Del folletín a las «dime novels»: literatura de consumo en días de revolución tecnológica

Hasta la llegada de la automatización a la industria de las artes gráficas, el libro era un objeto caro reservado para gentes acomodadas. Tal vez elijo un ejemplo extremo, al tratarse de una edición lujosamente encuadernada en piel e ilustrada con grabados, pero puede proporcionarnos una idea del importe de los libros saber que la Enciclopedia de Diderot y D’Alambert, en veintiocho volúmenes, acabó costando a sus suscriptores 980 libras de la época, equivalentes a 11.300 euros actuales. Incluso obras de entretenimiento, como las novelas de caballería, eran artículos costosos, por eso Cervantes nos confiesa que su hidalgo manchego se vio en la necesidad de vender «muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer». Por supuesto intentaron los impresores comercializar textos populares para una clientela más amplia, de los que son muestra los pliegos de cordel, folletos impresos con pobreza y de muy pocas páginas como mucho treinta y dos, siendo habitual bastantes menos, donde se narraba en verso crímenes truculentos, hazanas de bandidos o acontecimientos históricos que atraían la atención de las masas.

cordel

La revolución industrial y la inventiva de los ingenieros a la hora de emplear la potencia del vapor para multiplicar la producción, reduciendo costes por unidad, también llegó al mundo de la imprenta. Es significativo que fuera en una naciente potencia como Estados Unidos, cuya Constitución recogía la libertad de expresión y la libertad de prensa, donde se desplegaron las más decisivas innovaciones para la estampación de publicaciones, vigentes todavía en muchos aspectos y solo sustituidas en detalles esenciales con la llegada de la tecnología digital en los años 80 del pasado siglo.

La primera prensa rotativa entró en funcionamiento en Filadelfia en 1846, aunque el invento de Richard March Hoe databa de tres años antes. Incluso aquellos primeros modelos, que habrían de perfeccionarse, eran capaces de lanzar más de diez mil impresiones por hora. Solo se necesitó el añadido, en 1863, de bobinas para la alimentación de papel y el desarrollo de guillotinas y plegadoras automatizadas para que un equipo relativamente pequeño de operarios pudiera llenar los puntos de venta de periódicos de un país entero con el trabajo de una sola noche. Como complemento definitivo, Baltimore vería, en 1886, la aparición de otro ingenio, inventado por el alemán de origen Ottmar Mergenthaler, que facilitaría en extremo el trabajo de las imprentas: la linotipia. Si hasta entonces los cajistas debían componer las páginas colocando los tipos de forma manual uno por uno, ahora podía hacerse fácil y rápido con la ayuda de un teclado.

newyork

Para 1860 el New York Herald tiraba 77.000 ejemplares diarios, una cifra sin igual hasta ese momento, mientras en el mismo año una publicación semanal como el New York Tribune vendía 200.000 ejemplares de cada número. En Estados Unidos ya había entonces una cifra superior a los dos millones de lectores diarios de prensa. Hacia la última década del siglo XIX, el número de lectores de periódicos se había multiplicado por siete y existían cabeceras que alcanzaban o superaban el millón de ejemplares, como el Daily Mail londinense, el New York World de Pulitzer o Le Petit Journal francés

Desde luego de nada habría servido la posibilidad de publicar grandes tiradas a bajo coste si no hubiera existido un público lector para adquirirlas. Pese a que las condiciones de vida de la clase obrera estaban lejos de alcanzar todavía unos mínimos de calidad y a que una educación primaria garantizada por los Estados no se generalizará en Occidente hasta después de la II Guerra Mundial, la alfabetización creció a lo largo del siglo XIX, antes en los países industrializados que en aquellos de economía preferentemente agrícola, y antes en los núcleos urbanos que en las zonas rurales. Así mismo podemos sospechar factores religiosos en la alfabetización generalizada, pues en países protestantes la lectura e interpretación individual de la Biblia es una condición importante para su credo el analfabetismo fue llamativamante inferior al sufrido en muchos países católicos. Suecia tenía alfabetización casi plena en el siglo XIX, pues desde el XVII la ley obligaba a un examen de lectura bíblica anual entre los niños para ser aceptados como miembros de la parroquia. Y lugares como los territorios alemanes y Suiza presumían de cifras excelentes, siempre más favorables entre los hombres que entre las mujeres, discriminadas en el acceso a la educación. A esos países los seguían a no excesiva distancia Gran Bretaña, Países Bajos, Austria y Francia, mientras que Italia, España alcanza el siglo XX con un 50% de analfabetismo, y algunos afirman incluso que superaba el 60% y Portugal, por ese orden, se situaban a la cola de los países atrasados en formación lectora. Solo Rusia les superaba en negativo. Con un sistema servil de sus trabajadores agrícolas que apenas se diferenciaba del feudalismo medieval, era en Europa el más agudo caso de oscurantismo educativo. Más allá del escenario europeo, Japón y Norteamerica alcanzarán pronto una situación adelantada, sobre todo después de la restauración Meiji en el caso asiático y de la Guerra Civil en el americano, aunque aquí a la discriminación sexual se añade la racial: si en 1870 solo un 20% de los ciudadanos estadounidenses blancos era analfabeto, lo era el 80% de los negros. Obviando casos particulares, como el de los países mediterráneos, a partir de 1860 las índices de alfabetización creen de forma acelerada y, para 1900, en las naciones más importantes del globo ya el 90% de la población es capaz al menos de leer.

lectores

Así, en ese siglo que tantas transformaciones presenciará, desde el ascenso de Napoleón a la muerte de la reina Victoria, de la primera locomotora a la telegrafía sin hilos, el fonógrafo y el cine, en ese siglo también de grandes cambios sociales, tenemos una nueva masa lectora que poco a poco irá aumentando su tiempo de ocio y su capacidad adquisitiva. No es necesario acudir a Charles Booth o a Jack London para recordar la existencia, está claro, de un «pueblo del abismo» explotado, excluido y hambriento, incapaz de permitirse el capricho de gastar un penique en una novelita sensacionalista; no obstante, el discurrir de las grandes ciudades superaba la dicotomía entre un puñado de empresarios y un muchedumbre obrera, e irían formándose capas intermedias. En los núcleos urbanos tenemos miles de funcionarios de la administración pública; maestros de escuela, contables y escribientes; militares, carteros y policías, mecánicos y maquinistas; taberneros y panaderos; abogados, médicos, corredores de bolsa y agentes inmobiliarios; tenderos, sastres, relojeros, orfebres, actores, músicos, periodistas… Si el público burgués aupó la novela a su condición aún vigente de género literario predilecto, ese ejército de lectores entre los funcionarios, los profesionales y los trabajadores manuales aventajados también adoptará la novela como modo de entretenimiento en sus manifestaciones más simples y estimulantes, mediante historias de amor, drama, misterio y aventura que les alejan de su aburrida cotidianidad.

Francia, con una educación que se hizo gratuita en sus primeros escalones a partir de 1833 y una prensa muy poderosa —solo debemos recordar el papel jugado en el encarnizado debate político sobre el caso Dreyfuss—, se puso a la cabeza en la producción de publicaciones populares que, además del atractivo de sus contenidos ilustrados donde desplegaban todas las maravillas del planeta, ofrecía relatos y novelas seriadas como plato habitual. En muchas ocasiones el folletín —del francés feuilleton, pequeña hoja— se convertiría en un factor importante para fidelizar a los lectores, pues seguían las desventuras de sus personajes favoritos con la pasión que hoy el público reserva para las series de televisión de mayor éxito.

Una de las cabeceras veteranas, El Journal des Débats, que había empezado a publicarse en 1789, recogió en sus páginas a partir de 1842 las noventa entregas de la obra más famosa de Eugène Sue, Los misterios de París, creando escuela, además de contar con Balzac, Hugo o Nodier. Le Siècle, de 1832, nos regaló la inmortal Los tres mosqueteros de Dumas, autor también presente en Le Monde Illustré, inaugurado en 1857, junto a Paul Féval, Theophile Gautier o George Sand. Le Gaulois, de 1868, dispuso por su parte de Maupassant y Zola en su nómina de narradores. Y quizá la publicación más simbólica de la explosión de la prensa popular sea Le Petit Journal, nacido en 1863, al alcanzar en 1890 la tirada de un millón de ejemplares, y seriar en sus páginas las novelas de drama e intriga de Émile Gaboriau y Ponson du Terrail, el padre de Rocambole.

PetitJournal1899

El folletín supuso un medio de vida para muchos autores. Algunos, como Dumas, Feval, Eugène Sue o Ponson du Terrail se convirtieron en especialistas que con frecuencia contrataban colaboradores no confesados para ayudarles a entregar sus cuota de cuartillas. Otros, como Emile Zola en Los misterios de Marsella, lo practicaron por encargo, como modo de poner un plato en su mesa al tiempo que preparaban obras de distinta ambición. Se escribía rápidamente, se hinchaba el texto con mucho diálogo y puntos y aparte, se estiraban las tramas mientras los lectores mantuvieran el interés por lo que se estaba contando.

Estamos hablando de un fenómeno universal presente en cualquier país donde se publicara prensa periódica. El formato no es indicativo de la calidad del texto, pues casi cualquier escritor de la época publicó en ese medio, llámese Dickens, Dostoyevski, Flaubert o simplemente Xavier de Montépin. Acaso su exposición fragmentada condicionó el ritmo narrativo, imponiendo la obligación de no dilatar el planteamiento y entrar pronto en materia, para así atrapar al lector en las primeras páginas, forzando la necesidad de incluir en cada capítulo algún elemento de interés y obligando a cerrar el episodio con un enigma o una escena de tensión sin resolver, con vistas a que los lectores regresaran el día siguiente. Si la novela tenía éxito, a instancias del editor debía alargarse la trama, traer nuevos personajes o intercalar episodios paralelos para así maximizar el beneficio; por el contrario, cuando el número de lectores decaía, se cerraban todos los arcos argumentales sin contemplaciones.

bovary

Si la inclusión de folletines al lado de noticias, reportajes, artículos de opinión y avisos tuvo tuvo tan buena acogida entre el público, fue consecuencia lógica que pronto surgieran revistas dedicadas a ofrecer solo ficción literaria. Una de las pioneras y más duraderas fue Blackwood’s Magazine, sobre la que el ácido Poe se permitió algunas ironías. Fundada en Edimburgo en 1817, se convirtió en vehículo de expresión de los poetas románticos, pues recogió firmas como las de Coleridge y Shelley, cedió espacio a la elegante prosa de Thomas de Quincey y contribuyó a la difusión del relato de terror, entre cuyos cultivadores se encontraban James Hogg y Margaret Oliphant. En Blackwood’s, Joseph Conrad publicó El corazón de las tinieblas.

El rey de la novela británica, Charles Dickens, fundó su propia revista, All the Year Round, donde además de seriar sus obras, entre 1859 y 1895 publicó las de otros interesantes escritores contemporáneos, como Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Edward Bulwer-Lytton o Joseph Sheridan Le Fanu, con sus ya clásicos cuentos de miedo. Pero si hay un nombre que sigue siendo familiar para los lectores es The Strand, por primera vez a la venta en enero de 1891 y alcanzando pronto una tirada de 300.000 ejemplares que se mantuvo hasta los años treinta. Si las colaboraciones de escritores como H. G. Wells, Rudyard Kipling, P. G. Wodehouse o Agatha Christie no hubieran bastado para asentar su fama, mencionar que en sus páginas Arthur Conan Doyle narró las aventuras de Sherlock Holmes justificaría la excelente reputación de la revista.

En España el primer caso de una publicación de similares características fue El Artista, en el periodo 1835-1836, obviando que además de ficción llevaba entre sus contenidos artículos y críticas sobre literatura, música y artes plásticas. De existencia breve, la sustituirían de inmediato otros títulos como El Semanario Pintoresco Español o El Museo Universal.

Blackwoods

Aunque se confunden a menudo los términos, no es lo mismo el folletín diario que la novela por entregas semanales. Si el folletín aparecía en los faldones o en una sección del periódico, compartiendo espacio con otros contenidos, la novela por entregas se publicaba exenta, en forma de fascículos, que podían gozar de un servicio de cobro y reparto a domicilio para sus suscriptores. Como hemos señalado, ante el precio prohibitivo del libro encuadernado las clases menos pudientes tuvieron con este modo de distribución un acceso a la ficción aparentemente barato; si bien, sumando el precio de cada una de las entregas, podía descubrirse que acababa resultando bastante oneroso para el comprador y un negocio magnífico para los editores. La novela por entregas se prestaba a los vecinos, se intercambiaba, se leía en grupos, con lo cual cada fascículo acababa obteniendo un público bastante extenso.

Como el folletín diario, la novela por entregas semanal saltó fronteras y se convirtió en una práctica editorial muy extendida. Juan Ignacio Ferreras, quien ha estudiado con detalle este modo de publicación, estima que solo en España, con tasas de analfabetismo muy superiores a la media europea, como hemos dicho, hubo un centenar de autores consagrados a la redacción de estas novelas durante el periodo comprendido entre 1840 y el fin de siglo, que sumarían probablemente un par de miles de títulos, con tiradas estimadas entre 4.000 y 15.000 ejemplares. Algunos de esos autores profesionales de la novela por entregas fueron Wenceslao Ayguals de Izco, Manuel Fernández y González, Julio Nombela y Ramón Ortega y Frías. Incluso escritores después célebres, como Vicente Blasco Ibáñez, se acogieron a esta forma de comercializar sus primeras obras, como ocurrió con La araña negra, ¡Viva la República! y Los fanáticos, publicadas por entregas en el periodo que va de 1892 a 1895.

aranya

Una variedad de la novela por entregas con personalidad propia fueron los penny dreadfuls británicos, a los que podríamos traducir como «espantos a penique». Herederos de los chapbooks vendidos por los buhoneros desde el siglo XVI, folletos de tamaño bolsillo que incluían desde almanaques a baladas, panfletos políticos o textos religiosos, el equivalente británico a aquellos pliegos de cordel hispanos, los penny dreadfuls se caracterizaron por ofrecer historias escalofriantes donde el crimen y el horror se apoderaban del argumento. Uno de los más célebres fue el consagrado a Sweeney Todd, donde se desarrollaba la extendida leyenda urbana del barbero asesino que luego elaboraba salchichas con la carne de sus víctimas. Apareció por primera vez en forma impresa entre 1846 y 1847, protagonizando el serial El collar de perlas, obra publicada anónimamente, como la mayoría de la literatura en ese formato, por lo que los estudiosos aún no se han puesto de acuerdo sobre su autoría, apostando unos por James Malcolm Rymer y otros por Thomas Preskett Prest.

A esos mismos dos autores se les adjudica, sin llegar a una conclusión, otro de los hitos de los penny dreadfuls: Varney el vampiro o El festín de sangre, novela publicada entre 1845 y 1846. En definitiva, es muy probable que, por su naturaleza puramente comercial, la redacción de estas narraciones saltara de un autor a otro, si alguna circunstancia impedía cumplir con los plazos. De lectura bastante ardua para el gusto actual, Varney el vampiro tiene el mérito histórico de ser la primera novela larga —doscientos veinte capítulos, nada menos— publicada sobre la figura del no muerto bebedor de sangre, inspirándose en el aristocrático Lord Ruthven de Polidori; aunque, al contrario que este o el Drácula de Stoker, tenemos aquí un vampiro que se lamenta de su condición, hasta el punto de cometer suicidio. Anne Rice no inventó nada.

Menos conocido para el público no anglosajón, si bien bastante original y parte del folclore londinense, es Spring-Heed Jack. Su figura nace de la pura leyenda popular, que aseguraba su condición de amenaza auténtica que se había cernido sobre Londres por primera vez en 1837. Los presuntos testigos lo describían con un aspecto aterrador, de rostro diabólico, ojos ardientes, afiladas garras y una capa como alas de murciélago, capaz de dar saltos imposibles para un ser humano. Atacaba a las personas por sorpresa sin otro objetivo aparente que el de asustarles o causarles daños, por lo que se le adjudicó un origen sobrenatural. Tan sensacional personaje, en boca de todos, no podía escapar a la atención de los autores y sus siniestras aventuras acabaron como materia para la ficción por primera vez en 1840, como obra de teatro, aunque protagonizó en 1904 un tardío penny dreadful en cuarenta y ocho entregas escritas por Alfred Burrage.

pennydreadful

Es muy probable que los penny dreadful, con sus llamativas cubiertas ilustradas que invitaban al paseante a soltar unas monedas para llevárselos a casa, fueran el principal modelo para las dime novel norteamericanas. Un dime (moneda de diez centavos) eran el accesible precio de unas publicaciones que empezaron a conocerse a partir de 1860, cuando los editores Erastus e Irwin Beadle lanzaron su Beadle’s Dime Novels, una serie de libritos en rústica. Se asegura que el primero de ellos, Malaeska, la esposa india del cazador blanco, vendió 65.000 ejemplares en pocos meses. No se podía desaprovechar la ocasión y se multiplicó el negocio con la aparición de nuevos títulos. Las novelas tenían una extensión de cien páginas y en un principio la cubierta era únicamente tipográfica, aunque a partir del número 29 de la colección se incorporó una ilustración xilográfica. Con la serie New Dime Novel, de 1874, esa ilustración adoptaría el color, ganando atractivo. Las dime novels crearon algunos de los primeros héroes de la literatura popular norteamericana, como Frank Reade, de 1868, un inventor que protagonizaría aventuras que hoy calificamos como ciencia ficción; The Old Sleuth, primer detective en el formato, en 1876; o Nick Carter, aparecido en 1886, hombre de acción con métodos mucho menos sutiles que los de sus colegas británicos a la hora de combatir el crimen. Donde las novelas de diez centavos obtuvieron el éxito más espectacular, sobre todo, fue el Lejano Oeste, en muchos casos inventado aventuras extraordinarias para personajes bien reales, como en el caso de Kit Carson o Buffalo Bill. Gran parte de la mitología que aún pervive sobre la vida en la frontera se forjó en aquellos años, gracias a la fantasía de escritores como Charles Averill, que en buena parte de las ocasiones jamás abandonaron sus ciudades del norte, donde estaba la industria editorial.

Buffalo bill

Las dime novels tuvieron herederos por todo el mundo y un formato casi calcado, cuando no contenía directamente traducciones de material americano. Se publicaron con bastante éxito en Alemania y Francia, con una producción propia considerable, también en Italia o España. Las novelas de Harry Dickson, que durante un largo periodo escribió Jean Ray adaptando para el mercado de lengua francesa una serie alemana original de 1907, versión apócrifa de Sherlock Holmes, es el ejemplo más recordado hoy de aquellas dime novels europeas, pero el número de sus héroes fue legión. Estas publicaciones populares, cuadernillos con una aventura única y protagonista fijo, acabaría evolucionando hasta convertirse en las revistas pulp, de las que tenemos los primeros ejemplos a partir de 1882, con las cabeceras creadas por Frank Munsey en Nueva York. Pero eso ya es otra historia y merece contarse con detalle…

harrydickson

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