Los hijos del diablo (More Little Monsters, 1973)

Autores: Varios (editan Roger Elwood y Vic Ghidalia)

Colección: Libro Ameno nº 18

Edita: Bruguera, Barcelona , 1977)

Durante la década de 1970, las antologías de relatos de ciencia ficción y fantasía brotaban como hongos, dando a muchos una prueba de muchos autores que raramente aparecían recopilados en las editoriales. El rey de las antologías en esos años era Roger Elwood, un tipo que de hecho ha sido criticado por crear antologías como salchichas, despreocupándose de la calidad del material recopilado. Para muchos fue justamente este trabajo a diestra y siniestra que perpetró el responsable de la destrucción por saturación del libro de antología.

Aprovechando que tenemos una de sus antologías veamos si esto es asi o no.

Específicamente, esta antología se centra en relatos con niños que se relacionan con elementos fantásticos y/o paranormales como ejes del relato. Fantasmitas, brujitas, criaturitas con poderes especiales y asi. Pero vayamos uno por uno

“Dulces para esa dulzura” (sweets to the sweet) de Robert Bloch es un relato sobre una pequeña que parece saber de vudú. Breve y algo predecible.

“La Muñeca que lo hace todo” (The Doll that does everything) de Richard Matheson podría ser un guion de los que escribía para la Dimensión Desconocida, una pequeña fábula moral (esa vez sobre los padres que no se resignan a atender a sus hijos y prefieren que haya ora cosa que los distraiga) con final repentino y trágico.

“¿Amigas?” (Friends?) de Roberta Ghidalia habla de la relación obsesiva y casi parasitaria entre una niña y su gata… porque es gata, no?

“Juego del crepúsculo” (Twillight Play) de August Derleth convierte al juego entre dos niños en un descampado en algo mas temible, sobre todo porque uno no es lo que parece.

“El sombrio tercer piso” (The Shadowy third) de Ellen Glasgow se aparta estilísticamente de los relatos hasta el momento (todos relatos breves, y bastante directos) para llevarnos al relato de fantasmas que hacía furor entre 1880 y 1920, con historias cargadas de clima donde todo esta en la sugerencia. Aquí una enfermera debe cuidar a la esposa de un reputado médico, que parece haber enloquecido tras perder a su hija. Y sin embargo, de a poco se va metiendo en una trama mas turbia… en la que además va apareciendo de la nada la niña que todo el mundo dice que murió.

“La transferencia” (The transfer) de Algernon Blackwood, si bien tiene un niño clave en el climax de la historia, en realidad es un magnifico relato de vampiros psíquicos, con un hombre que puede absorber la voluntad encontrándose en una lucha con un lugar al que le pasa algo similar. Una premisa rara que se soluciona de una manera excelente

“Un futuro color de rosa para Roderick” (a Rosy future for Roderick) de Nelson Bond es una historia contada en clave humorística (con un humor medio mala leche) sobre un irritante pendejo sabelotodo que además resulta ser un mutante con un intelecto mega hiper archi dotado. Si uno piensa seriamente en el final, mas allá del tono gracioso que Bond le impone, la crueldad con la que se resuelve todo es de aquellas. Absolutamente dentro de la incorrección política.

“Brenda” de Margaret St. Claire es una historia de zombies. Y de llegada a la adolescencia. Asi, too a la vez. Extraña sobre todo.

“Mister George” de Stephen Grendon (un seudónimo de Derleth, quien se repite el plato) trata sobre una niña, su padrastro/fantasma/angel de la guarda y sus tíos abusivos. En un punto es un cuento de hadas moderno, con los culpables castigados cruelmente, los inocentes recompensados y un happpy ending. Muy solido. Seria una gran película del genero terrorífico.

“La brujita de la calle Elm” (The Little witch of Elm Street) de Mildred Clingerman es otro elato liviano sobre dos hermanitas, una mayor, simpática y muy inteligente y su hermanita menor, un terremoto viviente que parece poseída por el diablo… Que es lo que sospecha su hermana. Lo mejor de la historia es como nos encariñamos con la hermana mayor, una dulzura de niña.

“Jimmy” de Lester del Rey es, con mucho, el relato mas interesante de la antología. Una historia sobre la perdida de la bondad y la humanidad mientras crecemos. Lo que parece al principio el desvarío de una señora loca se convierte de a poco en la aparición de un fantasma… de alguien que no ha muerto. Todo de a mano de un protagonista que lentamente se va desenmascarando como un ser egoísta y aprovechador. Brillante.

“El hada de los dientes” (The tooth Fairy) de Harvey Jacobs es breve, cruel y de una maldad genial. Podría haber sido un Cuento de la Cripta, una de esas fabulas morales perversas sobre la avaricia humana.

Finalmente, “Robbie, David y el pequeño Dahl” (Robbie and David and Little Dahl) de W. Macfarlane es el único relato ubicado claramente dentro ciencia ficción de la antología. En un mundo de fanatismo religioso, un niño va sobreviviendo cambiando identidades. NO me enloquecio la verdad.

En síntesis, la antología esta buena, con un promedio bastante razonable. NO quiero opinar si esta es una excepción o la regla, pero en lo personal no me podría quejar de lo que los señores Elwood y Ghidalia eligieron poner dentro de este tomito. Se deja leer mas que bien.

Del folletín a las «dime novels»: literatura de consumo en días de revolución tecnológica

Hasta la llegada de la automatización a la industria de las artes gráficas, el libro era un objeto caro reservado para gentes acomodadas. Tal vez elijo un ejemplo extremo, al tratarse de una edición lujosamente encuadernada en piel e ilustrada con grabados, pero puede proporcionarnos una idea del importe de los libros saber que la Enciclopedia de Diderot y D’Alambert, en veintiocho volúmenes, acabó costando a sus suscriptores 980 libras de la época, equivalentes a 11.300 euros actuales. Incluso obras de entretenimiento, como las novelas de caballería, eran artículos costosos, por eso Cervantes nos confiesa que su hidalgo manchego se vio en la necesidad de vender «muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer». Por supuesto intentaron los impresores comercializar textos populares para una clientela más amplia, de los que son muestra los pliegos de cordel, folletos impresos con pobreza y de muy pocas páginas como mucho treinta y dos, siendo habitual bastantes menos, donde se narraba en verso crímenes truculentos, hazanas de bandidos o acontecimientos históricos que atraían la atención de las masas.

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La revolución industrial y la inventiva de los ingenieros a la hora de emplear la potencia del vapor para multiplicar la producción, reduciendo costes por unidad, también llegó al mundo de la imprenta. Es significativo que fuera en una naciente potencia como Estados Unidos, cuya Constitución recogía la libertad de expresión y la libertad de prensa, donde se desplegaron las más decisivas innovaciones para la estampación de publicaciones, vigentes todavía en muchos aspectos y solo sustituidas en detalles esenciales con la llegada de la tecnología digital en los años 80 del pasado siglo.

La primera prensa rotativa entró en funcionamiento en Filadelfia en 1846, aunque el invento de Richard March Hoe databa de tres años antes. Incluso aquellos primeros modelos, que habrían de perfeccionarse, eran capaces de lanzar más de diez mil impresiones por hora. Solo se necesitó el añadido, en 1863, de bobinas para la alimentación de papel y el desarrollo de guillotinas y plegadoras automatizadas para que un equipo relativamente pequeño de operarios pudiera llenar los puntos de venta de periódicos de un país entero con el trabajo de una sola noche. Como complemento definitivo, Baltimore vería, en 1886, la aparición de otro ingenio, inventado por el alemán de origen Ottmar Mergenthaler, que facilitaría en extremo el trabajo de las imprentas: la linotipia. Si hasta entonces los cajistas debían componer las páginas colocando los tipos de forma manual uno por uno, ahora podía hacerse fácil y rápido con la ayuda de un teclado.

newyork

Para 1860 el New York Herald tiraba 77.000 ejemplares diarios, una cifra sin igual hasta ese momento, mientras en el mismo año una publicación semanal como el New York Tribune vendía 200.000 ejemplares de cada número. En Estados Unidos ya había entonces una cifra superior a los dos millones de lectores diarios de prensa. Hacia la última década del siglo XIX, el número de lectores de periódicos se había multiplicado por siete y existían cabeceras que alcanzaban o superaban el millón de ejemplares, como el Daily Mail londinense, el New York World de Pulitzer o Le Petit Journal francés

Desde luego de nada habría servido la posibilidad de publicar grandes tiradas a bajo coste si no hubiera existido un público lector para adquirirlas. Pese a que las condiciones de vida de la clase obrera estaban lejos de alcanzar todavía unos mínimos de calidad y a que una educación primaria garantizada por los Estados no se generalizará en Occidente hasta después de la II Guerra Mundial, la alfabetización creció a lo largo del siglo XIX, antes en los países industrializados que en aquellos de economía preferentemente agrícola, y antes en los núcleos urbanos que en las zonas rurales. Así mismo podemos sospechar factores religiosos en la alfabetización generalizada, pues en países protestantes la lectura e interpretación individual de la Biblia es una condición importante para su credo el analfabetismo fue llamativamante inferior al sufrido en muchos países católicos. Suecia tenía alfabetización casi plena en el siglo XIX, pues desde el XVII la ley obligaba a un examen de lectura bíblica anual entre los niños para ser aceptados como miembros de la parroquia. Y lugares como los territorios alemanes y Suiza presumían de cifras excelentes, siempre más favorables entre los hombres que entre las mujeres, discriminadas en el acceso a la educación. A esos países los seguían a no excesiva distancia Gran Bretaña, Países Bajos, Austria y Francia, mientras que Italia, España alcanza el siglo XX con un 50% de analfabetismo, y algunos afirman incluso que superaba el 60% y Portugal, por ese orden, se situaban a la cola de los países atrasados en formación lectora. Solo Rusia les superaba en negativo. Con un sistema servil de sus trabajadores agrícolas que apenas se diferenciaba del feudalismo medieval, era en Europa el más agudo caso de oscurantismo educativo. Más allá del escenario europeo, Japón y Norteamerica alcanzarán pronto una situación adelantada, sobre todo después de la restauración Meiji en el caso asiático y de la Guerra Civil en el americano, aunque aquí a la discriminación sexual se añade la racial: si en 1870 solo un 20% de los ciudadanos estadounidenses blancos era analfabeto, lo era el 80% de los negros. Obviando casos particulares, como el de los países mediterráneos, a partir de 1860 las índices de alfabetización creen de forma acelerada y, para 1900, en las naciones más importantes del globo ya el 90% de la población es capaz al menos de leer.

lectores

Así, en ese siglo que tantas transformaciones presenciará, desde el ascenso de Napoleón a la muerte de la reina Victoria, de la primera locomotora a la telegrafía sin hilos, el fonógrafo y el cine, en ese siglo también de grandes cambios sociales, tenemos una nueva masa lectora que poco a poco irá aumentando su tiempo de ocio y su capacidad adquisitiva. No es necesario acudir a Charles Booth o a Jack London para recordar la existencia, está claro, de un «pueblo del abismo» explotado, excluido y hambriento, incapaz de permitirse el capricho de gastar un penique en una novelita sensacionalista; no obstante, el discurrir de las grandes ciudades superaba la dicotomía entre un puñado de empresarios y un muchedumbre obrera, e irían formándose capas intermedias. En los núcleos urbanos tenemos miles de funcionarios de la administración pública; maestros de escuela, contables y escribientes; militares, carteros y policías, mecánicos y maquinistas; taberneros y panaderos; abogados, médicos, corredores de bolsa y agentes inmobiliarios; tenderos, sastres, relojeros, orfebres, actores, músicos, periodistas… Si el público burgués aupó la novela a su condición aún vigente de género literario predilecto, ese ejército de lectores entre los funcionarios, los profesionales y los trabajadores manuales aventajados también adoptará la novela como modo de entretenimiento en sus manifestaciones más simples y estimulantes, mediante historias de amor, drama, misterio y aventura que les alejan de su aburrida cotidianidad.

Francia, con una educación que se hizo gratuita en sus primeros escalones a partir de 1833 y una prensa muy poderosa —solo debemos recordar el papel jugado en el encarnizado debate político sobre el caso Dreyfuss—, se puso a la cabeza en la producción de publicaciones populares que, además del atractivo de sus contenidos ilustrados donde desplegaban todas las maravillas del planeta, ofrecía relatos y novelas seriadas como plato habitual. En muchas ocasiones el folletín —del francés feuilleton, pequeña hoja— se convertiría en un factor importante para fidelizar a los lectores, pues seguían las desventuras de sus personajes favoritos con la pasión que hoy el público reserva para las series de televisión de mayor éxito.

Una de las cabeceras veteranas, El Journal des Débats, que había empezado a publicarse en 1789, recogió en sus páginas a partir de 1842 las noventa entregas de la obra más famosa de Eugène Sue, Los misterios de París, creando escuela, además de contar con Balzac, Hugo o Nodier. Le Siècle, de 1832, nos regaló la inmortal Los tres mosqueteros de Dumas, autor también presente en Le Monde Illustré, inaugurado en 1857, junto a Paul Féval, Theophile Gautier o George Sand. Le Gaulois, de 1868, dispuso por su parte de Maupassant y Zola en su nómina de narradores. Y quizá la publicación más simbólica de la explosión de la prensa popular sea Le Petit Journal, nacido en 1863, al alcanzar en 1890 la tirada de un millón de ejemplares, y seriar en sus páginas las novelas de drama e intriga de Émile Gaboriau y Ponson du Terrail, el padre de Rocambole.

PetitJournal1899

El folletín supuso un medio de vida para muchos autores. Algunos, como Dumas, Feval, Eugène Sue o Ponson du Terrail se convirtieron en especialistas que con frecuencia contrataban colaboradores no confesados para ayudarles a entregar sus cuota de cuartillas. Otros, como Emile Zola en Los misterios de Marsella, lo practicaron por encargo, como modo de poner un plato en su mesa al tiempo que preparaban obras de distinta ambición. Se escribía rápidamente, se hinchaba el texto con mucho diálogo y puntos y aparte, se estiraban las tramas mientras los lectores mantuvieran el interés por lo que se estaba contando.

Estamos hablando de un fenómeno universal presente en cualquier país donde se publicara prensa periódica. El formato no es indicativo de la calidad del texto, pues casi cualquier escritor de la época publicó en ese medio, llámese Dickens, Dostoyevski, Flaubert o simplemente Xavier de Montépin. Acaso su exposición fragmentada condicionó el ritmo narrativo, imponiendo la obligación de no dilatar el planteamiento y entrar pronto en materia, para así atrapar al lector en las primeras páginas, forzando la necesidad de incluir en cada capítulo algún elemento de interés y obligando a cerrar el episodio con un enigma o una escena de tensión sin resolver, con vistas a que los lectores regresaran el día siguiente. Si la novela tenía éxito, a instancias del editor debía alargarse la trama, traer nuevos personajes o intercalar episodios paralelos para así maximizar el beneficio; por el contrario, cuando el número de lectores decaía, se cerraban todos los arcos argumentales sin contemplaciones.

bovary

Si la inclusión de folletines al lado de noticias, reportajes, artículos de opinión y avisos tuvo tuvo tan buena acogida entre el público, fue consecuencia lógica que pronto surgieran revistas dedicadas a ofrecer solo ficción literaria. Una de las pioneras y más duraderas fue Blackwood’s Magazine, sobre la que el ácido Poe se permitió algunas ironías. Fundada en Edimburgo en 1817, se convirtió en vehículo de expresión de los poetas románticos, pues recogió firmas como las de Coleridge y Shelley, cedió espacio a la elegante prosa de Thomas de Quincey y contribuyó a la difusión del relato de terror, entre cuyos cultivadores se encontraban James Hogg y Margaret Oliphant. En Blackwood’s, Joseph Conrad publicó El corazón de las tinieblas.

El rey de la novela británica, Charles Dickens, fundó su propia revista, All the Year Round, donde además de seriar sus obras, entre 1859 y 1895 publicó las de otros interesantes escritores contemporáneos, como Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Edward Bulwer-Lytton o Joseph Sheridan Le Fanu, con sus ya clásicos cuentos de miedo. Pero si hay un nombre que sigue siendo familiar para los lectores es The Strand, por primera vez a la venta en enero de 1891 y alcanzando pronto una tirada de 300.000 ejemplares que se mantuvo hasta los años treinta. Si las colaboraciones de escritores como H. G. Wells, Rudyard Kipling, P. G. Wodehouse o Agatha Christie no hubieran bastado para asentar su fama, mencionar que en sus páginas Arthur Conan Doyle narró las aventuras de Sherlock Holmes justificaría la excelente reputación de la revista.

En España el primer caso de una publicación de similares características fue El Artista, en el periodo 1835-1836, obviando que además de ficción llevaba entre sus contenidos artículos y críticas sobre literatura, música y artes plásticas. De existencia breve, la sustituirían de inmediato otros títulos como El Semanario Pintoresco Español o El Museo Universal.

Blackwoods

Aunque se confunden a menudo los términos, no es lo mismo el folletín diario que la novela por entregas semanales. Si el folletín aparecía en los faldones o en una sección del periódico, compartiendo espacio con otros contenidos, la novela por entregas se publicaba exenta, en forma de fascículos, que podían gozar de un servicio de cobro y reparto a domicilio para sus suscriptores. Como hemos señalado, ante el precio prohibitivo del libro encuadernado las clases menos pudientes tuvieron con este modo de distribución un acceso a la ficción aparentemente barato; si bien, sumando el precio de cada una de las entregas, podía descubrirse que acababa resultando bastante oneroso para el comprador y un negocio magnífico para los editores. La novela por entregas se prestaba a los vecinos, se intercambiaba, se leía en grupos, con lo cual cada fascículo acababa obteniendo un público bastante extenso.

Como el folletín diario, la novela por entregas semanal saltó fronteras y se convirtió en una práctica editorial muy extendida. Juan Ignacio Ferreras, quien ha estudiado con detalle este modo de publicación, estima que solo en España, con tasas de analfabetismo muy superiores a la media europea, como hemos dicho, hubo un centenar de autores consagrados a la redacción de estas novelas durante el periodo comprendido entre 1840 y el fin de siglo, que sumarían probablemente un par de miles de títulos, con tiradas estimadas entre 4.000 y 15.000 ejemplares. Algunos de esos autores profesionales de la novela por entregas fueron Wenceslao Ayguals de Izco, Manuel Fernández y González, Julio Nombela y Ramón Ortega y Frías. Incluso escritores después célebres, como Vicente Blasco Ibáñez, se acogieron a esta forma de comercializar sus primeras obras, como ocurrió con La araña negra, ¡Viva la República! y Los fanáticos, publicadas por entregas en el periodo que va de 1892 a 1895.

aranya

Una variedad de la novela por entregas con personalidad propia fueron los penny dreadfuls británicos, a los que podríamos traducir como «espantos a penique». Herederos de los chapbooks vendidos por los buhoneros desde el siglo XVI, folletos de tamaño bolsillo que incluían desde almanaques a baladas, panfletos políticos o textos religiosos, el equivalente británico a aquellos pliegos de cordel hispanos, los penny dreadfuls se caracterizaron por ofrecer historias escalofriantes donde el crimen y el horror se apoderaban del argumento. Uno de los más célebres fue el consagrado a Sweeney Todd, donde se desarrollaba la extendida leyenda urbana del barbero asesino que luego elaboraba salchichas con la carne de sus víctimas. Apareció por primera vez en forma impresa entre 1846 y 1847, protagonizando el serial El collar de perlas, obra publicada anónimamente, como la mayoría de la literatura en ese formato, por lo que los estudiosos aún no se han puesto de acuerdo sobre su autoría, apostando unos por James Malcolm Rymer y otros por Thomas Preskett Prest.

A esos mismos dos autores se les adjudica, sin llegar a una conclusión, otro de los hitos de los penny dreadfuls: Varney el vampiro o El festín de sangre, novela publicada entre 1845 y 1846. En definitiva, es muy probable que, por su naturaleza puramente comercial, la redacción de estas narraciones saltara de un autor a otro, si alguna circunstancia impedía cumplir con los plazos. De lectura bastante ardua para el gusto actual, Varney el vampiro tiene el mérito histórico de ser la primera novela larga —doscientos veinte capítulos, nada menos— publicada sobre la figura del no muerto bebedor de sangre, inspirándose en el aristocrático Lord Ruthven de Polidori; aunque, al contrario que este o el Drácula de Stoker, tenemos aquí un vampiro que se lamenta de su condición, hasta el punto de cometer suicidio. Anne Rice no inventó nada.

Menos conocido para el público no anglosajón, si bien bastante original y parte del folclore londinense, es Spring-Heed Jack. Su figura nace de la pura leyenda popular, que aseguraba su condición de amenaza auténtica que se había cernido sobre Londres por primera vez en 1837. Los presuntos testigos lo describían con un aspecto aterrador, de rostro diabólico, ojos ardientes, afiladas garras y una capa como alas de murciélago, capaz de dar saltos imposibles para un ser humano. Atacaba a las personas por sorpresa sin otro objetivo aparente que el de asustarles o causarles daños, por lo que se le adjudicó un origen sobrenatural. Tan sensacional personaje, en boca de todos, no podía escapar a la atención de los autores y sus siniestras aventuras acabaron como materia para la ficción por primera vez en 1840, como obra de teatro, aunque protagonizó en 1904 un tardío penny dreadful en cuarenta y ocho entregas escritas por Alfred Burrage.

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Es muy probable que los penny dreadful, con sus llamativas cubiertas ilustradas que invitaban al paseante a soltar unas monedas para llevárselos a casa, fueran el principal modelo para las dime novel norteamericanas. Un dime (moneda de diez centavos) eran el accesible precio de unas publicaciones que empezaron a conocerse a partir de 1860, cuando los editores Erastus e Irwin Beadle lanzaron su Beadle’s Dime Novels, una serie de libritos en rústica. Se asegura que el primero de ellos, Malaeska, la esposa india del cazador blanco, vendió 65.000 ejemplares en pocos meses. No se podía desaprovechar la ocasión y se multiplicó el negocio con la aparición de nuevos títulos. Las novelas tenían una extensión de cien páginas y en un principio la cubierta era únicamente tipográfica, aunque a partir del número 29 de la colección se incorporó una ilustración xilográfica. Con la serie New Dime Novel, de 1874, esa ilustración adoptaría el color, ganando atractivo. Las dime novels crearon algunos de los primeros héroes de la literatura popular norteamericana, como Frank Reade, de 1868, un inventor que protagonizaría aventuras que hoy calificamos como ciencia ficción; The Old Sleuth, primer detective en el formato, en 1876; o Nick Carter, aparecido en 1886, hombre de acción con métodos mucho menos sutiles que los de sus colegas británicos a la hora de combatir el crimen. Donde las novelas de diez centavos obtuvieron el éxito más espectacular, sobre todo, fue el Lejano Oeste, en muchos casos inventado aventuras extraordinarias para personajes bien reales, como en el caso de Kit Carson o Buffalo Bill. Gran parte de la mitología que aún pervive sobre la vida en la frontera se forjó en aquellos años, gracias a la fantasía de escritores como Charles Averill, que en buena parte de las ocasiones jamás abandonaron sus ciudades del norte, donde estaba la industria editorial.

Buffalo bill

Las dime novels tuvieron herederos por todo el mundo y un formato casi calcado, cuando no contenía directamente traducciones de material americano. Se publicaron con bastante éxito en Alemania y Francia, con una producción propia considerable, también en Italia o España. Las novelas de Harry Dickson, que durante un largo periodo escribió Jean Ray adaptando para el mercado de lengua francesa una serie alemana original de 1907, versión apócrifa de Sherlock Holmes, es el ejemplo más recordado hoy de aquellas dime novels europeas, pero el número de sus héroes fue legión. Estas publicaciones populares, cuadernillos con una aventura única y protagonista fijo, acabaría evolucionando hasta convertirse en las revistas pulp, de las que tenemos los primeros ejemplos a partir de 1882, con las cabeceras creadas por Frank Munsey en Nueva York. Pero eso ya es otra historia y merece contarse con detalle…

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Una lectura a El misterioso doctor Satán de Paul Ernst

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Seguramente la gran historia de la literatura pulp aún esté por escribirse. Ninguneada durante décadas, despreciada por las corrientes literarias  más “serias” (incluso las vanguardias), la literatura pulp perdió la oportunidad de ser contada como se debe. Muchos datos y detalles yacen perdidos en el olvido y son pocas las semblanzas que nos quedan de aquellos años. Entre las mejores están las de autores que, en edad longeva, llegaron a escribir sus memorias como Frank Belknap Long o Hugh B. Cave.

Por eso, no resulta llamativo que tengamos tan pocos datos de un autor tan prolífico y sustancial para el género como lo fue Paul Ernst. Apenas las migajas oficiales que señalan su lugar de nacimiento y algunos pasos que han quedado registrados oficialmente. Terence Hanley, autor del detalladísimo blog Tellers of Weird Tales, se encargó de hacer un seguimiento de los pasos de Paul Ernst y de señalar que el hecho de haber perdido a sus padres de joven o no tener descendencia, hacen que la búsqueda de cualquier dato biográfico sea en extremo difícil. Las cifras oficiales más probables indican que Ernst nació en el Estado de Illinois (pleno medio oeste americano) un 7 de noviembre de 1899 y murió en Florida un 21 de septiembre de 1985. Estuvo casado y dedicó gran parte de su vida, tras un breve paso por la milicia, a la escritura. A modo de consuelo, queda, como en tantos otros casos, su obra.

Entre sus seudónimos, pueden reconocerse los siguientes nombres: Chris Brand, George Alden Edson, Emerson Graves y Kenneth Robeson. Este último fue el nombre de pluma que le impuso la editorial Street & Smith al contratarlo en 1939 para que se hiciera cargo de la serie de libros de El vengador (The Avenger). La primera novela, que se llamó Justice Inc., puso en relieve que los miembros de este equipo eran auténticos justicieros ya que buscaban venganza a desgracias familiares acarreadas por el mundo del crimen, consagrando sus existencias a destruir y socavar  los bajos fondos. Richard Benson, el icónico protagonista de estas novelas, se sumó a la lista de explotaciones comerciales en la línea de La sombra, Doc Savage, Bill Barnes y competidores como El araña u Operador 5 que eran impresos por las editoriales rivales de Street & Smith.

Ernst, que ya tenía sobre sus espaldas, escrita gran parte de su obra, confirmó su valía como autor. Era sumamente dinámico a la hora de contar una historia y sabía mezclar las idiosincrasias de sus personajes para que los clichés impuestos por los editores no constituyeran un escollo a la hora de desarrollar la aventura. Incluso fue lo suficientemente audaz para incluir un ayudante negro entre los colaboradores de El vengador. Un negro que escapaba tópico de aquellos días (los primeros años de la década del 40), ya que contaba con una educación universitaria y era tan arrojado como sus compañeros a la hora de la acción.

4379786La mirada acerada y el rostro inexpresivo de El vengador (cuyos músculos faciales habían perdido su elasticidad tras sufrir un shock emotivo al perder a su familia en mano de los gánsteres) siempre me recordaron a Rutger Hauer en su etapa de gloria de inicios de los 80. Sin lugar a dudas, hubiese sido la mejor caracterización de este personaje. Desde 1939 hasta 1942, Ernst escribió un total de 24 novelas de inigualable calidad técnica.

Pero Ernst, como todos los pulp writers de aquellos días, tenía una profusa obra sobre sus espaldas. Era un cuentista prolífico y uno de los autores más reconocidos dentro del género weird menace que había creado Harry Steeger para las revistas que salían bajo el sello de Popular Publications. Este género, como todos sabemos, tuvo su inspiración en el teatro guignolesco de cuna francesa. Su hándicap, para los cultores del fantástico, era que todas sus resoluciones debían ser racionales. A pesar de lo extravagante que fuera su desarrollo. La fórmula era sencilla: sexo sugerido, mujeres desnudas —al borde de ser descuartizadas o quemadas vivas—, psicópatas y depravados —por lo general vestidos con sotanas rojas y capuchas en punta—, alguna bruja anciana y feucha, pantanos, atmósferas tormentosas y seudo monstruos arrastrándose en la niebla. Eran relatos estremecedores en su desarrollo cuyas resoluciones mundanas echaban a perder la esencia, necesariamente sobrenatural, que planteaba el relato. Esta fórmula, en los setenta, fue recuperada en gran medida por la editorial Bruguera para su colección de bolsilibros “Selección Terror” (materia para otro post). Eso no quita que autores de la talla de Ernst, Blassingame o Hugh B. Cave, no hayan escrito piezas memorables y maravillosas.

A esta obra, Ernst también sumó relatos de ciencia ficción (muchos de largo aliento) para  la revista Astounding, como The red hell of Jupiter, Marroned under the sea —que tuvo su traducción al castellano por Francisco Arellano Editor—, o The raid of the termites.  Pero su mejor material lo publicó en la revista única, la Weird Tales. Fue en ella donde se editaron sus dos novelas más memorables: The black monarch (serializada en cinco números durante 1930) y el libro que nos compete: El doctor Satán (1935-36).

Ernst-AstoundingLa presente edición en manos de Costas de Carcosa, con una cuidadísima traducción y un memorable estudio introductorio del especialista (y amigo de la casa) Javier Jiménez Barco, constituye un absoluto acontecimiento en nuestra lengua que, como sucede en estos casos, ha pasado bastante desapercibido. El misterioso doctor Satán no sólo compila los ocho cuentos que escribió Ernst para Weird Tales, sino que también recupera sus ilustraciones originales y hasta las cubiertas de Brundage que, con mucho acierto, Jiménez Barco señala que no le hicieron demasiada justicia al personaje.

Terence Hanley, que es un investigador muy intuitivo, traza algunas coincidencias entre los pulps y los primeros comics de superhéroes. La influencia de esta serie fue grande, Terence Hanley dice que tal vez se trató de la primera historia en congeniar dos seres súper poderosos, o sea, a un súper héroe y un súper villano. En este caso serían Ascott Keane y el doctor Satán, el Yin y el Yang en la sempiterna lucha entre el bien y el mal.

Pero, como tantos otros trabajos, la génesis del doctor Satán (que Barco se encarga de detallar) tuvo que ver con un encargo del editor de la Weird Tales, Farnsworth Wright, que decidió darle batalla a las publicaciones de weird menace,  que por entonces arrasaban los kioscos, y hacer lo mismo con un autor de la casa, en plan de cuentos seriados. El invento fue un híbrido extraño, que mezclaba ciencia-ficción, fantasía, esoterismo, terror y weird menace. Tal vez la fórmula fue demasiado para la época, porque el experimento no tuvo aceptación entre los lectores y, tras solo ocho magníficas apariciones, la fórmula cayó en el olvido. A pesar de que la serie inspiró libremente un serial cinematográfico y más adelante fue brevemente homenajeada por Rob Zombie en su opera prima La casa de los mil cuerpos.

Lo más llamativo, en esta obra que reúne ocho cuentos largos —que están vinculados entre sí y que relatan una batalla contra una especie de anticristo encarnado por el Doctor Satán—, es el desparpajo con que Ernst creaba sus argumentos. El primer cuento, llamado simplemente “Doctor Satán” constituye toda una declaración de intenciones al comenzar con un millonario cuyo cráneo estalla en mil pedazos al emerger de su interior un arbusto frondoso. Es difícil sentarse a pensar una forma más estrambótica y bizarra de iniciar un cuento.  “Era como si una mano con muchos dedos pequeños y afilados hubiesen empujado hacia arriba, a través del hueso, con un grueso tronco parecido a un puño brotando desde el cerebro”. Más adelante, el doctor Satán le explica a sus secuaces que lo que busca con esta clase de asesinatos wagnerianos es, justamente, su golpe efecto, su gratuita espectacularidad. Nada de crímenes comedidos para el doctor Satán.

991ff8b72ab952d262a48fb85a41595bHay rastros del folletín francés en la ambientación de la obra de Ernst. Sin tener datos suficientes como para afirmarlo, uno puede elucubrar que el escritor tal vez fue un buen lector de autores macabros y guignolescos como Gaston Leroux, Gustave Le Rouge —Satán, en el relato El hombre que creó al relámpago, desarrolla un protoplasma que puede moldearse a su antojo y con el que puede imitar el rostro de cualquier persona. Algo ya ensayado a través de la cirugía por el inefable doctor Cornelius Kramm, el escultor de la carne, en la obra de Le Rouge—, Leblanc o Maurice Renard. Como ya dijimos, se ven estas influencias en la espectacularidad de sus crímenes, en la ambientación teatral del doctor Satán —sus guaridas subterráneas, sus servidores esclavos y tullidos, su vestimenta extravagante y su identidad resguardada por una máscara carmesí con apariencia de cráneo desnudo que parece extraída del baile de máscaras de El fantasma de la Ópera— y en esa idea de mezclar, en medidas iguales, el esoterismo con los misterios científicos. La ciencia que, en manos perversas, es un vehículo de destrucción masiva y diabólica (lejos ya de las utopías edinsonianas de fines del siglo XIX).

Poco a poco, a medida que se avanza en la lectura y en las farragosas y bizarras aventuras que creó Ernst, la figura del Doctor Satán va perdiendo su apariencia enloquecida, para transformarse en un vehículo carnal del rey de las tinieblas. Keane descubre, en un viaje al otro mundo, que Satán está enraizado místicamente al demonio y que sus caprichos psicóticos son, en realidad, comandos que recibe del inframundo. “Me pregunto si nuestro amigo cubierto de rojo podría realmente ser una encarnación de una fuerza maligna que siempre hemos llamado Satán, aunque él mismo piense que está actuando en una obra” y más adelante también dice: “¿No era concebible que Lucifer fuera solo una personificación y nombre para las motivaciones malignas de las personas, que el Doctor Satán fuera Lucifer o estuviera más cerca de él de lo que nadie había estado jamás?” Estas elucubraciones de Keane se deben a que los actos de Satán son injustificados, ya que el súper villano es millonario y no tiene una necesidad pecuniaria que excuse sus actos vandálicos, en cuyos chantajes exige millones.  Lo que se inicia como un simple argumento de raíces policiales y de bajos fondos se transforma en algo más complejo con implicaciones teológicas y trascendentales donde tiene lugar la lucha de dos símbolos tan antiguos como la humanidad, el bien y el mal en estado puro, que son representados, justamente, por la caracterización trillada de Keane y el doctor Satán y la de los secuaces que acompañan a ambos. En el caso del héroe, su compañero de aventuras, es una mujer que le sirve de secretaria “y algo más”. Con ella el héroe mantiene durante todas las historias una tensión romántica muy bien llevada y además sirve de anzuelo y de talón de Aquiles al héroe invencible. En Satán, sus secuaces son dos seres inenarrables: un contrahecho de aspecto simiesco y un tullido gigantesco que se arrastra con sus dos brazos. Herencia y mañas adquiridas por Ernst como escritor de weird menace.

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En las aventuras que creó Ernst hay material para todos los paladares, desde el terror a la ciencia ficción, desde lo bizarro a lo estrambótico. Combustiones espontáneas, miniaturización, resurrecciones de muertos, ritos vudús, aceleraciones, viajes al más allá, rayos de la muerte y toda una parafernalia rimbombante de horrores.

El misterioso doctor Satán es un ejemplo perfecto de lo que era, es y será la literatura pulp en manos de un escritor con talento, desprejuiciado y con ganas de divertirse. Los clichés son vehículos del ingenio más acérrimo y fantasioso. Es poco probable que este libro vuelva a editarse algún día y que se lo haga con una edición y una traducción tan cuidada como la que realizó Javier Jiménez Barco, por lo cual perderse la oportunidad de obtener un ejemplar, sería un pecado imperdonable en manos del aficionado al género.

Adenda:

Consultado por Árboles Muertos, el amigo Javier Jiménez Barco nos confesó que:

Costas de Carcosa es un sello editorial que cruza a dos editoriales distintas: Barsoom y Pulpture. Cuando apareció, mucha gente me preguntó si eso significaba que Barsoom iba a dejar de existir, y yo aseguré que no. Lo que pasa es que Barsoom saca novedades todos los meses y yo trabajo a toda máquina. Al existir un segundo sello dedicado al pulp clásico, puedo sacar en él materiales que por extensión se quedaran algo cortos para un libro de Barsoom, probar con el formato libro de bolsillo, y contar con la ayuda de la gente de Pulpture, lo cual me permite embarcarme en proyectos que, de otro modo, tendría que hacer solo y, por tanto, descartaría por no tener tiempo.

Es decir, Barsoom sigue por un lado, y los jóvenes de Pulpture siguen, por el suyo, sacando cosas. Pero cada pocos meses nos juntamos y unimos fuerzas para sacar algo entre todos. Eso es Costas de Carcosa.

En cuanto al material del Dr Satán, yo lo conocía desde hacía décadas, cuando preparé un artículo sobre los villanos weird de los pulps de los treinta. Yo ni siquiera había montado Barsoom todavía, pero los planteamientos de las historias pulp tanto del Doctor Death como del Doctor Satán me parecieron tan enloquecidos y tan bizarros, que ansié en secreto que alguien publicará algo de eso en español. Y años después, cuando comencé a hacer una lista de material interesante para Carcosa, me dije, ˈaquí lo voy a sacarˈ”.

Mariano Buscaglia

Mas Mundodisco para todos

Brujerías (Wyrd Sisters, 1988)

Colección: Mundodisco 6

Edita: Martinez Roca, 1992

PIrómides (Pyramids, 1989)

Colección: Mundodisco 7

Edita: Martinez Roca, 1992

¡Guardias! ¿Guardias? (Guards! Guards?, 1989)

Colección: Mundodisco 8

Edita: Martinez Roca, 1992

Autor: Terry Pratchett

Venía remolón, dándome vueltas a la hora de escribir sobre las últimas novelas de Mundodisco que he leído. A veces es así, me da vagancia escribir sobre algo y lo voy estirando. Pero, ojo, no porque la serie decaiga. Por el contrario, a esta altura, Pratchett ya le encontró el tono definitivo a la serie y aquí nos presenta a tres historias fabulosas. Y sobre todo, muy graciosas.

En Brujerías, Pratchett va a agarrar el argumento de Macbeth de Shakespeare y convertirlo en comedia. Para eso va a usar a Yaya Ceravieja (a la que ya vimos en Ritos Iguales) junto a dos de sus compañeras, teniendo que enfrentarse a desgano a un rey usurpador y asesino del rey legítimo, que las quiere inculpar de sus problemas. Además hay un heredero justiciero, un reino enojado, una esposa que azuza al usurpador y unos actores de teatro. Sí, todo muy shakesperiano… hasta que uno lo lee. Porque esto es una farsa de tomo y lomo, con brujas enojonas y provincianas, fantasmas que no quieren serlo, príncipes que no tienen ni idea, tiranos idiotas, y saltos temporales locales. Y Yaya Ceravieja – que en la novela anterior estaba esbozada – acá deviene una fuerza de la naturaleza hecha señora, una suerte de señora de su casa que no quiere saber nada de moderneces, con cero sentidos del humor y un pragmatismo que corta boludos en cantidad. O sea el equivalente juvenil de tu tía abuela, esa que siempre sabe lo que hay que hacer aunque no tenga ni idea y no acepta un no por respuesta cuando decidió que ese es el camino correcto a seguir.

Pasando a Piromides, la parodia va hacia el Antiguo Egipto. Un lugar donde nunca pasa nada, donde todo siempre pasa exactamente igual, donde los faraones gobiernan y mueren para ser convertidos en momias que viven eternamente bajo las pirámides… les guste o no. Y donde le poder energético de las pirámides es real. Tanto que si se hace un poco demasiado grande pues… tenemos problemas con la realidad. Sumemos a un joven faraón que estudió para ser asesino (en la escuela del Gremio de Asesinos de Ankh-Morpokh nada menos) devenido en justiciero nocturno contra su propio reinado, una familia de constructores de pirámides muy ambiciosos, un Sumo sacerdote con n oscuro secreto y un camello que es un verdadero genio de las matemáticas y tenemos los ingredientes para una novela que a mí me tuvo por momento riéndome a carcajadas.

Y en ¡Guardias! ¿Guardias? Conocemos a la Guardia Nocturna de Ankh Morpokh, una de las agencias de protección más inútiles e innecesarias de la historia. Que de repente se topan con una conspiración para que aparezca un dragón y con ello, conseguir un rey que lo elimine y así conseguir un nuevo gobernante en la ciudad… excepto que el dragón no quiere. Y es inteligente. Y jodido. Súmenle a una vieja solterona obsesionada con los dragones, la aparición rutilante del simiesco Bibliotecario de la escuela de magia (si leyeron alguna de las novelas anteriores ya lo van a conocer) y el gran rol del Patricio, gobernante de la ciudad, un tipo que hace que Batman parezca un novato a la hora de urdir planes sobre planes sobre planes. Si bien las tres con muy buenas novelas, esta es simplemente genial. Hay hasta chistes con Harry el Sucio, en una escena que hay que leer para creerla.

Lo vuelvo a decir: si no leyeron nunca alguna novela de Mundo disco no sé qué hacen acá. Vayan y consíganlas. Es perderse una de las mejores sagas de literatura de los últimos cincuenta años.

El enigma de Agustín Pérez Zaragoza

Tal vez guiados por las opiniones de contemporáneos como Larra, que atribuía el éxito de la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas al mal gusto del público, o Mesonero Romanos, que en sus memorias solo le concede el valor de entretenimiento sin demasiado fondo en una época creativamente anodina, durante mucho tiempo el discurso académico apenas prestó atención a la obra de Agustín Pérez Zaragoza, objeto como mucho de unas pocas líneas en sus historias de la literatura. Fue más ocupación de glosadores de la ficción macabra mantener vivo su recuerdo. Casi ninguna antología consagrada a la literatura fantástica española ha dejado de incluir alguna de las narraciones de la Galería fúnebre, y también lo han hecho otras recopilaciones más generales. La primera fue la firmada por Juan J. López Ibor para Labor, Antología de cuentos de misterio y terror (1958), donde aparecía «Bristol o el carnicero asesino». Es sintomática la carencia de cualquier dato biográfico sobre Zaragoza en las notas que, dentro de este libro, se dedican a introducir la figura de cada uno de los autores seleccionados. Muy influyente fue Cuentos de Terror (1963), preparada por Rafael Llopis para Taurus y luego reeditada con algunos cambios en el sumario por Alianza Editorial, donde aparece «La princesa de Lipno o el retrete del placer criminal». La elección de José Luis Guarner en su Antología de la literatura fantástica española (1969), de Bruguera, fue «Dompareli Bocanegra», mientras para la Antología de terror clásico español (1984), de Forum, Carlos José Costas seleccionó «La duquesa de Malfi» y «Blanca María o la condesa de Celán». Curiosamente, la Antología española de literatura fantástica (1992), preparada por Alejo Martínez Martín para Valdemar, renuncia a la participación de Pérez Zaragoza, tal vez porque ya había empezado a correrse la voz de la discutible originalidad de sus relatos. Otras antologías más recientes, como Panteón del gótico español (2016), no han sentido tales escrúpulos.

Lo curioso es que, pese a la presencia de los contenidos de Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas en tantas colecciones de relatos, la obra completa nunca se ha reeditado en forma impresa y el interesado o estudioso hoy debe recurrir a ediciones digitales, como la que ofrece la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Luis Alberto de Cuenca lo intentó en 1977 para la colección Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados, de Editora Nacional; pero hubo de contentarse con un único volúmen que recogía exactamente la mitad de la obra original. Al menos esta edición sirvió no solo para acercar un poco a los lectores unos textos hasta entonces retenidos en los anaqueles de los bibliófilos afortunados, sino también para iniciar una investigación algo más concienzuda sobre la biografía de su autor. Antes de que Luis Alberto de Cuenca redactara el prólogo de su edición, solo Juan Ignacio Ferreras se había ocupado de su figura con algún detalle en Los orígenes de la novela decimonónica (1973).

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Esta lectura parcial de la Galería fúnebre, para la mayoría, y el desconocimiento de las circunstancias de su creación, así como el olvido de otras obras similares escritas por plumas españolas en ese periodo, crearon la impresión de que se trataba una obra excepcional en nuestra literatura. Sabemos ahora que no es así, gracias al trabajo de nuevos investigadores como Míriam López Santos, entre otros. La novela gótica gozó de cierto predicamento entre los lectores españoles en un momento en el que la novela misma se convertía en el género predilecto de la burguesía en toda Europa. Y ese éxito se correspondió con la traducción de no pocas obras inglesas y francesas, al tiempo que se alentaba una producción propia que poco a poco ha ido desempolvándose de los rincones poco transitados de las bibliotecas, como La urna sangrienta, o El panteón de Scianella y La torre gótica, o El espectro de Limberg, de Pascual López y Rodríguez.

Con todo, apenas se sabía algo de Agustín Pérez Zaragoza, primer puntal recordado durante casi dos siglos de la novela gótica española. La aportación de Luis Alberto de Cuenca en 1977 fue listar sus obras adormecidas en los anaqueles de la Biblioteca Nacional, recuperar los comentarios que habían suscitado entre críticos y eruditos, y entresacar algo de información de las escasas líneas que el propio Pérez Zaragoza dedicó a sí mismo. Todo ello apenas sumaba nada.

Desde entonces la digitalización de hemerotecas nos ha ayudado mucho, porque más allá de lacónicas confesiones dentro de sus propios escritos, la mayor parte de cuanto hemos llegado a saber de Agustín Peréz Zaragoza se encuentra en boletines oficiales y notas de prensa. No tuvo amigos que le redactaran un panegírico o enemigos tan cercanos como para usar lo personal en un ataque. Nadie nos contó su vida y, en lo que se refiere a su esfera más íntima, lo desconocemos casi todo. Juntando las piezas desperdigadas del puzzle, llegamos a la conclusión de que nació alrededor de 1780, aunque desconocemos dónde y en qué fecha exacta. En algunos textos escritos en el extranjero suspira por regresar al lado del Bidasoa, lo que no haría absurdo pensar en un origen guipuzcoano o navarro. También se nos escapan las circunstancias de su muerte.

Tuvo algún cargo público durante el reinado de Carlos IV y se puso del lado de los ocupantes franceses durante la Guerra de la Independencia, aunque él se justificaría a posteriori asegurando que su intención era servir mejor a los españoles desde dentro de las filas enemigas. Temeroso de las represalias, en 1813 se vio obligado a huir más allá de los Pirineos, probablemente a Burdeos, antes del regreso al trono de Fernando VII con la firma del Tratado de Valençay. En los años previos a la guerra, Zaragoza había demostrado inquietudes artísticas; de hecho se conservan partituras de composiciones musicales publicadas, como un minué para guitarra datado alrededor de 1801. Aseguraba haber sido un escritor prolífico y que el aprecio por sus textos le habían granjeado el favor de la autoridad y el cargo que ostentaba; si es cierto, toda obra anterior a la guerra se ha perdido y no conocemos ni los títulos.

En la época amarga del exilio, cuando incluso llegó a considerar el suicidio, volcó sobre el papel el primer texto del que sí tenemos noticias. Proclamaba haber encontrado consuelo a su desdicha en la religión y de esta hace apología en su libro publicado primero en Francia y luego reimpreso en Madrid en 1820: El fruto de la Religión en la desgracia o Reflexiones filosófico-morales de un español expatriado, víctima de opiniones políticas, escritas para consuelo de la humanidad afligida. Dedicadas a la tierna y generosa madre patria. Claro que siempre cabe la sospecha de que sea un escrito de descargo ante las autoridades, previendo sospechas y acusaciones, dada su intención de regresar. Por otro lado, se muestra como exaltado antijesuita en otro opúsculo de ese mismo año: Memoria de la vida política y religiosa de los jesuitas, donde se prueba que no han debido volver a España por ser perjudiciales a la religión y al Estado. Escrita en obsequio de Dios, del Rey y de la Patria. Esto no implica que fuera anticlerical, porque la inquina ante la Compañía de Jesús tenía larga raigambre, incluso en otras organizaciones dentro de la Iglesia Católica.

De un año después, impreso igualmente en Madrid como el resto de su obra, es El remedio de la melancolía, la floresta del año, o colección de recreaciones jocosas e instructivas. Obra nueva que contiene lo que se ha escrito e inventado mas agradable por autores modernos hasta el año de 1821, en clase de anécdotas, apotegmas, dichos notables, agudezas, aventuras, sentencias, sucesos raros y desconocidos, ejemplos memorables, chanzas ligeras, singulares rasgos históricos, juegos de sutileza y baraja, problemas de aritmética, geometría y física, los más fáciles, agradables e interesantes. Traducidas y recopiladas de diferentes autores franceses y otro. Publicado en cuatro volúmenes, este popurrí apenas contiene nada de original, como el mismo autor confiesa, aunque algo debieron encontrar inmoral o contrario a la fe en sus páginas, porque en 1827 la obra fue incluida en el Index Librorum Prohibitorum romano.

Agustín Pérez Zaragoza esta particularmente activo en ese 1821 y entrega también a la imprenta Historia de zorrastrones, o descubrimiento interesante de las finas y diabólicas astucias de los caballeros de la industria, rateros y estafadores. Se trata de una traducción del francés en dos volúmenes, con algunos cambios particulares en su redacción por parte del autor español. Aunque no he tenido oportunidad de leerlo y cotejarlo, apunto para futuros investigadores la sospecha de que, vistos los precedentes, quizá la obra que le sirvió de inspiración fuera otra de Cuisin, pues en ese mismo año había publicado una Les Farces nocturnes des contrebandiers et des fraudeurs. Recueil contenant un grand nombre d’anecdotes très-amusantes et très-récréatives, de tours, ruses, finesses et stratagèmes extrêmement ingénieux, comiques ou audacieux, imaginés et employés pour frustrer les droits. Par un ancien douanier. Paris, Corbet, 1821.

Un exitoso producto de su pluma será La nueva cocinera curiosa y económica y su marido el repostero famoso, amigo de los golosos. Tres volúmenes publicados entre 1823-1825 en la imprenta de Eusebio Álvares. Aquí teoriza sobre gastronomía y ofrece recetas.

Inmediatamente después, Pérez Zaragoza publica otros cuatro volúmenes, el último de ellos en 1826, esta vez de una Enciclopedia de la Juventud, o sea Compendio general de todas las ciencias, para el uso de los colegios, escuelas y pensiones de ambos sexos, de nuevo una traducción que el autor español enriqueció a su criterio. De esta obra pedagógica, la parte consagrada a la mitología gozó de una reedición como volumen exento.

De carácter edificante, y también de 1826, es La virtud, o sea, retrato perfecto de un hombre honrado, un compendio de recetas morales. En este caso el autor no confiesa traducción alguna, pero tan aficionado era Pérez Zaragoza a hurgar en obra ajena que la originalidad de esta obra habrá que dejarla en cuarentena a la espera de que algún investigador le dedique un estudio detallado.

Sí son traducciones reconocidas algunos textos autógrafos llegados hasta nosotros fechados en 1830 y que seguramente nunca llegaron a la imprenta. Uno de ellos es La Resurrección de los muertos. Diálogo de los modernos. Desconozco su procedencia, pero dado el historial de Agustín Pérez Zaragoza y que la obra consiste en una serie de diálogos imaginarios entre personajes históricos, la mayor parte franceses, podemos suponer el origen gálico. Otro de esos manuscritos procede de Goldoni, la obra teatral El hombre adusto y benéfico: comedia nueva en tres actos (Il burbero benefico).

Todo lo referido hasta ahora no habría merecido alusión alguna de Agustín Pérez Zaragoza en los tratados sobre literatura decimonónica. Si le tenemos en alguna estima es por la empresa que le embarcará durante 1831: la publicación a costa de su bolsillo de la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas.

La mezcla de lo melodramático y lo moralizante ya venía gestándose y logrando un gran éxito entre el público burgués desde mediados del siglo XVIII con las novelas de Samuel Richardson. Este tipo de narrativa sentimental, aún de corte clasicista, irá poco a poco impregnándose de una nueva sensibilidad más oscura y fantasiosa, como la que ya revela su contemporáneo Edward Young, cuyos Pensamientos nocturnos se publicaron en el periodo 1742-1745, muy pocos años después que la célebre Pamela. Fantasmas y diablos, sepulcros, mazmorras y ruinas a la luz de la luna, tormentas cruzadas por el rayo, bajeles azotados por las olas… Toda esa imaginería se convertirá en cotidiana en la novela de las últimas décadas del ancient régime y servirá como heraldo del Romanticismo. En España nos procura en 1789 las Noches lúgubres, de Cadalso, imitación de Young; pero es la influencia de la novela histórica a la manera de Walter Scott y también los novelistas góticos, en especial Ann Radcliffe y sus émulos, los que acabarán por dejar una huella duradera en la literatura en castellano. Tanta abundancia de traducciones de originales galos y anglosajones llega a preocupar a muchos críticos: «Nuestra nación en otros tiempos original, no es otra cosa en el día que una nación traducida. Los usos antiguos se olvidan y son reemplazados por los de las otras naciones. Nuestros libros, nuestras modas, nuestros placeres, nuestra industria y hasta nuestro modo de pensar, todo es ahora traducido», escribe Mesonero Romanos en 1828.

No obstante, cuando Zaragoza publica sus relatos aterradores, E. T. A. Hoffman sigue inédito en español. Tampoco clásicos de la novela gótica inglesa, como los irreverentes Frankenstein, Vathek o Melmoth se habían publicado aún en la península. Existía, por ejemplo, una versión de 1822 de El monje salida de imprentas francesas para burlar la censura o de El vampiro de Polidori, atribuyéndolo a lord Byron. Sobre todo lo que más triunfa son las traducciones de Radcliffe —tres de sus novelas ya se habían publicado en nuestro país antes de 1831, aunque su obra más famosa, Los misterios de Udolfo aparecería por primera vez un año después que la Galería fúnebre— y arrastran tras ella apócrifos procedentes del francés y textos menores de sus discípulas, como las novelas escritas por Sophie Lee, Elizabeth Helme o Regina Maria Roche. No parece que Agustín Pérez Zaragoza conociera el inglés, aunque se manejaba con soltura en la lengua francesa, así que tuvo a su disposición abundantes obras no traducidas al español.

Muchos lectores españoles, cansados de textos de instrucción religiosas, evocaciones a Grecia y Roma o amores entre pastores, mostraban interés por estas novelas rebosantes de emociones fuertes. No todos los escritores estaban dispuestos a ofrecérselas. Los debates literarios entre «romancescos y clasiquillos», es decir decir entre los seguidores de la nueva invasión romántica y los defensores del baluarte neoclásico, hacían a menudo hincapié en los desafueros de la imaginación excesiva y el gusto enfermizo por lo lúgubre, delirante y pasional. Los detractores de todo lo romántico encontrarían buena argumentación en el sensacionalismo lúgubre de la novela gótica. Así opinaba un crítico anónimo en la Crónica científica y literaria el 16 de noviembre de 1819:

«¿Qué legión de espíritus tenebrosos se ha apoderada de los escritores de nuestros días? ¿Qué sed de horrores atormenta sus desarregladas imaginaciones? Los griegos, en sus obras de imitación. no pintaban otros crímenes sino aquellos que formaban parte de la historia mitológica, y que emanaban de los irresistibles decretos de la fatalidad. Aun en estos casos usaban con mucha parsimonia de las ideas atroces y horrorosas, y no cargaban la mano a la pintura del mal, contentándose a veces con indicarlo. Pero en nuestro siglo hemos adelantado mucho en esta carrera. Gracias a la literatura de los pueblos septentrionales, los personajes de los dramas y novelas son asesinos, salteadores, brujas, magos y corsarios, diablos y hasta vampiros. Sí, señores. Un vampiro es el héroe de cierto poema que se atribuye a lord Byron, por la conocida propensión de este alegrísimo joven a semejantes personajes».

En este panorama, alguien que había vivido en Francia las modas que recorrían Europa decidió tomar papel y pluma y producir una obra a la que augura éxito comercial. Se trataba de una colección de relatos y novelas cortas agrupadas bajo el epígrafe Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas.

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Constaba de doce tomos en octavo con una media de doscientas páginas cada uno 172 tenía el primero; 282 del último, aunque este contenía la lista de suscriptores. El autor firmaba como Agustín Pérez Zaragoza Godínez en la portada y como Agustín Zaragoza y Godínez en la dedicatoria a la regente Doña María Cristina de Borbón. Se estampó en la imprenta de J. Palacios, en la calle del Factor, que al menos en la segunda década del siglo XX todavía estaba en actividad, aunque con sus talleres trasladados a Arenal 27. En Madrid estaba a la venta en la librería de la viuda de Cruz, «frente a las covachuelas». El autor y financiador de esta empresa literaria preparó un prospecto con las características y contenidos de la edición, a la espera de captar suscriptores o compradores de números sueltos. De este prospecto, que pasaría a formar parte del libro como texto del «Prolegómeno», hizo una amplia difusión en la prensa de la Corte. Posteriormente, en lugares como el Diario de avisos o El Correo fueron apareciendo recordatorios, a medida que se publicaba cada uno de los nuevos volúmenes.

El medio periodístico que más se ocupó de la obra de Pérez Zaragoza fue el Boletín de Cartas Españolas, publicado por el afrancesado José María de Carnerero tras regresar a Madrid de su exilio parisino, siguiendo el modelo de la Revue Française. Durante su primer año de vida, 1831, en la sección de «Miscelánea», donde igual se habla de un temblor de tierra que de un espectáculo de fieras, aparece en la página 200 una reseña de la obra de Pérez Zaragoza:

«PUBLICACIÓN NUEVA. — Pocas habrá, entre cuantas se ofrecen al Público, que presenten un título más sorprendente que la que se se anuncia en un Prospecto que tenemos a la vista. Su autor, D. Agustín Pérez Zaragoza Godínez, si la venta de su libro corresponde al aliciente, puede luego contar con que le ha caído la lotería. Por de pronto digo que hay que apostar ciento contra uno a que no ha errado el cálculo. ¿Qué niño, qué criado de servir, qué aguador de fuente, qué artesano por las noches de invierno, qué dama sentimental y patética, dejarán de saborear el deleite que han de proporcionarle las páginas que se están imprimiendo en casa de Palacios? ¿Y en qué Palacios ni en qué chozas, tómese la cosa por alto o bájese al vuelo, dejarán de dar pasto a la curiosidad las inauditas e incomparables aventuras con que rechinan las prensas de la calle del Factor? Bromita parece; pero no lo es, y desde luego preveo las convulsiones, las agitaciones nerviosas, los calofríos y trasudores que amenazan a la turba leyente. Para que no se diga que exagero, ni me tenga por visionario, me limitaré a copiar el título de la enunciada obra y dice así:

»OBRA SINGULAR, osea GALERÍA FÚNEBRE de especros y sombras ensangrentadas; o bien: El historiador trágico de las catástrofes del linaje humano; colección curiosa, instructiva y divertida de prodigios, acontecimientos maravillosos, apariciones nocturnas, sueños espantosos, delitos misteriosos, fenómenos terribles, crímenes históricos y fabulosos, cadáveres ambulantes, cabezas ensangrentadas, venganzas atroces, casos sorprendentes; y en fin, un cuadro histórico de los tristes efectos de las pasiones humanas, para lograr las fuertes emociones del terror, que son las que inspiran horror al crimen.

»Solo resta que añadir que esta Galería fúnebre constará de unas treinta historias trágicas, interpoladas de algunas novelas, y que hay que acudir para adquirirla a la librería de la viuda de Cruz. Aunque dicha librería es fronteriza a las Covachuelas, no se crea por eso que la lectura del Historiador trágico sea cosa de juguete.»

Aunque sabemos que en las páginas de Cartas españolas colaboraron Estébanez Calderón, Mesonero Romanos, Ventura de la Vega y Bretón de los Herreros, entre otros, ignoramos la autoría exacta de esta reseña, como tampoco la de las que seguirán. En la página 228 —cada entrega tenía dieciocho páginas, sin fecha impresa, pero llevaban numeración correlativa para ser encuadernadas en tomos—, vuelven a ocuparse de lo que parece haberse convertido en fenómeno, al principio con comentarios que parecen tomarse con sorna el éxito; después con franca admiración. En este caso arranca en la misma primera página, bajo el título de cabecera:

»PUBLICACIÓN NUEVA. Galería fúnebre, o sea El historiador trágico. Obra de don Agustín Pérez Zaragoza Godínez.

»Hemos hablado de la obra singular, que con título Galería fúnebre debía darse a la luz. En la Gaceta del 25 del corriente ha circulado con efecto el Prospecto. Dijimos que esta producción tendría gran despacho… Dígalo el librero, que el primer día no tuvo manos para apuntar suscripciones y despachar ejemplares. La obra es terrible; ¿pero quién duda de la eficacia de la mostaza, cuando se trata de que las salsas sean picantes?

»Desde luego volvemos a asegurar que con esta publicación le ha caído al señor Zaragoza la lotería. La venta del libro ha de tocar en locura; y para Zaragoza, lo mismo que para otra ciudad, pueblo, aldea o villorro, este lucrativo modo de loquear es lo que se llama encontrar la piedra filosofal. En cuanto a nos, hemos leído los dos primeros tomos y hallado en ellos un interés extraordinario. El que lea un volumen, leerá los siguientes. En el primero se halla la historia de Bristol o el Asesino carnicero, y la de la Morada de un Parricida. El segundo contiene La Princesa de Lipno y El alcaide de Nochera. Los extravíos y horrores a que suelen concudir las pasiones amorosas, cuando no hay freno que las contenga, forman por lo regular el fondo de las aventuras que se describen en esta obra. Por eso dice el señor Zaragoza Godinez en su Prolegómeno o Introducción analítica, que al ver sus historias “se estremecerán sus lectores, perderán sus facultades intelectuales y se inflamará su corazón”. Sabemos muy bien que este es un modus loquendi, y convenimos con el autor en que la lectura de los grandes infortunios del hombre no deben tener el simple objeto de la diversión, sino también el de preparar el camino a todas las desgracias de la condición humana. Familiarizarse con la imagen de la adversidad, puede ser a veces muy conveniente para saber evitarla.

»El autor no presume que su obra no sea criticada, y de antemano prevé quienes serán los que más se ceben en su censura. Conviene oírle a él mismo, en ciertas pinturas que presenta:

»”Si esta obra (dice) llegase a manos de un petimetre, de los muchos que hay tan ignorantes como afeminados, y que nunca conocieron el placer de las grandes impresiones del alma, es posible que al momento la arroje con desprecio, sin haberla leído. Siempre tonto, siempre lleno de ámbar y de insolencia, empalagoso en todas partes, no podrá distraer su vista, consagrada exclusivamente al tocador, ni revivir sensación alguna, aunque sea la copa emponzoñada de Rodoguna”.

»Para pintar lo superficiales que suelen ser semejantes entes añade:

»”En el momento mismo en que Orestes, cruelmente vendido por Hermione, despliega sus furiosos celos, he visto yo en el teatro a un Adonis, de estos que hoy día se conocen por el nombre de lechuguinos, merengues, suspirillos y otros, salir de un palco con la mayor indiferencia y frialdad, haciendo ruido con aire burlón, y marcharse a hacer señas y carantoñas con sus gemelos a otro palco, interrumpiendo la atención del público. Este mono tiene muchos imitadores”.

»Las mujeres críticas, que podrán no gustar de esta obra, dan también materia a los epigramas del señor Godinez. Oigámosle:

»”También hay en el bello sexo muchas figureras remilgadas, que con unos paracaídas por gorros llaman a todo el mundo la atención en el palco. Y estas, en la escena más sorprendente de una pieza, momeras de profesión, revientan de risa o más bien afectan reírse, por enseñar el esmalte de sus dientes y el carmín de sus labios de rosa, color comúnmente prestado. Los chulitos que las rodean, la espalda al actor, apuntan en todas direcciones con su lente, hacen mil movimientos, se componen el pelo ensortijado y salen con sus gesteras del teatro… Los aplausos no son ya de gente de tono: un caballerito comme il faut, es decir, un elegante, un lechugino, un flamante, un merengue, debe tener un gusto estragado sobre todas estas cosa, y fuera vergonzoso tener el menor sentimiento de aquellos que inspira la misma naturaleza. Es, pues, inútil escribr para esta clase de entes, que hasta en su figura degeneran de la especie humana: muñecos almivarados, pajas doradas que nunca fueron más que el simulacro de la virilidad, etc.”

»Así como el autor explica los efectos que la lectura de su obra podrá producir en loso varones, da una pincelada sobre los resultados que producirá en las hembras que la lean. La descripción siguiente es digna de figurar en este extracto. Dice así el señor Godínez:

»”La joven que, hallándose en su cuarto, en medio de un desierto lleno de malezas y bosques, no teniendo otra música que los gritos lamentosos de lechuzas y mochuelos, en una noche tempestuosa, tuviese el arrojo de ponerse a leer esta Galería fúnebre, graduaría de imprudente muy en breve su resolución; pues ya veo erizados sus cabellos, palpitar velozmente su corazón y ofrecer en sus ojos la imagen del terror. La situación de esta señorita debe ser muy crítica, si llevada de su afición a esta clase de obras horrorosas se le ocurre tomar un tomo de la Galería mientras la rinde el sueño. Es media noche: hora fatal del crimen y del silencio. Este es el momento que ha escogido para leerla; más apenas lee algunas páginas, se llena de inquietud, mira a todos lados, tiembla, se atraganta, se abraza de una silla, se erizan sus cabellos, ve revolotear fantasmas espantosas detrás de su asiento… Un espectro en su alcoba, corviéntense en figuras espantosas los dobleces de sus cortinas, cruzan duendes por todas partes; sus vestidos, colgados de una percha, son ya en su imaginación fantasmas que la amenazan con feroces miradas; su gorro, adornado de guirnaldas, al través de las sombras de la luz, es un dragón volando; oirá el estruendo de cadenas estrepitosas; y en fin, tal será el estado de su imaginación que hasta el gato será para ella un ser mágico sospechoso y todo se le transformará en visiones. Últimamente, para colmo de su desgracia, el viento agita y hace crujir las puertas, y cree ser una cuadrilla de asesinos que sube sordamente la escalera. Se arrebata: su primer impulso es arrojarse de la cama. Se arroja, en efecto, y con tal celeridad y aturdimiento que apaga la luz; quiere tirar de la campanilla, no acierta. Grita. Se enreda en las cortinas y, no dudando ya de que la detiene una mano homicida, se queda inmóvil y cae desmayada. Se anuncia entretanto la aurora y, al presentarse el brillante astro luminoso, vuelve en sí despavorida; respira con libertada y, examinando con espíritu tranquilo los objetos de sus visiones, se ríe y se avergüenza de su pusilanimidad.”

»Por fin dejemos a la señorita, vuelta en sí, después de tan tremendas angustias, dar gracias al señor Godínez por el buen rato que la ha proporcionado y si, generalizando algo más el cuadro, queremos enriquecer el efecto que producirán estas lecturas, no tenemos más que trasladar las breves líneas siguientes:

»”Mayor será el placer y diversión de las tertulias y reuniones que comúnmente hay en las lóbregas y mugrientas cocinas de las aldeas, en las que nunca falta un sacristán o barbero que entretenga a las viejas con cuentos o lea algún libro para que bailen el huso y no se duerman, pues a cada página de Galería se mirarán unos a otros, con sus caras macilentas, clavándose los ojos, espantados al oír tan tristes tragedias y casos tan lastimosos.”

»En vista de los dicho, ¿habrá quien dude que tiene muchísima razón el autor cuando, ponderando el motivo de su obra, establece que “bien coloque la escena en la abrasadora Andalucía o bien transporte a la mortífera Calabria, bajo los fuegos del cielo italiano, por todas partes se lisonjea de poder inspirar el mayor interés”?

»Hace muy bien el señor Godínez de aconsejar al lector que le siga a la luz opaca de sus lámparas lúgubres, hasta aquellas sinuosidades pérfidas y catacumbas infernales; y nosotros también le aconsejamos que vaya a la librería de la viuda de Cruz, y que se suscriba a esta obra singular y extraordinaria. Así será sin remedio, y desde luego anunciamos al señor Godínez que el despacho de su libro no será menos portentoso que le material que le compone. Como especulación de librería, creemos que el Espectador trágico tendrá mucho de cómico y de ameno para el que le ha escrito.»

No toda la prensa en aquellos días se limitó a reproducir reseñas más o menos elogiosas o a ponderar lo que se estaba convirtiendo en fenómeno, en un verdadero éxito de ventas. El 8 de julio de 1831, el Correo de Madrid publicaba una carta abierta de una pareja de escritores, Julián Anento y Benito Sebastián Castellanos, que no solo cuestionaban la originalidad de la Galería fúnebre, sino que también se titulaban como damnificados por la actividad editora de Agustín Pérez Zaragoza:

»CORRESPONDENCIA. CRÍTICA.

»Señor editor: acabamos de ver con sorpresa un larguísimo prospecto, por el que ofrece al público el Sr. D. Agustín Pérez Zaragoza Godínez una famosa Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, de la que tiene la gracia de llamarse autor. Tanto por este engaño con que el dicho señor pretende elevarse, cuanto porque la obra que está publicando con el modesto y más adecuado título de La poderosa Themis o los Remordimientos de los malvados es la misma, y aún podría decirse que tal vez es el modelo por donde se hayan escrito las exageradas catástrofes del linaje humano, pues que apenas se muda el lenguaje, nos vemos como verdaderos traductores y legítimos autores de tres novelas aumentadas en dicha obra en la precisión de hacer al público una sencilla manifestación para que aparezca cada uno como realmente sea. En los dos tomos publicados hasta ahora de la fúnebre galería se comprenden cinco novelas de las que están ya publicadas en La poderosa Themis, que son: Bristol o el Carnicero asesino con el nombre de El Carnicero inglés o La lámpara pavososa; La morada de un parricida, con el de El Parricida; La Princesa de Lipno con el de La Morada del asesino, y La bohemiana de Trebisonda, esta ya impresa en el tomo cuarto y último de nuestra obra, que va a publicarse en breves días con el mismo título.

»Acaso la anunciada para el tomo tercero con el nombre de La Duquesa de Malfi será, según es de esperar, alguna como las anteriores; pero por lo menos prevenimos al público que las Catacumbas españolas aunque se hallan en el original francés no nos pareció decorosa traducirla, por ser un cuadro ridículo de horrorosos excesos supuestos en la gloriosa guerra de la independencia contra los franceses, cometidos por los partidarios que en aquella época fueron héroes defensores de la península y de nuestro amado Soberano, pues aunque algunos de ellos hayan posteriormente desmentido de sus intentos, en aquellos tiempos no por eso los deja de citar la historia como beneméritos en el año de 1808; y aunque, como supone el autor francés de la Galería, fuesen verdaderos sus crímenes, no estaba en nosotros sino desmentirlos: esta razón, y lo poco que favorece a la religión este escrito, es lo que nos movió a no traducirlo, y la razón última fue la que nos movió a no hacerlo tampoco de la denominada La Guerité de la religieuse ou la Vestaie prevaricatrice, la cual ofendería a nuestros religiosos lectores, pues por mucho que ambas se disfracen no puede ser tanto que no ofenda a nuestras sanas costumbres. En vista de estas razones, el público podrá juzgar si es o no justa la reclamación de os traductores de La poderosa Themis, mayormente cuando además de verter las ideas de las dos obras que les han servido de original, han hecho una porción de reformas, la han aumentado con tres de su propio caudal y añadido con ciento y tantas notas geográficas, históricas y mitológicas.»

Poderosa Themis

Aunque en aquella época la protección de la propiedad intelectual no contaba con las actuales garantías, la acusación de plagio era suficientemente deshonrosa como para que Agustín Pérez Zaragoza se apresurara a responder, publicándose su argumentación una semana después:

«Señor Editor del Correo. Muy señor mío:

»Aunque me sea sensible ocupar el periódico de vmd. con artículos que algunos tacharán quizá de impertinentes, mi honor, y más que todo la circunstancia de haber admitido nuestra amada Soberana con la bondad que la caracteriza la dedicatoria de mi obra, Galería fúnebre, y publicarse esta bajo la Real protección del Rey nuestro Señor (que Dios guarde), me imponen la imprescindible obligación de responder al artículo firmado por D. Julián Anento y D. Benito Sebastián Castellanos, inserto en el número 468 de este periódico, lo que de otra manera no hiciera, por ser demasiado precioso el tiempo para perderle en defensas cuando no hay delitos, y en dar satisfacciones en vez de pedirlas por insultos combinados con sofismas, a los que el silencio es la contestación más prudente, si no mediase también un público respetable y demasiado benigno para mí, a quien cautelosamente se ha intentado fascinar, y a quien yo reverentemente suplico me haga justicia, teniendo en consideración al intento lo que con la debida moderación voy a decir.

»La crítica es una cosa muy cómoda, porque cuando se ataca con una palabra sola por débil que sea, es preciso ocupar páginas para desvanecerla; sin embargo pienso no ser muy difuso para lograrlo, pues el sol y la verdad abaten la niebla y la calumnia solo con su presencia. Tengo en mi favor la luz de la razón que reside en todos los hombres, y esta siempre disipará, como dice L’Harpe, los más brillantes sofismas: L’sprit humain fait en vain des efforts pour corrompre la verité; elle laisse toujours quelque trace lumineuse que la fait reconnaitre.

»Los señores articulistas, verdaderos traductores y legítimos autores de La poderosa Themis o Los remordimientos de los malvados, me acusan ante el tribunal de la opinión pública de que, siendo las novelas que comprenden los dos tomos publicados de mi obra las mismas que ellos han traducido en la suya, tengo la gracia de llamarme su autor. Lástima es que haya yo gastado el tiempo, la paciencia y el dinero en componer e imprimir el larguísimo prospecto de la Galería fúnebre, y los no cortos prolegómeno e introducción analítica con que principia el primer tomo, a fin de que (como digo a la página 22 de este) todo el mundo sepa lo que compra, y nadie se diga engañado, pues a pesar de la claridad y extensión con que me explico todavía hay quien no me ha entendido como deseaba. Me lisonjeo de que no habrá muchos de este número, porque serán pocos los que juzguen con las miras de los autores del artículo a que contesto.

»El que quiera tomarse el ligero trabajo de pasar la vista por el prospecto y prolegómeno de la Galería, no podrá menos de tachar de injusta y temeraria la acusación de los Sres. Anento y Castellanos. Léase el párrafo tercero del prospecto, donde digo: “Si algunas novelas fundadas en la sana moral suelen producir efectos saludables, con mayor causa parece deben lograrse presentando acontecimientos verídicos, horrorosos y sorprendentes, como los que en esta obra consagra su autor a la virtud contra el vicio, tomados los unos de varias obras, y los otros compuestos originalmente sobre los casos que nos han trasmitido las diferentes historias de las naciones.” Léase también el prolegómeno, página 10, donde con distintas palabras repite lo mismo: “Si algunas novelas fundadas en la sana moral suelen producir efectos saludables en las criaturas, con mayor causa deben lograrse estos presentándolas acontecimientos verídicos, horrorosos y sorprendentes, como los que en esta obra se consagran a la virtud contra el vicio, tomados los unos de algunas obras, y los otros sacados de las diferentes historias de las naciones”. Léase igualmente la introducción analítica, donde digo a la página 49: “Pero vaya una introducción (dirán algunos al ver estas digresiones); mas no es intempestivo lo que ilustra sobre la materia y efectos que debe producir una obra; y en caso de ser demasiado prolijo un autor en sus prólogos, siempre merecerá la indulgencia de sus lectores, cuando su profusión se dirija a manifestar su buena fe y sinceridad, y darles la muestra del paño que compran”.

»Diga ahora toda persona imparcial si pretendo elevarme con engaños, y si quiero aparecer de otro modo que como realmente soy.

»Para que pudiese acusárseme con fundamento de que trataba de engañar al público sería necesario se me probase, no que algunas historias de mi colección son traducidas, pues esto harto lo confieso en los párrafos del prospecto y prolegómeno citados, sí que todas lo eran; y aun en este caso no dejaría de ser autor de la colección formada, no de uno sino de muchos autores, sin dejar tampoco de merecer alguna consideración, no por traducciones literales que necesiten después para entenderse un nuevo diccionario, sino por traducciones algo castellanas, inteligibles, libres a veces, reformadas o modificadas según me ha parecido conveniente. Tan lejos de ser cierto cuanto dichos articulistas tienen la gracia de verter en su belicoso y descomedido comunicado, se convencerían por sus propios ojos de lo contrario si tuviesen la paciencia suficiente para esperar el fin de esta obra, que constará de catorce a quince tomos, y ver en ella que de unas cuarenta historias que tengo ya preparadas (con las licencias necesarias), y que probablemente se imprimirán todas por justo tributo de mi gratitud al excelso mecenas que tanto la honra con su soberana protección, las diecinueve son mías: confieso no tendrán el mérito de qu pudieran estar dotadas si hubiese yo tenido la dicha de conocer los talentos y producciones de los señores articulistas, como ellos presumen: mi tosca pluma los hubiera tomado por modelos para realzar con su estilo y castizo lenguaje mis despreciables composiciones y traducciones, considerándome entonces tan venturoso como Cadmo al pie de la fuente de Castalia; los hubiera rogado ser mis mentores y hubiera podido elevarme con sus luces para salir, siempre codicioso de gloria, del triste rango de plagiario y adocenado traductor.

«Nada me admira tanto como la obcecación de estos señores, que no contentos con no confesar de buena fe que una novela de las impresas hasta el día no es traducida, desfiguran la verdad de un modo cauteloso para desacreditarme a la faz del público, que tan benigno fue siempre en dispensar su aceptación a mis cortas producciones.

»Dicen en su artículo que “en los dos tomos publicados hasta ahora de la fúnebre Galería se comprenden cinco novelas de las que están ya publicadas en La poderosa Themis”. Pasan en seguida a enumerarlas, y continúan: “Bristol o el carnicero asesino, La morada de un parricida, La princesa de Lipno y La bohemiada de Trebisonda”. O yo no sé contar o por más que la cuenta se repita nunca saldrán más que cuatro historias de la publicadas en La poderosa Themis. Ni puede ser otra cosa, porque El alcaide de Nochera, segunda del tomo segundo, no está ni es posible esté en dicha obra, pues la he compuesto yo sobre el suceso tomado de la historia.

»Si hubiese tenido la osadía de intentar apropiarme una producción ajena, no soy tan estúpido ni tan insensato que hubiese conservado en la traducción el mismo título del original y la lámina de su segundo tomo, que mandé copiar y grabar exactamente, pues hubiera sido el “borrico hurtado con las orejas de fuera” para hacer más patente mi delito.

»Galería fúnebre se llama la obra francesa, y no me hubiera sido imposible inventar otro título diferente y otra lámina siguiendo el ejemplo de los articulistas, y acaso más adecuado que el suyo; con ese disfraz hubiese conseguido ocultar mi robo a la penetración de estos señores, así como a mí ni aun me pasó por la imaginación, hasta que he visto su fino y modesto artículo, que las novelas de que se compone La poderosa Themis fuesen las mismas que yo pongo en la Galería, pues al ver un cartel me figuré, como algunos se figuraron, sería una obra de jurisprudencia.

»Advertiré, de paso, que aun cuando me hubiese propuesto variar el título de la obra, nunca me hubiera parecido propio el de La poderosa Themis (Themis poderosa hubiera dicho en tal caso), como quieren los señores articulistas, salvo el debido respeto a las razones que pueden tener para fundar su fallo; rasones que no se han dignado manifestar. Para que mi obra se llamase Themis poderosa sería preciso que todos los principales delincuentes que en ella figuran pereciesen a manos de la justicia; pero, no siendo esto así, habiendo muchos a quienes la Providencia castiga del modo propio de su irresistible poder y sabiduría, a la que no pueden ocultarse los delitos que ignorados en la tierra quedan fuera del alcance de sus leyes, no pueden presentarse en una obra, en la que Themis solo debe hacer expiar el crimen a los malvados, y sí en la que por sus título y sucesos se demuestran los tristes efectos de las pasiones, que la espada de la justicia divina, a falta de los tribunales humanos, está siempre levantada sobre todo delincuente encubierto, aunque se oculte en el seno de la tierra. Así se hace ver que ninguno queda sin castigo: este cuadro intimista, reprime al delincuente y produce el fruto saludable de prevenir los delitos antes que Themis poderosa levante el patíbulo para imponer la última pena.

»Inútil será entrar en el examen (hecho ya por la autoridad a quien compete solamente) de si las Catacumbas españolas son un cuadro ridículo, y si la Vestal prevaricadora ofende a los lectores religiosos: el público las leerá, y entonces jugará por sí mismo sin necesidad de que le prepare de antemano. A mí me basta decir, y debiera haber bastado a esos señores articulistas, saber que el respetable religioso tribunal de imprentas ha permitido su impresión.

»Si yo he podido copiar de la Themis júzguelo todo lector: esta parece se publicó en noviembre último; mi prospecto se imprimió ya en enero. Es de creer que entonces ya estaría aprobada la obra, impreso un tomo al menos, y grabadas con anticipación, como lo estaba, una docena de láminas. Cualquiera puede graduar el tiempo que se necesita, y el que se habrá invertido en la censura de una obra tan voluminosa, y en el grabado de doce láminas con el mayor esmero. Las licencias fueron concedidas hace trece meses, como puede informarse el que guste en la secretaría del juzgado de imprentas, y los manuscritos fueron presentados en ella seis meses antes; es decir, que no pensarían aún los articulistas poner a la Poderosa Themis a la cabeza de bandoleros y asesinos cuando ya había yo procurado prevenir la desgracia de que por esa gente fuese inmolada a la menor amonestación que les hiciese, hallándose la pobre señora sola entre forajidos armados de trabucos y puñales, y, lo que es más, siendo el azote y martirio del bellos sexo. En fin, yo no entiendo el griego.

»En cuanto a traducir, tengo el mismo derecho que los señores articulistas, antes, después o al mismo tiempo: aprovéchense de la ventaja que me llevan en su publicación y no pretendan privar al público de tomar lo que más le acomode.

»Algo me resta que decir; pero queda ya a cubierto mi honor para con el público, que es lo que yo más respeto. Por lo demás, baste el silencio diciendo con Fontenelle: Il n’y a rien ou la patience eclate avec plus d’avantages que dans les injures. La injuria perdonada es para el ofendido un título de superioridad sobre el ofensor, y no pretenderé renunciar a esta ventaja. Y concluiré diciendo a los señores Anento y Castellanos, por vía del consejo con el mayor respeto y consideración, que tales artículos o advertencias son cierta especie de remedios que se deben aplicar siempre con las mismas precauciones que los médicos los suyos, pues fuera obrar como empíricos ignorantes el proponerlos sin moderación ni discernimiento. Si no siempre se debe decir lo que se piensa, siempre se debe pensar mucho lo que se dice.

»Dígnese vuestra merced, señor editor, dar lugar a este artículo en su apreciable periódico, y quedará agradecido este su atento servidor Q. S. M. B. 7 de julio de 1831. —El autor de la Galería fúnebre— Agustín Zaragoza y Godínez.

»Post scriptum. Para demostrar su deferencia el autor de la Galería a los de la Themis ha dispuesto que desde este día se halle también de manifiesto al público en un cuadro a la puerta de la librería de la viuda de Cruz la estampa original por la que mandó sacar el diseñó y lámina para la historia de Bristol con la misma exactitud que se verá. De este modo podrá enterarse de ella, pues anunciándola los articulistas como un fenómeno raro y cuerpo de un delito soñado por su buen deseo, no es justo quede sin cumplimiento esta sorprendente resolución sofística, convirtiéndose en prueba a favor del agraviado.»

galeria 2

La polémica sobre la autoría de estas obras debió llamar la atención del público, porque años después todavía se recordaba y era motivo de chiste, como demuestra un artículo aparecido en El Correo de las Damas el 15 de marzo de 1834: «No sé qué ideas melancólicas y tristes me acompañan hace algunos días y me atormentan de tal manera que no parece sino que he leído la Galería fúnebre del señor Zargoza o la famosa e inmortal Themis traducida por… Pero, ¿qué importa a las bellas el nombre de los traductores?»

Detengámonos un momento en la obra competidora en este rifirrafe entre escritores por argumentar quién copiaba más honestamente. La poderosa Themis o Los remordimientos de los malvados, en cuatro tomos, se publicó ese mismo 1831 en español en la imprenta madrileña de Ramón Verges, atribuyendo la autoría en su portada a un Monsieur David, y traducida y aumentada por Julián Anento y Basilio Sebastián Castellanos, marqués de Saulí, notable erudito y personalidad cultural de enorme protagonismo en el Madrid de la época. Hay que decir que, aunque hoy recordamos más a la Galería fúnebre, en su día La poderosa Themis fue una obra que alcanzó bastante divulgación entre los lectores.

La coincidencia de ambas obras imprimiéndose en fechas cercanas resultaba sospechosa, evidentemente, y lo mejor que podemos decir de esta polémica es felicitarnos de que no terminaran en el absurdo de batirse en duelo. Dado que la obra de Pérez Zaragoza incluye episodios que la de Basilio S. Castellanos y Julián Anento obviaron, es razonable suponer que, sencillamente, ambos se apropiaron de las mismas obras, los dos últimos reconociéndolo de principio —la traducción, no la auténtica autoría, que ellos atribuían, recordémoslo, de forma mentirosa a un tal Monsieur David— y Agustín Pérez Zaragoza callándoselo hasta que fue descubierto. En concreto los dos textos de donde procede el contenido casi entero de La poderosa Themis y una parte importante de Galería fúnebre pertenecen a J. P. R. Cuisin (1777-¿1845?), que los daría a conocer en Les ombres sanglantes, galerie funèbre de prodiges, evénemens mervéilleux, apparitions noctures, songes épovantables, etc (Paris, 1820) y Les fantômes nocturnes, ou les terreurs des coupables (Paris, 1821).

En la réplica de Agustín Pérez Zaragoza es interesante el detalle de su plan inicial de catorce o quince tomos que contendría unas cuarenta historias, cuando sabemos que al final la Galería fúnebre se contentó con veinticuatro historias. Y de esas veinticuatro narraciones, unas con extensión de cuento y otras de novela, no todas proceden de Cuisin. Eso no puede llevarnos a inferir que el resto es invención de Zaragoza, solo que desconocemos otras fuentes, si existen. El alcaide de Nochera, que el autor español se atribuye como original, en realidad es versión de una de las historias del renacentista italiano Matteo Bandello, según señala María José Alonso Seoane, y Luis Alberto de Cuenca aporta una semejanza entre «La princesa de Lippo» y un episodio de la novela traducida del francés y publicada en España en 1799 como Las memorias del caballero Lovzinski, historia de la Polonia, aunque después de haber leído ambas obras encuentro ligera la semejanza: el hecho de que una dama es secuestrada en un castillo y que el señor de ese castillo tiene idéntico nombre, Dourlinski.

Solo una búsqueda de títulos similares a los incluidos en la Galería en catálogos de novela francesa de las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX podría proporcionar nuevos parentescos literarios. Aún así, este tipo de investigación no generaría una certeza absoluta sobre la originalidad o la copia en la obra de Agustín Pérez Zaragoza, pues sería necesario un conocimiento de esa literatura por lectura exhaustiva y siempre quedaría la posibilidad de textos desapercibidos. Sería hora de que los estudiosos españoles cedieran el testigo en este apartado a sus colegas franceses especialistas en narrativa decimonónica.

cuisin

¿Hasta qué punto la Galería fúnebre copia al pie de la letra la obra francesa donde sí es coincidente? Si nos sumergimos en una lectura comparada, vemos pronto que en gran medida. Al «Prolegómeno del autor a los lectores» le sigue la «Introducción analítica», donde se recoge de forma extensa la teoría estética y moral que anima la obra. Sin ningún rubor emplea la excusa de que el terror puede servir de enseñanza y apartar al lector de tentaciones que les conduzcan al pecado o al delito, como aquellos padres que —cuentan— llevaban a sus hijos pequeños a contemplar ejecuciones, cuando todos sabemos, y Pérez Zaragoza también, que el escalofrío proporciona un placer propio y cualquier otra argumentación es una coartada hipócrita ante posibles censuras morales. No obstante, el alegato no es propio sino un calco de la introducción de Cousin a Les ombres sanglantes. Veamos un fragmento:

«Que las personas de un gusto relajado, de una instrucción escasa, y poco codiciosas de adquirirla, se ocupan comúnmente de composiciones superficiales y estériles, ya sea en literatura, ya en espectáculos; mas no así las almas bien organizadas, de un carácter reflexivo y sensible que buscan con anhelo las emociones interesantes y aquellos golpes vigorosos, que dirigiéndose al momento a los resortes del corazón, le causan aquellos estremecimientos repentinos que los poetas llaman dulces temblores del terror. El Aristarco francés dice, que en los discursos se debe buscar siempre el corazón hasta conmoverle; porque si por un movimiento natural no se logra inspirarle terror, placer ó compasion, en vano es presentarle una escena importante, pues con frios razonamientos no se hallará mas que tibieza y fastidio en todo lector, que perezoso siempre en aplaudir, y dispuesto a dormirse y criticar los esfuerzos, de la retórica, no hallando cosa que ponga en movimiento sus pasiones, arrojará con enojo el libro y renunciará á volverle a mirar; y últimamente dice, que el gran secreto está en agradar y despertar la curiosidad por ver el fin de una materia que le ha llegado á interesar».

Mientras, el autor francés se pronuncia en términos muy semejantes, casi idénticos, incluso con la misma cita de Boileau:

«Les esprits légers et superficiels se plaisent dans les colifichets, soit en littérature, soit en spectacles; mais les âmes fortement organisées, ainsi que les caractères sérieux et sages, préfèrent de passion ces émotions intéressantes, ces touches vigoureuses qui, s’adressant de suite aux ressorts de l’âme, y causent ces ébranlemens soudains que les poètes ont souvent nommés les doux frémissemens de la terreur. Ma pensée, à cet égard, ne peut manquer de rappeler aussitôt les préceptes du fameux Aristarque français:

«……………………………………………………

Que dans tous vos discours la passion émue
Aille chercher le cœur, l’échauffe et le remue.
Si d’un beau mouvement l’agréable fureur
Souvent ne nous remplit d’une douce terreur,
Ou n’excite en notre âme une pitié charmante,
En vain vous étalez une scène savante.
Vos froids raisonnemens ne feront qu’attiédir
Un spectateur toujours paresseux d’applaudir,
Et qui, des vains efforts de votre rhétorique
Justement fatigué, s’endort ou vous critique.
Le secret est d’abord de plaire et de toucher.
Inventez des ressorts qui puissent m’attacher

En descargo de Agustín Pérez Zaragoza, y para no inducir una idea falsa, debo señalar que no todo el texto sigue con tanta fidelidad el original. Se guía por su misma estructura y repite argumentos, aunque en algunos casos obvia párrafos mientras añade otros, resultado al final el texto del autor español más extenso que el del francés. Los paralelismos en las piezas narrativas de la colección, cuando coinciden con Cuisin, son de mayor importancia. Estamos ante algo más que una reelaboración de materiales prestados, aunque no sea tampoco una traducción con las demandas de rigor que ahora exigiríamos. Zaragoza se toma ligeras libertades narrativas, mientras sigue el discurrir del relato francés copiando casi párrafo por párrafo. Para no extendernos más con ejemplos innumerables, veamos cómo Agustín Zaragoza se apodera del texto ajeno en el inicio del relato «La morada de un parricida, o el triunfo del remordimiento».

«Si fuese cierto que el genio profético del fatalismo tiene trazados anticipadamente sobre un libro de cobre los destinos prósperos o adversos de los mortales, no hay duda en que bajo este falso principio de los fatalistas, el hombre destinado ya para empapar sus manos en la sangre del autor de sus dias, es el mas desgraciado de todos los hombres. ¿No valiera mil veces mas entonces que no hubiese nacido, para no venir a ocupar el primer rango entre los seres mas execrables de la naturaleza?»

Apenas hay diferencias con el texto de Cousin:

«S’il est vrai que le génie prophétique du fatalisme ait tracé d’avance sur un livre d’airain les destinées prospères ou malheureuses des mortels, il n’est pas douteux que l’homme qu’il destine à tremper ses mains dans le sang de l’auteur de ses jours est de tous les hommes le plus infortuné. Ne vaudrait-il pas mieux mille fois qu’il ne fût jamais né, que d’occuper le premier rang parmi les êtres les plus exécrables de la nature?»

De vez en cuando, como rasgo divergente, Agustín Pérez Zaragoza se introduce a sí mismo como personaje narrador para expresar sus sentimientos ante los sucesos o unos sentimientos ficcionados, más bien:

«En medio de este espantoso aparato de los elementos enfurecidos, Amedeo… (la pluma tiembla, se resiste, y mi corazón se aterra) sí, Amedeo toma su puñal en la mano, emprende el camino del cuarto del Baron, y guiado por los relámpagos que frecuentemente guían al crímen, llega… entra, y con el rostro enmascarado… marcha, se lanza sobre la lámpara… la apaga, y después… ¡cielos, dadme fuerzas!… se arroja ferozmente sobre el Baron, sobre su padre que soñaba, y le da en el corazón un golpe parricida que el cielo indignado mira con toda su reprobación, haciendo caer un rayo en el mismo cuarto…»

En cambio, el original carece de esas efusiones:

«C’est dans cet appareil épouvantable des élémens en fureur qu’Amédée prend, son poignard à la main, le chemin de l’appartement du baron… C’est, guidé par les éclairs, trop souvent les guides du forfait, qu’il y entre ; le visage enveloppé d’un masque, il marche, il s’élance d’abord vers la lampe qu’il étouffe, ensuite vers le baron qui sommeille, et lui porte dans le cœur un coup parricide, dont le ciel en courroux marque sa réprobation, en faisant en même temps tomber le tonnerre dans l’appartement…»

Lo curioso es que La poderosa Themis, que sí se reconoce en su portada como traducción de una obra francesa, rehace el texto y lo sintetiza en muchos más puntos que la obra de Agustín Pérez Zaragoza, más cercana al texto francés.

¿Qué fue de Agustín Pérez Zaragoza después de la publicación de la única obra que le procuraría alguna fama póstuma? No aparecen giros sorprendentes en su trayectoria, de momento, y en 1832 nos lo encontramos de nuevo con un libro misceláneo de esos que, partiendo de la copia, no debía costarle gran trabajo confeccionar: El entretenimiento de las nayadas: colección de 329 charadas o enigmas puestas en quintillas para dar honesta distracción a las señoritas y hacer más dulces sus labores de invierno. En realidad en este caso Pérez Zaragoza ni se molestó en traducir, pues según Luis Alberto de Cuenca, que debe haberlo leído, se trata de un plagio casi exacto de los Enigmas filosóficos, naturales y morales, publicados por Cristóbal Pérez de Herrera en 1618.

nayadas

Ya casi no nos queda más remedio de calificar a este escritor como un filibustero de la pluma, que publicaba como negocio y, cuando otras actividades le parecieron más productivas, dejó a un lado las letras sin aparente reparo.

Como ya hemos dicho, nos falta una biografía; pero los documentos oficiales —si algo sobrevive a guerras y catástrofes es el papeleo generado por la burocracia— nos dan noticias de que nuestro autor no se alimentaba solo de laureles literarios, ni siquiera de lo que le producía la venta de sus libros. Su trayectoria fue la de un funcionario que fue escalando puestos hasta alcanzar altos nombramientos pero al que los vaivenes políticos tan propios de nuestro siglo XIX llevaron a la cesantía. La primera pista de su carrera nos lo proporciona un Real Decreto firmado el 14 de abril de 1834 en Aranjuez donde se le nombra secretario de la Subdelegación de Fomento, en Ávila, y aclara que hasta ese momento había sido «empleado en la Renta de Loterías».

Su carrera parece que despega. En agosto de ese mismo año lo encontramos en Lérida como gobernador civil interino, combatiendo una epidemia de cólera. Durante los motines anticlericales del verano de 1835 en Zaragoza, donde se asaltaron conventos y se asesinaron a varios religiosos, nuestro autor es secretario del Gobierno Civil de la provincia, desde primeros de año, bajo las órdenes de Pedro Clemente Ligués Navascués, político liberal cesado de sus cargos públicos con la vuelta del absolutismo e incorporado de nuevo a la Administración con la muerte de Fernando VI. Dado que Ligués nació en Cintruénigo, y cabe en lo razonable que por conocimiento personal intercediera para que Agustín Pérez Zaragoza consiguiera el cargo, tal vez nos encontremos con otra pista que nos conduce a un origen navarro de nuestro autor.

En la Junta organizada tras el pronunciamiento del 9 de agosto, Agustín Pérez Zaragoza es nombrado Gobernador Civil interino. Aunque la Junta sería disuelta pronto, las revueltas liberales forzaron un giro político en la reina regente, quien en septiembre destituía al conde de Toreno como presidente del consejo de ministros y colocaba en su puesto al progresista Juan Álvarez Mendizával. En octubre, María Cristina firma el nombramiento de Agustín Pérez Zaragoza y Godínez como Gobernador Civil de Huesca.

Solo un año disfrutó el escritor de tan alto puesto. Es enviado unos meses a Girona para cubrir interinamente la plaza y el 4 de enero de 1838 se le otorga en propiedad el cargo de Jefe Político de Castellón, lo que en aquel entonces equivalía a Gobernador Civil. No arrancó en la costa mediterránea la última hoja del calendario aquel año, pues fue sustituido por José Melchor Prat. Seguramente la pérdida de influencia de Mendizával durante el «trienio moderado» (1837-1840) trajo consigo el desplazamiento de muchos de sus partidarios de cargos públicos en la Administración. El caso es que en 1837, tras un silencio literario de un lustro, vemos a Agustín Pérez Zaragoza empeñado de nuevo en trabajos literarios, publicando en Madrid una traducción de Antoine Pigault-Lebrun: Mi tío Tomás; o sea, el hijo natural de Rosalía la morena.

Estás son las últimas noticias que hemos podido reunir sobre el personaje. A partir de ese momento se desvanece y no deja huellas que podamos seguir. No volvió a publicar nada con su nombre. No hemos encontrado en la prensa ninguna nueva relación de actividades políticas o artísticas. Nadie se preocupó de redactar una semblanza o reivindicar su figura, de ahí nuestra imposibilidad de trazar un retrato de su vida íntima. No aparecieron esquelas o elegías que nos señalen el momento de su muerte.

Más de cuarenta años después, el 5 de julio de 1879, la Gaceta de Madrid publicaba la siguiente nota, en función de Boletín Oficial del Estado:

«MINISTERIO DE GOBERNACIÓN.

Ordenación de pagos por obligaciones de este Ministerio.

Por la presente se cita y emplaza por segunda y última vez a D. Agustín Zaragoza y Godínez, Jefe político que fue de la provincia de Gerona en los meses de abril a diciembre de 1837, para que por sí o por medio de apoderados o herederos si hubiese fallecido, se presente en esta Ordenación o en el Gobierno civil de Gerona dentro del plazo de 30 días, contados desde la publicación de este anuncio, a recoger y contestar un pliego de reparos deducido por el Tribunal de Cuentas del Reino en las de totales y líquidos de la citada provincia; en la inteligencia de que si no lo verificase le parará el perjuicio a que haya lugar.

Madrid 3 de julio de 1879. —El Ordenador, Diego Vázquez.»

Está claro que si el escritor y futuro gobernador civil se acercaba a los treinta años cuando los españoles se levantaron contra la ocupación francesa, en 1879 sería casi centenario, así que lo más probable es que estuviera muerto. El documento, sin embargo, es sintomático: el autor de la Galería había desaparecido de escena sin que nadie, ni la Administración que le había empleado, tuviera la más mínima noticia de él. ¿Ese pliego de reparos del Tribunal de Cuentas pueden hacernos sospechar una mala gestión durante sus años en altos cargos, descubierta después por una auditoría, suficientemente delictiva para animarle a desaparecer? ¿Su nombre y presencia dejó de ser evidente, dejó incluso de publicar porque no le interesaba ser localizado? ¿O todo se explica de forma mas sencilla: un fallecimiento repentino, quizá lejos de todos quienes le conocían? Especulamos con opciones novelescas, aunque no me negarán la extrañeza de que una persona que ocupó puestos de designación política no mereciera ni unas líneas en los periódicos a raíz de su muerte, de haberse conocido. Hay momentos en los que la investigación literaria adopta giros propios de las narraciones policíacas.

A la espera de que algún historiador avezado en desbrozar archivos nos desentierre nuevos documentos reveladores, lo que aquí les he referido es cuanto sabemos sobre Agustín Perez Zaragoza y Godínez, uno de los padres de la novela gótica en España.

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APÉNDICE: Sumario de «Galería fúnebre».

Volumen I:

«Historia Trágica 1ª: Miladi Herwort y Miss Clarisa, o Bristol, el carnicero asesino».

«Historia Trágica 2ª: La morada de un parricida, o el triunfo del remordimiento».

Volumen II:

«Historia Trágica 3ª: La princesa de Lipno, o el retrete del placer criminal».

«Historia Trágica 4ª: El alcalde de Nóchera, o Nicolo, señor de Forliño».

«Historia Trágica 5ª: La bohemiana de Trebisonda, o un sequín por cabeza de cristiano».

Volumen III:

Historia Trágica 6ª: La duquesa de Malfi.

Historia Trágica 7ª: Las catacumbas españolas.

Volumen IV:

Historia Trágica 8ª: Camila y Livio, o los efectos de un amor desgraciado.

Novela: El pescador, o rasgo de nobleza de Mansor, rey de Marruecos.

Historia Trágica 9ª: Las víctimas de Belona, o la muerte gloriosa del príncipe Poniatowski.

Volumen V:

Historia Trágica 10ª: El falso capuchino.

Historia Trágica 11ª: Cornelio y Camila, o locuras de amor.

Historia Trágica 12ª: Dompareli Bocanegra.

Volumen VI:

Historia Trágica 13ª: Blanca María, o la condesa de Celán.

Novela: Angélica, o los Salimbenes y Montanes.

Vol. VII:

Historia Trágica 14ª: La bella mantuana, o Julia de Gazola.

Historia Trágica 15ª: Emilia y Fabio, o tristes efectos del amor.

Historia Trágica 16ª: Carmosina y Maximino.

Vol. VIII:

Historia Trágica 17ª: Los dos crímenes.

Novela: Los castillos del aire.

Vol. IX:

Historia Trágica 18ª: Varinka, o efectos de una mala educación. Historia rusa.

Historia Trágica 19ª: El esclavo moro, o crueldad sobre crueldad.

Historia Trágica 20ª: Clotilde y Lirinio.

Vol. X:

Historia Trágica 21ª: El judío bienhechor, o Elvira y Teodoro. Tomo I.

Vol. XI:

Historia Trágica 21ª: El judío bienhechor, o Elvira y Teodoro. Tomo II.

Vol. XII:

Historia Trágica 21ª: El judío bienhechor, o Elvira y Teodoro. Tomo III.

El vampiro y otros cuentos de horror y misterio

Autor: Victor Juan Guillot

Colección: Los Exhumados nº3

Edita: Ignotas, San Andrés, 2016

La crítica literaria es caprichosa, sobre todo en lo que respecta a la permanencia en el tiempo de un autor. Que una creación sobreviva en el tiempo no tiene muchas veces que ver con la calidad sino con factores externos. De maneras misteriosas, la crítica pasa por alto a narradores que bien merecerían el reconocimiento. Después ya solo queda la autosatisfacción del iniciado en los misterios de la Facultad de Letras y del consenso literario para terminar de olvidar obras que bien podrían valer la pena, pero que terminan en manos de outsiders que hablan de estos libros en blogs, fanzines o similares lugares a que están fuera del campo (como diría Bourdieu). A lo mejor como este blog, que se mete con esa gente olvidada. A lo mejor como tipos como Mariano Buscaglia que edita libros que se salen del canon. Su colección Los exhumados justamente nos hace ese favor. Por eso merecen reseña aquí.

Y, si me preguntan, creo que el mayor rescate que ha hecho Mariano es con Victor Juan Guillot

Si por algo es recordado Guillot es por su participación como político radical en el escándalo de las tierras del Palomar, uno de los casos de corrupción más mentados durante la Decada de 1930 (conocida también como la Década Infame) en Argentina. Guillot terminó suicidándose ante las acusaciones que lo tenían como metido en las coimas. Tal vez eso haya sido lo que determinó su olvido como literato. O no. Pero que se lo olvidó se lo olvidó. Lo cual no debería ser asi.

Como bien demuestra este libro de relatos cortos, Guillot es un gran cuentista, a la par con tipos como Horacio Quiroga en su manejo no solo del fantástico sino en la creación del elemento macabro –a veces fantástico a veces no- en la cotidianeidad. El mundo de Guillot combina –al igual que Quiroga- la descripción cotidiana (sobre todo en el campo argentino de esos años) con ese algo raro o fuera de lo esperable que nos deja una puerta abierta ante las dimensiones desconocidas de nuestra vida. Una prosa tersa, ágil y al punto, a veces afectada por cierto lenguaje modernista, otras por un cierto humor macabro tongue –in – cheek  (pienso en “El alma en el pozo” el relato largo con el que termina el volumen). A veces ni siquiera el horror es un recurso fantástico: “El vado” es completamente realista y a la vez uno de las historias más terribles del libro.

Como es que nadie rescatara previamente la obra de Guillot, me deja simplemente entre anonadado y enojado con los guardianes del Conocimiento de la Literatura Argentina. No sé qué miércoles hacen, si un tipo de este nivel es olvidado.

Les urjo a comprarse este libro. Van a encontrar un narrador fabuloso de historias (de misterio y horror), uno de esos tipos a rescatar. Libros como estos son los que le dan sentido al blog.

Relatos de Espada y Brujeria

 

Autores: Varios; Claudio Diaz (selección)

Edita: Thelema, Buenos Aires, 2017

Aviso de nuevo: otro libro regalado por Claudio Diaz , que es amigo con lo que mi versión puede ser sesgada a su favor. El que avisa no es traidor.

Lo más interesante en esta antología es abrir el juego a los autores de fantasía heroica independientes de Argentina, que, por lo que se ve, son más de los que parece. Ya eso solo hace de este libro un hito importante para entrar a explorar lo que se viene haciendo con la espada y brujería en Argentina, como contaba Mariano Buscaglia hace poco en su nota en el blog.

Y por supuesto, como toda antología, hay de todo, desde cosas bien escritas pero que no emocionaron, hasta dos o tres cuentos muy poderosos que le saben sacar el jugo a las posibilidades de la fantasía Por ejemplo “La Tejehechizos” de Lucas Simmons, donde la protagonista busca hallar un camino para cambiar su destino y mala fama con un loop brillante (y no spoileo mas) o la muy bien escrita “Nigromante” de Paul Calvetti Costa (personalmente la que más me gusto de todo el libro) donde – usando el recurso de cartas y declaraciones oficiales- nos hallamos ante un enredo de un humor muy tongue in cheek que le debe mucho al Mundodisco de Terry Pratchett. Y, en registros más clásicos, las dos historias de Claudio Diaz (la escrita en solitario y la hecha en colaboración con Carolina Panero ) y “De como Palito, el Bardo, conoció al Paladín” de Graciela Rapán son tres historia sólidas y que son bueno atisbos de los mundo ficcionales que proponen sus autores. Ojo: no hay ningún relato que uno sufre, solo que los demás para mi gusto le faltan algo para terminar de disfrutarlos completamente.

Como acercamiento al género escrito en Argentina, vale la pena. Si lo encuentran y les gusta este tipo de historias, cómprenlo: vale la pena.

Panteras

Autores: Eduardo Mazzitelli (guión) y Quique Alcatena (dibujos)

Edita: Purple Books, Buenos Aires, 2017

Para variar otro aviso más: Quique Alcatena es uno de los SENSEI DE LOS COMICS para mi. Un tipo genial al que quiero (y se que no soy el único en el mundillo de la historieta argentina) como a poca gente en el comic. Asi que si, tomen otra vez la reseña con pinzas porque hay motivos para afectar mi imparcialidad.

Hecho esto, digamos que Panteras hace lo que raramente veo en el género de la fantasía heroica: salirse del marco eurocéntrico que le dio Robert Howard para entrar de lleno en una mitología (o seudo mitología, como corresponde al subgénero) africana. No es que no funcione con algunos recursos narrativos del subgénero (hechiceros, sociedades secretas, candidatos al trono que deben probar su valia ante enemigos pérfidos, uso de la magia de manera selectiva, etc) sino que esto se envuelve dentro de un mundo que suena y resuena desde la africanidad. Uno podría decir que los relatos de Panteras seria las novelas de Conan que se leen en Wakanda. Claramente, si entráramos a picar fino, la verosimilitud histórica de los relatos de este volumen se sostendrían tenuemente. Pero vamos que pasa lo mismo en el caso de las historias de Conan y a nadie le importa eso: ambas SON fantasía, no PRETENDEN ser realistas.

Y claro, las historias del mundo de Timbumba se sostienen porque tienen magia, tienen la solidez narrativa de Eduardo Mazzitelli (un tio en el que estructura como pocos el relato tradicional de fantasía en la historieta, dándole un vuelo y una altura a sus personajes que describe con pocas palabras) y con el como siempre apabullante trazo de Quique Alcatena, ese tipo que en cada historia construye mundos sólidos de una manera que pocos otros dibujantes argentinos pueden hacer. Lo que en otros autores podría ser meramente una reconstrucción de la historia, mero vehículo delo contado por Mazzitelli (y eso seguiría dando un resultado interesante, aclaremos) en manos de Alcatena adquiere verosimilitud de leyenda contada, de mundo desplegado. Un poco como lo que lograba Barry Windsor Smith en sus primeros Conan o Russ Manning –al que refieren explícitamente en el prólogo los autores, especialmente en su trabajo con Brothers of the Spear, serie de la Dell que hay que rescatar del olvido – en sus obras en las que el universo dibujado termina siendo crucial para entenderlo como relato mítico, como fantasía que se sostiene por su propio peso.

De más está decir que lean Panteras. Cualquier buen amante de la fantasía lo va a disfrutar en grado superlativo.

Una lectura de Paisajes del Apocalipsis

(y demás redundancias interminables del gran final)

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  El fin del mundo (con su frase imprescindible “tal cual lo conocemos”) siempre ejerció una fascinación morbosa sobre muchos de nosotros. Al igual que en los sesenta, cuando los ensayistas franceses señalaron que el mito tarzánido era liberador para la enajenación citadina del hombre, el debacle humano también parece influir una atracción irresistible para los desesperados. Ante el desgaste indefectible que nos produce el roce diario de la sobrepoblación urbana, y las miserias y penurias grises que gran parte de la humanidad está condenada a vivir, el hombre presiente que puede recuperar su gloria heroica ante la inminencia del fin de los tiempos. El mundo, para el hombre alienado, no es otra cosa más que una manzana podrida y sembrada de larvas humanas que la devoran.

Sin el incordio de la civilización pondríamos coto a las responsabilidades económicas que caen sobre nuestras cabezas, fin a lidiar diariamente con transportes atestados para ir al trabajo y fin a los compromisos familiares y laborales. Se acabaría, en pocas palabras, los problemas que asumimos para vivir cómodamente. Claro que esto es, y asumo la culpa, una resolución infantil e inmadura y es probable que casi todos nosotros pereciéramos en un escenario hostil como el que pintan los mejores libros del género. Pocos tenemos madera para ser “guerreros de carreteras”, enfundados en camperas de cuero y tachas de acero, conduciendo vehículos adaptados con motores V-8 y con un perro dingo en el asiento trasero. Y menos aún, tenemos la maldad necesaria para transformarnos en punks desalmados o en niños cavernícolas que enarbolan por toda arma un boomerang de filo mortal. Pero eso no quita que no disfrutemos de la imaginería de estos universos casi despojados de seres humanos, de escenarios violentos y paupérrimos que, por regla general, son calurosos y desérticos. En lengua anglosajona lo anterior se define con el sustantivo de wastelands; en castellano con el de tierras baldías.

  El libro que nos compete: Paisajes del apocalipsis (The End of the Whole Mess, hermoso título que podría traducirse en porteño como El fin de todo el quilombo), se trata de una compilación realizada por John Joseph Adams que fue publicada  en el año 2012 en la colección “Gótica” de Valdemar. Un título absolutamente atípico para la colección que, sin embargo, merece la atención del lector, por su excelsa calidad y su exótica naturaleza. Pero antes de abordar el libro, el género merece un breve repaso que ensayaré a continuación, con más capricho literario que ánimo abarcativo, por lo que deberán disculparme las fragantes ausencias que, seguramente, los lectores avezados descubrirán en breve. El género literario post apocalíptico es, por contradictorio que suene, prolífico y goza, casi siempre, de buena vida. Sería baladí y casi imposible realizar un racconto de todas las novelas, relatos y folklores religiosos que se han sucedido a lo largo de los años (y de los siglos) alrededor de este género. Simplemente nombraré, a modo de pantallazo introductorio, algunos textos que me parecen memorables para acompañar la reseña del libro que hoy traigo a colación.

  Si bien el texto por antonomasia es el Apocalipsis  o Libro de la Revelación de San Juan, pocos se detienen a pensar que el Génesis se puede leer como el comienzo tras un final. Adán y Eva son, a la vez, los primeros y últimos hombres y sus descendientes no son menos violentos y trágicos que los sobrevivientes habituales de los relatos del género. Más allá de la mirada religiosa, el género parece sentar sus bases a inicios del siglo diecinueve con dos obras esenciales, por un lado el poema en prosa de Jean-Baptiste Cousin de Grainville llamado Le dernier homme publicado en 1805 (plena era napoleónica) que desarrolla la historia del último hombre y la última mujer sobre la Tierra (la inversión del mito adámico) llamados  Omegarus y Syderia, quienes fracasan en reproducirse y su muerte desemboca en el apocalipsis y en la consecuente resurrección de los muertos. Pocos años después, la creadora de Frankenstein, Mary Shelley, escribió la novela The last man (1826) donde un hombre intenta sobrevivir con su familia a una plaga que asola a la humanidad.

  Pero es en el siglo XX donde el género alcanzó sus verdaderas cuotas de genialidad y donde se sucedieron los mejores libros del género. En los albores del siglo XX, los autores franceses encontraron en esta vertiente literaria un verdadero oasis a sus angustias, a esa nube negra que se perfilaba en toda Europa ante la inminencia de una crisis a escala planetaria. El ninguneado Miguel Verne –hijo del famosísimo Julio- escribió, apañado bajo el nombre de su padre, algunas novelitas memorables. En El Eterno Adán -1910- retomó el concepto de una humanidad cíclica que renace de sus cenizas, en este caso, un arqueólogo descubre un manuscrito milenario que retrata la extinción masiva de la apo5especie tras una inundación que cubre los continentes. Idea recurrente en la ciencia ficción –y en la realidad- que también usó el autor J. G. Ballard en su novela El mundo sumergido -1962-, donde las aguas y el propio pasado Cretácico comienzan a anegar a una humanidad atontada por los cambios abruptos a la que es sometida. Camille Flammarion, una especie de Carl Sagan de la Belle Époque, escribió en 1894 una deliciosa novela en cuyo título lo decía todo: El Fin del Mundo. El libro tuvo un acierto que lo eleva por encima de producciones similares, el autor describe varios cataclismos que golpean la sociedad futura, pero ninguno alcanza a quebrantarla. La humanidad, tras un largo apogeo, se desinfla y muere víctima de su propia decadencia como especie. En un arrebato morboso, Flammarion elige su urbe, la ciudad luz, como la primera capital que desaparece tras la hecatombe inmensa que producen las aguas. Las descripciones frías, distantes y asépticas, propias de un científico desalmado, fueron expropiadas por el británico Olaf Stapledon en sus cosmogonías antinovelísticas de El Hacedor de Universos -1937- y Los primeros y últimos hombres -1930.

  J. H. Rosny, otro autor francés, tuvo la virtud de escribir sobre tópicos que utilizaría la ciencia ficción 40 o 50 años después, redactando fantasías de una fuerza inimaginable. La muerte de la Tierra -1910-, una novela breve, posee la audacia de retratar la extinción absoluta de la humanidad, describiendo los últimos momentos del único sobreviviente humano, que lega el planeta a unas criaturas raras, extrahumanas, los ferromagnetos. El ignoto autor galo, Jacques Sptiz, desarrolló una hipótesis que suena ridícula así narrada: la de que la humanidad se extinga a causa de una invasión masiva de moscas. Sin embargo, la novela, La guerra de las moscas -1938-, sienta cátedra de cómo escribir un libro sobre el fin de la humanidad. Los insectos sufren una mutación que los vuelve inteligentes y le declaran la guerra a la otra plaga que puebla el planeta, la de los humanos. La novela está plagada –y apo3recalco este verbo adrede- de aciertos que pronto incorporarán otros autores. Una invasión ilustrada de forma verosímil, donde las potencias reaccionan tarde, dejando que la crisis se cuele por los países más desposeídos. Hay imágenes terribles como la bandera blanca que enarbola la humanidad, rindiéndose ante el invasor, bandera que es cubierta por la mierda que lanzan las moscas desde el aire.

  Cruzando las aguas, en Inglaterra, M. P. Shiel fue el autor de una novela perfecta: La nube púrpura -1901-. Este libro, que no da concesiones, está lleno de aciertos. El primero de todos es que el sobreviviente es por completo antipático y desagradable. No es lo mejor de todos nosotros, sino casi lo peor. El último representante de la raza humana es casi un desecho de la misma, un desclasado. Un misántropo que se pasa la mitad del libro quemando las ciudades que siguen en pie, para borrar el recuerdo del hombre y temiendo a los fantasmas que acechan en las ruinas. También inglés fue W. H. Hogdson cuyo inmenso genio muchos reducen al de ser un mero precursor de Lovecraft. Hogdson fue un autor de una imaginación tan excéntrica y exuberante que aún hoy día es leído con reticencia. Su obra magna fue El reino de la noche -1912-, donde la última humanidad se recluye en pirámides gigantescas que se alimentan de la poca energía que pueden extraer de la Tierra, mientras el exterior está sumido en la negritud más absoluta, producto de la ausencia casi total de la luz del sol; el exterior está poblado por seres gigantescos, babosas horrendas y de fuerzas maléficas, invocadas milenios atrás, por nigromantes enloquecidos que experimentaban con otras dimensiones. La sensación de vacío y soledad que trasmite el libro es desoladora.

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  Y fue una mujer, Andre Norton, quien sentó los tópicos novelísticos de la Tierra tras un debacle nuclear. El libro Star man’son, 2250 A.D. -1952- habla de un mundo devastado por la guerra atómica, del hombre que olvida ese pasado y lo restringe a leyendas terribles, donde las ciudades en ruinas, sembradas de selvas y cráteres, sólo sugieren, a la memoria dormida, su esplendor de antaño. Lo mutante y lo monstruoso adquieren un protagonismo absoluto. Esta novela, sin dudas, inspiró el mundo de post humano de Thundarr the barbarian, serie animada creada por Ruby-Spears  que se mantuvo en el aire durante tres años (1980-83) con un total de 23 capítulos.

IMAGE0372Tampoco podemos olvidar novelas esenciales como Soy leyenda de Richard Mathenson (1954), El día de los trífidos de John Wyndham (1951), La máquina del tiempo de H. G. Wells (en su viaje más extenso hacia el crepúsculo de la historia del mundo, el viajero se encuentra con una criatura tentaculada, de color oscuro, que emerge sobre la orilla del mar), La tierra permanece de George R. Stewart (entre las mejores novelas jamás escritas sobre el género) o la extrañísima Castaway (1934) de James Gould Cozzens que no habla específicamente del fin del mundo, pero desarrolla el peculiar comportamiento de un hombre, parapetado en soledad, dentro de un centro comercial abandonado; El fin de la infancia de Arthur C. Clarke (1953) o las titánicas obras Apocalipsis de Stephen King (1978), El canto del cisne de Robert R. McCammon (1987) y la trilogía de El autocine (The drive-in series, 1988-2005) de Joe R. Lansdale que mezcla zombis, dinosaurios, vaqueros y toda clase de delirios en un mismo plató. De este mismo autor no podemos olvidar su nouvelle On the Far Side of the Cadillac Desert with Dead Folks, 1989, que combina con absoluta destreza Apocalipsis zombi y destrucción.

  Basta lo dicho para tener un pantallazo breve del fin de los tiempos en la literatura de los pasados dos siglos. Como dije más arriba, Paisajes del apocalipsis es una antología que se destaca por su inusitada selección de relatos que, muchas veces, van a contrapelo de lo que un lector experimentado o no espera del género. La antología resguarda en todo momento un vector característico que es el de la esperanza: a pesar de que la especie parece haber llegado a su final, detrás de la última línea parece haber siempre otro amanecer.

Hay cuentos donde la angustia se sobrecarga, como el relato que abre la antología, El sonido de las palabras de Octavia Butler. Aquí  la humanidad pierde la capacidad del habla y eso, por sí solo, basta para desencadenar asesinatos y caos contra los pocos que aún son capaces de comunicarse con sonidos y que, en sociedad, se guardan muy bien de hacerlo saber. Inercia de Nancy Kress relata la vida dentro de una colonia de sobrevivientes a una plaga, que están aislados, porque son contagiosos y tienen el aspecto de leprosos. Mientras que los enfermos sobreviven contra todo pronóstico a la hambruna y la violencia, en el exterior la humanidad comienza a destruirse.

Otro relato que posee un desarrollo espléndido y un trabajo documental digno de mérito es Cuando los admindesis gobernaron la Tierra de Cory Doctorow que se encarga de describir con minúsculo detalle qué pasaría con Internet si el fin de los tiempos no alcanzara. ¿Cómo nos las arreglaríamos para mantener funcionando las redes? Doctorow lo explica en un verdadero tour de force que pone los pelos de punta. En Gentecasta de arena y escoria Paolo Bacigalupi habla de la deshumanización en un cuento espeluznante sobre unos guerreros cyborgs que recuerdan a las creaciones del cine zetozo de los 80 como Eliminators (1986) de Peter Manoogian o Hands of steel del italiano Sergio Martino. Los Ángeles de Artie de Catherine Wells puede leerse como una de las la inspiraciones que los directores canadienses tomaron para filmar Turbo kid (2015). La autora construye su trama alrededor de un mundo escindido en dos sociedades, una condenada a agonizar en una Tierra moribunda y la otra que se fuga a las estrellas. La humanidad vive recluida en ghettos violentos, donde un chico con mucho genio vuelve a hacer uso de las bicicletas para impulsar la dinámica del hombre, todo esto enmarcado por un rígido código moral, que se inspira en las leyendas artúricas.

 

Pero las frutillas del postre son los cuentos Y el profundo mar azul de Elizabeth Bear y El apo1circo ambulante de Ginny Caderasdulces de Neal Barret Jr. El primero relata el viaje de una mensajera en una moto Kawasaki que atraviesa el desierto radioactivo de Nevada para hacer una entrega a vida o muerte. La descripción del paisaje es desoladora, pero la fuerza y la voluntad que emana la protagonista insufla energía al lector. El segundo es un cuento que recuerda, en su ambientación, a las mejores historietas post nucleares de Richard Corben. Amalgama sideshows junto a animales humanizados muy mala leche. El detalle de unos perros Chow motociclistas, en plan Hells Angels, encuerados con unas camperas que tienen bordado el logo de Purina sobre sus espaldas es, la verdad, un toque de genio. Hacia el final, quedan otras dos piezas magistrales: El fin del mundo tal como lo conocemos de Dale Bailey en que se deja de lado los clichés catastróficos del género y se habla, más bien, de un fin del mundo aburrido, donde el protagonista se hace alcohólico y duerme hasta tarde, porque no sabe muy bien qué hacer con su tiempo. Y, por último,  Una canción antes del ocaso de David Grig que elucubra sobre qué pasaría con un músico virtuoso en un mundo en manos de vándalos salvajes. Tal vez en los autores más reconocidos es donde la antología decae un poco, por ejemplo en el cuento de George Martin Oscuros, oscuros eran los túneles que es algo predecible y soso o en Modo silencio de Gene Wolfe.

Queda pendiente, para un futuro artículo, hablar del desarrollo del género en estos lares, ya sea en la Argentina o en el resto de Hispanoamérica que, a pesar de no ser tan prolífico como en el norte del hemisferio, hubo y hay algunas gemas literarias.

En 1947 el Boletín de científicos atómicos creó el llamado “reloj del apocalipsis” con el objetivo de dar un pronóstico real de cuán cerca estamos de una conflagración atómica. La medianoche señala la destrucción total del hombre. Los últimos ajustes de los relojeros del fin del mundo dicen que apenas estamos a dos minutos del desenlace absoluto. Eso nos deja, lamentablemente, con menos tiempo del que pensábamos para sumergirnos en estas terribles lecturas sin final o, mejor dicho, con finales a todo trapo.

Mariano Buscaglia

Exhumando libros olvidados

Tres Nouvelles fantásticas argentinas 1880 – 1920

Contiene: “El doctor Whüntz, fantasía de Raúl Waleis (1880); “Mandinga” de Enrique Rivarola (1895) y “El homunculus” de Pedro Angelici (1918)

Colección: Los exhumados nro. 1

Edita: Ignotas, San Andrés, 2015

La máscara del horror y otras pesadillas fanta-bélicas

Autor: Ernesto Bayma

Contiene: “La máscara del horror” (1967); “Frente a la muerte” (1965); “Metralla para los monstruos” (1967); “El prisionero” (1968)

Colección: Los exhumados nº 4

Edita: Ignotas, San Andrés, 2015

Como siempre hago la aclaración: aparte de ser el editor de los libros, Mariano Buscaglia es amigo y colaborador de este blog, así que eso puede redundar inconscientemente en una reseña favorable. Están advertidos. Aunque les juro que eso no influye en la reseña.

Dicho esto, el trabajo de mariano en rescatar perlas olvidadas de nuestra literatura es en mi opinión encomiable. Hay un montón de material publicado que queda tirado en los canjes de usado de la historia (y este blog es en buena medida una operación de rescate de esas obras). Que alguien se tome el trabajo de reeditar esto y darlo a conocer para más público me resulta algo absolutamente valioso. Sobre todo cuando hablamos del fantástico argentino, género que tiene una invaluable cantidad de material olvidado.

En este caso tenemos dos libros que rescatan autores de dos periodos completamente diferentes (y dos formatos completamente diferentes) del devenir editorial de Argentina. Por un lado, las publicaciones de la Argentina de la república oligárquica que va entre 1880 y 1920, un periodo de alta inmigración, veloz crecimiento poblacional urbano, desigualdades sociales y un esfuerzo gigantesco por aumentar la alfabetización, lo que daba como resultado la aparición de una verdadera literatura de masas por primera vez. El segundo libro corresponde a los sesentas, años de una sociedad en pleno Estado de Bienestar, con la literatura amenazada por la televisión pero todavía con un pujante sector de literatura popular, expresada principalmente en los “bolsilibros” que poblaban los kioscos de esos años. En esos momentos se enmarcan las obras fantásticas de ambos libros

En “Tres nouvelles fantásticas argentinas” nos hallamos con tres novelas cortas de diferente índole, aunque todas marcadas por las temáticas y los estilos de esos años. Primero “El doctor Whüntz” de Raul Waleis es una historia muy deudora del estilo de E.T.A. Hoffmann sobre un científico cuyos conocimientos alquímicos están ayudando al hijo de su prometida, que por tradición familiar debe volverse verdugo, aunque él no desea eso. Con un final truculento, la historia tiene esa floritura decimonónica que puede hacerla un poco farragosa para el lector desacostumbrado a éste.

Le sigue “Mandinga” de Enrique Rivarola, que en el fondo es una farsa sobre dos medio pelo provinciales y chupacirios que ven la mano del Diablo tentándolos porque esta uno de ellos caliente por la sirvienta. Hay una corriente de humor muy mala leche en la obra y unos apuntes costumbristas de esos años. El narrador destila ironia en cada página. De las tres es la que más me gusto.

Finalmente ”El homunculus” de Pedro Angelici es una historia de “mad doctor” que quiere crear vida y lo logra, con terribles resultados. Muy en la vena de Frankenstein si quieren. El estilo es mucho más moderno ya (se notan los casi cuarenta años de diferencias con las historias anteriores) y bien podría haber estado, de publicarse en USA, en los primeros números de Weird Tales, esos donde todavía no aparecían Lovecraft y su círculo. Nada excepcional pero bien escrito.

El segundo libro que reseñamos tiene una diferencia: se compone de tres novelas de bolsillo (y un cuento) escritos exclusivamente por un mismo autor, Ernesto Bayma, un periodista deportivo y libretista de teatro que escribe cruzando géneros, en este caso el bélico con el fantástico. El resultado es… ufff… extrañísimo. Como pone en el estudio (que está también en el libro) Christian Vallini “el verdadero apocalipsis no pasa por los escenarios de guerra, sino por le sentido de caos e irrealidad que subyace bajo la superficie”. De hecho, las historias están bastante caóticamente construidas, con personajes que aparecen y desaparecen, con explicaciones de conductas que aparecen casi en offside, con giros increíbles y, sobre todo con una atmosfera enloquecida y malsana que no se puede creer. Aclaro que no es para todo el mundo. Si te gustan cosas como argumentos coherentes, no es lo tuyo. Pero es fascinante. Un poco lo que pasa cuando lees a Harry Stephen Keeler o cuando ves una peli de Ed Wood: la bizarría de todo supera por lejos a lo que “debe ser” una buena novela de género. En serio es fascinante.

Que Mariano haga esos rescates es algo que me parece valiosísimo. Ojala que las ediciones ignotas sigan su marcha por muchos años más.