Daniel Defoe, nacido en Londres hacia 1660, fue espectador, en su infancia temprana, de dos acontecimientos que dejarían una impronta indeleble en la historia más negra de la capital británica y acabarían por manifestarse en alguna de sus páginas literarias: la epidemia de peste de 1665 —su obra Diario del año de la peste retrata sus estragos con una mirada apocalíptica que parece presagiar el recurrente catastrofismo de mucha ciencia ficción británica— y el gran incendio de Londres de 1666.
Hijo de un artesano de la cera, más tarde reconvertido en carnicero, Defoe se formó como pastor presbiteriano, pero sus pasos le alejarían de esa vocación inicial para dedicarse a diversos negocios, que le permitirán viajar por Europa, y a los azares de la política. Esta inclinación por participar en los asuntos del Estado le llevarán a complicarse en conspiraciones, ejercer como espía y visitar varias veces la cárcel por causa de sus escritos contra el gobierno.
Aunque empieza a publicar en 1689, principalmente ensayos y libelos políticos, con su retirada de los asuntos públicos en 1714 entra en el periodo más fructífero e interesante de creación literaria. Es en ese momento cuando escribe su primera novela, y su obra más conocida universalmente: Robinson Crusoe (The Life and Strange Surprizing Adventures of Robinson Crusoe, of York, Mariner; 1719), un elogio a la razón y a la capacidad del ingenio humano para transformar su entorno en forma de novela de aventuras. Otros de sus títulos de ficción también han sido muy apreciados, como El capitán Singleton (Captain Singleton; 1720) o Moll Flanders (1722).
La primera incursión de Daniel Defoe en el género fantástico está datada años antes que su Robinson Crusoe, en 1705, y lleva por título La verdadera historia de la aparición de la señora Veal. La crítica anglosajona, tan encerrada en sus propios referentes culturales, suele calificarla como la primera narración moderna de fantasmas. Desde luego Defoe no trajo por primera vez espectros a la literatura, cuya presencia ya es frecuente en textos de la antigüedad; pero sí es cierto que el tratamiento estilístico escogido por este autor para tratar una anécdota nimia —una mujer recibe la visita de una vieja amiga, para descubrir, después, que ya estaba muerta cuando acudió a su puerta— sitúa a su narración un paso por delante de sus precedentes. Con inteligencia, Defoe renuncia al tono de conseja narrada junto a la chimenea para adoptar un estilo impersonal, casi como una crónica periodística. Con esta argucia formal, desarma la prevención del lector de su época, educado y racional, presentando el suceso no como leyenda inverosímil sino como hechos ciertos, propiciando el escalofrío al introducir lo sobrenatural en un entorno ordenado, familiar, quebrando nuestras seguridades. Esta técnica, que aquí se ensaya por primera vez, caracterizará las mejores ghost stories británicas hasta alcanzar su perfección en la obra de M. R. James, a principios del siglo XX.
Aunque Daniel Defoe no fue un autor especializado en la ficción fantástica —habría que esperar a la novela gótica y al romanticismo para encontrar escritores centrados en exclusiva en este género—, al contrario que otros autores de contribución puntual, el creador de Robinson Crusoe incursionó repetidamente en el relato sobrenatural. Yo, al menos, sin pretender conocer toda su producción, he tenido la oportunidad de leer nueve relatos suyos de tema espectral, sin olvidar otros textos, como su Historia del diablo (1726) o el ya citado Diario del año de la peste (1722), no menos inquietantes. No se me ocurre otro escritor anterior que que haya recalado con tanta asiduidad en tales puertos; aunque, reconozcámoslo, los cuentos de Defoe son de extensión bastante breve.