniestra granja que nos recuerda a aquella presente en La matanza de Texas y con sus sempiternos graffitis —Barker, dibujante, da gran importancia a los símbolos gráficos, colocados siempre en muros interiores, como metáforas de la injerencia de lo sobrenatural en lo cotidiano—. En el apartado interpretativo hay que destacar la presencia de la sensual Fanke Jassen, en uno de sus primeros papeles antes de alcanzar fama como antagonista de James Bond.
Aunque al espectador poco timorato pueda extrañarle, la película se enfrentó con problemas con la censura. En Estados Unidos tuvo que recortarse en doce minutos para conseguir proyectarse y en Gran Bretaña se le denegó directamente la autorización para su estreno, distribuyéndose al menos en vídeo en toda su integridad bajo el amparo de un director̓s cut. En este punto no me queda más remedio que desilusionar a nuestros aficionados: puesto que las fichas técnicas consultadas informan que su duración es de 121 minutos y las copias distribuidas en España tienen 110, es fácil llegar a la conclusión que a nosotros nos ha llegado la versión mutilada.
EL HOMBRE DE AZÚCAR
En mi repaso a la filmografía de Clive Barker me he saltado la adaptación de uno de sus relatos, “Lo prohibido”, realizada por Bernard Rose en 1992 bajo la producción del escritor británico: Candyman, el dominio de la mente (Candyman). Sin ser una película excepcional, aportó algunos elementos de interés, prestados del texto: los suburbios más decadentes como escenario para el terror y la posibilidad de que en ellos se esté edificando un nuevo folklore fantástico, no sólo conducido a través del relato oral, sino también mediante un lenguaje iconográfico tan de nuestro tiempo como es el graffiti. No obstante, el desarrollo es anodino y hasta tedioso por momentos, pero gracias a la presencia en pantalla de Virginia Madsen, buena profesional además de fotogénica, a la banda sonora de Philip Glass y a una interesante utilización de los escenarios urbanos, nuestra valoración sube algunos puntos.
La película generaría una segunda parte dirigida por Bill Condon. Candyman II (id., 1994) desprecia el patrimonio recibido para contarnos una vulgar historia de venganzas sobrenaturales perpetuadas a lo largo de los siglos. Candyman (Tony Todd), el espectro que aparece cuando pronuncias cinco veces su nombre ante un espejo, pierde así su carácter numinoso de mito, como un moderno Hombre del Saco, para incorporarse a la ya ingente legión de serial killers, en una suerte de nuevo Freddy Krueger con un garfio en el muñón en lugar de cuchillas. Carece de ritmo narrativo, carga con unos personajes convencionales y de reacciones inverosímiles y, además, Bill Condon abandona el feísmo intencionado de la primera entrega para buscar la fotogenia de Nueva Orleans. Las pequeñas pinceladas de marginalidad no bastan para dotar de impacto visual una película cuya cámara se complace más en las escenas del carnaval sureño, lleno de color y exotismo pagano, que en el tinte oscuro de la historia.
Recientemente ha llegado a nuestros videoclubs un Candyman III protagonizado por la exvigilante de la playa Donna D̓Errico. Para algunos su exuberancia será un aliciente, pero si esperan ver una buena película será mejor que desistan de la idea, pues ésta sufre todos los defectos de la segunda entrega y ninguna de las virtudes de la primera. Léanse estas líneas, por tanto, como afán completista del redactor de este artículo, en modo alguno como recomendación, a no ser que precisen de un potente somnífero para la hora de la siesta. Quedan advertidos.
MEJOR DESDE LA BARRERA
Aunque tras el éxito de Hellraiser podía imaginarse que Clive Barker se embarcaría en una brillante carrera cinematográfica, la realidad ha sido que en los últimos años ha preferido ceder la adaptación de sus historias a otros realizadores, como el telefilme Saint Sinner (2002), dirigido por Joshua Butler; El vagón de la muerte (The Midnight Meat Train, 2008), por Ryûhei Kitamura; Book of Blood (2009), por John Harrison; o Dread (2009), de Anthony diBlasi. Soy de los que se entusiasmaron con sus primeros libros, pero su restante producción literaria ha ido dejando de interesarme progresivamente, hasta el punto de dejar de leerlo; parece que su trayectoria como autor cinematográfico ha seguido semejante camino descendente. Por el contrario, Clive Barker ha obtenido aciertos como productor. Después de apadrinar proyectos innecesarios como Candyman y la primera secuela, el año pasado nos sorprendió avalando la maravillosa Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998), crónica de los últimos días de James Whale con un soberbio Ian McKellen y un Brendan Fraser fuera de su registro cómico habitual.
Quizá fuera un acierto circunstancial —Barker no oculta a nadie su homosexualidad y el respetuoso tratamiento que hacía el guión de ese tema pudo despertar su simpatía—; aun así nos permite acariciar la esperanza de que, si no repite en su obra los aciertos iniciales, al menos en el futuro pueda apoyar filmes interesantes de otros autores.
Notas:
1 Jesús Palacios, Goremanía. Alberto Santos Editor. Madrid, 1995.
2 Entrevista concedida a Nigel Floyd para SFX, número 1 de la edición española.