Autor: Esteban Hernández y Fernández
Edita: Editorial Caballo-Dragón. Sabadell 1988.
Desde temprano la conquista de las tierras salvajes de Norteamérica inspiró la labor de muchos novelistas, empezando, en el propio país de origen, con Fenimore Cooper, James Hall o Bret Harte. Europa no permaneció ajena a su fascinación y ya a principios del siglo XIX Chateaubriand consigue el éxito con Atala y René, dos historias sentimentales en tierras de pieles rojas. Con posterioridad, Gustave Aymard, Salgari y Karl May, entre otros muchos, retomarán el escenario repetidas veces en sus novelas de aventuras. La literatura española, en cambio, hasta fechas bastante recientes ha ignorado el tema americano. Nuestra historia y algunos magníficos precedentes, como son los Naufragios, de Cabeza de Vaca —en los que narra sus peripecias como prisionero de los siux—, debieran haber estimulado muchas imaginaciones; pero no lo hicieron. Habría que esperar hasta los años cuarenta del siglo XX para que Mallorquí, con sus novelas de El Coyote, reivindicara el peso de la presencia hispana en la formación de los Estados Unidos.
Ante tal cuadro una novela del Oeste publicada en España en 1876, el mismo año en que Toro Sentado derrota a Custer a orillas del Little Bighorn, nos parecerá una rareza; no obstante esa rareza existe. Esteban Hernández y Fernández, divulgador científico, traductor y autor de una treintena de novelas, es el responsable de Los hijos del desierto, primera obra del género en nuestro país.
Habitualmente, cuando hablamos de precursores, nos conformamos con adivinar los rasgos generales de lo que luego será obra madura; así podemos considerar antecedentes de la ciencia ficción los viajes espaciales de Cyrano de Bergerac, pese a que ningún lector moderno aceptaría que alguien fuera capaz de elevarse atando a su alrededor redomas de rocío y, mucho menos, encontrar la superficie del Sol habitada. Con la novela de Esteban Hernández ocurre todo lo contrario. Pese a la temprana redacción contiene ya, perfectamente definidos, todos los elementos —y los tópicos— del relato del Oeste: combates entre indios, poblados fronterizos, la construcción del ferrocarril, estampidas de bisontes, algo de romance… y la destructora influencia del hombre blanco.
¿Cómo consigue construir una obra de género de forma tan completa? Desde luego no ha surgido por generación espontánea. Ya hemos señalado la popularidad de la obra de Chateaubriand —entre 1801 y 1830 se suceden en nuestro país hasta diecinueve ediciones de Atala—. De igual modo, Fenimore Cooper y Aymard eran perfectamente conocidos por los lectores españoles y por el propio Esteban Hernández, que cita a ambos en las páginas de su novela. Pese a ello, puedo suponer que las influencias de nuestro autor van más allá de las meramente literarias. El problema indio es de plena actualidad, desde que, seis años atrás, el gobierno de los Estados Unidos iniciara su traslado forzoso a las reservas; la prensa ilustrada de la época y algunos libros de viajes debieron documentar el trabajo de Hernández. El propio subtítulo de la novela ya es sintomático: Recuerdos de un viaje por la América del Norte. Los hijos del desierto está redactada más como una crónica que como una ficción novelesca. Usa de una prosa funcional pero no privada de elegancia, fluida, directa, moderna, lejana tanto de los giros extraños y la rimbombante escritura del melodrama romántico, como de la pueril llaneza de la novela por entregas. La obra pierde puntos, sin embargo, por el esquematismo de sus personajes, apenas descritos, y de los que casi nada sabemos. Incluso del propio narrador ni se nos dice el nombre; no es más que unos ojos que nos sirven para observar las salvajes praderas y sus pobladores. Lo importante en los personajes principales no es qué son, ni siquiera qué hacen, sino qué ven. La mínima trama es sólo el hilo que sirve para engarzar diferentes instantáneas de los tipos, costumbres y actividades de los indios.
La historia nos la cuenta el representante en el continente americano de una empresa comercial europea. Por falta de efectivo para continuar viaje permanece varado en el fuerte Calhun, junto al río Missouri. Mientras espera que un banquero de Nueva Orleans le envíe dinero, se encuentra con Ricardo, al que había conocido unos años atrás en Buenos Aires. Hijo de un acaudalado comerciante de Cádiz, distrae sus ocios dibujando y recorriendo el mundo. Su objetivo actual, dije, es ver a los indios, «esos hombres rojos que han dado asunto a Cooper para sus bellísimas novelas». Intenta convencer al narrador de que le acompañe, y como éste tiene carta blanca de sus superiores para empeñarse en los negocios que considere más fructíferos, decide intentar el comercio con los salvajes. Bajo la tutela de Godé, cazador y experto guía de caravanas, criado entre los indios, abandonan la civilización y se introducen en las praderas, en busca de los delawares.
Durante el viaje, del que obtendrán pingües beneficios y una esposa para Ricardo —la hija de un hacendado mejicano prisionera de los apaches—, se nos describirá con detalle documental el paisaje, la fauna y, con especial fruición, los usos gastronómicos de la región. La giba y la lengua de bisonte, el jamón de oso y el pot-pie de pichones son algunas de las viandas a las que brinda más de un aplauso.
Pese a estos aderezos, no cabe ninguna duda de que la figura sobre la que gira todo el libro es el indio. El tratamiento que les da Esteban Hernández es, probablemente, lo que más pueda sorprender al lector moderno. Cuando los westerns desmitificadores parecen un invento relativamente reciente y películas como Soldado azul o Bailando con lobos se nos vendieron como el colmo del progresismo, por el simple hecho de cantar las bondades del indio frente a la perfidia del hombre blanco —sustituyendo un maniqueismo por otro—, descubrimos que hace más de un siglo que ese mensaje estaba presente en Los hijos del desierto.
Hernández no ahorra elogios hacia el indio, aun reconociendo la variedad de talante entre las diferentes tribus y sin ocultar los crímenes que algunas de ellas cometen. Muchas páginas dedica a lamentar el injusto trato y las mentiras con las que han sido despojados de sus tierras: «Yo admiraba sin reserva aquel magnífico tipo del indio bravo, como nombran los mexicanos a los indígenas que han conservado su independencia, y confieso que las reflexiones que en aquel momento se me ocurrían hacían muy poco honor a los «filantrópicos y humanitarios» ciudadanos de la Unión, que, llamando salvajes a los indios, sólo han empleado con ellos, con una frecuencia deplorable, las armas del engaño y de la tradición, siempre indignas de un pueblo que se titula civilizado y cristiano».
Compartamos o no sus opiniones, es imposible ocultar que la visión de Hernández del problema indio está teñida por una previa animadversión: «No era yo en aquella época muy amigo de los angloamericanos, pues conocía demasiado cuánto tiene de falsa su tan decantada civilización y cuánto de acomodaticio y repugnante su celebrado puritanismo; pero desde que las circunstancias me llevaron al seno de las tribus indias, y supe de que manera tan infame se han portado y se portan los yankees con aquellos leales y valientes hijos de los bosques, tan dignos de mejor suerte, mi antipatía hacia los descendientes de los puritanos ha crecido en gran manera, y muchas veces me pregunto qué castigo reservará la Providencia para esa nación de mercaderes y aventureros que, llamándose cristiana, parece que se ha reservado el papel de verdugo de la raza roja.
»Se me dirá, tal vez, que también los españoles, en los tiempos de su dominación en América, persiguieron y maltrataron a los indios; pero sobre esto habría que hablar mucho, y sobre todo, habría que tener en cuenta el espíritu esencialmente dominador de los siglos pasados y compararlo con el espíritu humanitario y civilizador de nuestra época. Los españoles, obrando como obraron en los tiempos de su administración, cometieron una gran falta; los norteamericanos, obrando como obran en pleno siglo XIX cometen un gran crimen».
Tal planteamiento, que aún sostienen los detractores de la «leyenda negra», sonaría muy razonable en boca del protagonista, si no fuera porque su catadura moral nos parece algo sospechosa. Dice horrorizarse ante las torturas que sus amigos indios infligen a los prisioneros, aunque no mueve un dedo por evitarlas; se llena los bolsillos vendiéndoles armas, con la excusa de ayudar a los comanches en su lucha contra los apaches; y ni por un momento se muestra reticente cuando le invitan a participar en una expedición de saqueo tras la frontera mejicana…
Los capítulos finales nos narran la guerra entre delawares, pawnis y comanches, aliados contra los navajos, apaches, moquis y utahs. Los dos españoles tomarán parte activa en ella, muy especialmente nuestro innominado narrador. Sus dotes estratégicas conducirán a los delawares a una rápida victoria, concluyendo con el asalto a varias aldeas enemigas «pasando a cuchillo a todos los habitantes, sin exceptuar los niños». Y es que para un escritor decimonónico, imbuido por las ideas de Rousseau, una cosa es defender al buen salvaje y otra no creer en la superioridad organizativa del hombre blanco, sin cuyo patrocinio los pobres nativos actuarían como niños.
La novela concluye con un tradicional final feliz: se reparte el botín, los expedicionarios se separan y el joven Ricardo, enamorado de la linda mejicana, contrae matrimonio. Con veintidós mil duros en su haber —sólo cinco mil había aportado al negocio— nuestro héroe continuará sus viajes. Los nuevos tiempos marcados por el vapor, la electricidad y el positivismo, imprimen a la aventura un carácter pragmático que los desinteresados caballeros de antaño desconocían por completo.
Pingback: Y POR FIN LLEGAMOS AL OESTE | LA MEMORIA DEL BOLSILIBRO