Una lectura a El misterioso doctor Satán de Paul Ernst

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Seguramente la gran historia de la literatura pulp aún esté por escribirse. Ninguneada durante décadas, despreciada por las corrientes literarias  más “serias” (incluso las vanguardias), la literatura pulp perdió la oportunidad de ser contada como se debe. Muchos datos y detalles yacen perdidos en el olvido y son pocas las semblanzas que nos quedan de aquellos años. Entre las mejores están las de autores que, en edad longeva, llegaron a escribir sus memorias como Frank Belknap Long o Hugh B. Cave.

Por eso, no resulta llamativo que tengamos tan pocos datos de un autor tan prolífico y sustancial para el género como lo fue Paul Ernst. Apenas las migajas oficiales que señalan su lugar de nacimiento y algunos pasos que han quedado registrados oficialmente. Terence Hanley, autor del detalladísimo blog Tellers of Weird Tales, se encargó de hacer un seguimiento de los pasos de Paul Ernst y de señalar que el hecho de haber perdido a sus padres de joven o no tener descendencia, hacen que la búsqueda de cualquier dato biográfico sea en extremo difícil. Las cifras oficiales más probables indican que Ernst nació en el Estado de Illinois (pleno medio oeste americano) un 7 de noviembre de 1899 y murió en Florida un 21 de septiembre de 1985. Estuvo casado y dedicó gran parte de su vida, tras un breve paso por la milicia, a la escritura. A modo de consuelo, queda, como en tantos otros casos, su obra.

Entre sus seudónimos, pueden reconocerse los siguientes nombres: Chris Brand, George Alden Edson, Emerson Graves y Kenneth Robeson. Este último fue el nombre de pluma que le impuso la editorial Street & Smith al contratarlo en 1939 para que se hiciera cargo de la serie de libros de El vengador (The Avenger). La primera novela, que se llamó Justice Inc., puso en relieve que los miembros de este equipo eran auténticos justicieros ya que buscaban venganza a desgracias familiares acarreadas por el mundo del crimen, consagrando sus existencias a destruir y socavar  los bajos fondos. Richard Benson, el icónico protagonista de estas novelas, se sumó a la lista de explotaciones comerciales en la línea de La sombra, Doc Savage, Bill Barnes y competidores como El araña u Operador 5 que eran impresos por las editoriales rivales de Street & Smith.

Ernst, que ya tenía sobre sus espaldas, escrita gran parte de su obra, confirmó su valía como autor. Era sumamente dinámico a la hora de contar una historia y sabía mezclar las idiosincrasias de sus personajes para que los clichés impuestos por los editores no constituyeran un escollo a la hora de desarrollar la aventura. Incluso fue lo suficientemente audaz para incluir un ayudante negro entre los colaboradores de El vengador. Un negro que escapaba tópico de aquellos días (los primeros años de la década del 40), ya que contaba con una educación universitaria y era tan arrojado como sus compañeros a la hora de la acción.

4379786La mirada acerada y el rostro inexpresivo de El vengador (cuyos músculos faciales habían perdido su elasticidad tras sufrir un shock emotivo al perder a su familia en mano de los gánsteres) siempre me recordaron a Rutger Hauer en su etapa de gloria de inicios de los 80. Sin lugar a dudas, hubiese sido la mejor caracterización de este personaje. Desde 1939 hasta 1942, Ernst escribió un total de 24 novelas de inigualable calidad técnica.

Pero Ernst, como todos los pulp writers de aquellos días, tenía una profusa obra sobre sus espaldas. Era un cuentista prolífico y uno de los autores más reconocidos dentro del género weird menace que había creado Harry Steeger para las revistas que salían bajo el sello de Popular Publications. Este género, como todos sabemos, tuvo su inspiración en el teatro guignolesco de cuna francesa. Su hándicap, para los cultores del fantástico, era que todas sus resoluciones debían ser racionales. A pesar de lo extravagante que fuera su desarrollo. La fórmula era sencilla: sexo sugerido, mujeres desnudas —al borde de ser descuartizadas o quemadas vivas—, psicópatas y depravados —por lo general vestidos con sotanas rojas y capuchas en punta—, alguna bruja anciana y feucha, pantanos, atmósferas tormentosas y seudo monstruos arrastrándose en la niebla. Eran relatos estremecedores en su desarrollo cuyas resoluciones mundanas echaban a perder la esencia, necesariamente sobrenatural, que planteaba el relato. Esta fórmula, en los setenta, fue recuperada en gran medida por la editorial Bruguera para su colección de bolsilibros “Selección Terror” (materia para otro post). Eso no quita que autores de la talla de Ernst, Blassingame o Hugh B. Cave, no hayan escrito piezas memorables y maravillosas.

A esta obra, Ernst también sumó relatos de ciencia ficción (muchos de largo aliento) para  la revista Astounding, como The red hell of Jupiter, Marroned under the sea —que tuvo su traducción al castellano por Francisco Arellano Editor—, o The raid of the termites.  Pero su mejor material lo publicó en la revista única, la Weird Tales. Fue en ella donde se editaron sus dos novelas más memorables: The black monarch (serializada en cinco números durante 1930) y el libro que nos compete: El doctor Satán (1935-36).

Ernst-AstoundingLa presente edición en manos de Costas de Carcosa, con una cuidadísima traducción y un memorable estudio introductorio del especialista (y amigo de la casa) Javier Jiménez Barco, constituye un absoluto acontecimiento en nuestra lengua que, como sucede en estos casos, ha pasado bastante desapercibido. El misterioso doctor Satán no sólo compila los ocho cuentos que escribió Ernst para Weird Tales, sino que también recupera sus ilustraciones originales y hasta las cubiertas de Brundage que, con mucho acierto, Jiménez Barco señala que no le hicieron demasiada justicia al personaje.

Terence Hanley, que es un investigador muy intuitivo, traza algunas coincidencias entre los pulps y los primeros comics de superhéroes. La influencia de esta serie fue grande, Terence Hanley dice que tal vez se trató de la primera historia en congeniar dos seres súper poderosos, o sea, a un súper héroe y un súper villano. En este caso serían Ascott Keane y el doctor Satán, el Yin y el Yang en la sempiterna lucha entre el bien y el mal.

Pero, como tantos otros trabajos, la génesis del doctor Satán (que Barco se encarga de detallar) tuvo que ver con un encargo del editor de la Weird Tales, Farnsworth Wright, que decidió darle batalla a las publicaciones de weird menace,  que por entonces arrasaban los kioscos, y hacer lo mismo con un autor de la casa, en plan de cuentos seriados. El invento fue un híbrido extraño, que mezclaba ciencia-ficción, fantasía, esoterismo, terror y weird menace. Tal vez la fórmula fue demasiado para la época, porque el experimento no tuvo aceptación entre los lectores y, tras solo ocho magníficas apariciones, la fórmula cayó en el olvido. A pesar de que la serie inspiró libremente un serial cinematográfico y más adelante fue brevemente homenajeada por Rob Zombie en su opera prima La casa de los mil cuerpos.

Lo más llamativo, en esta obra que reúne ocho cuentos largos —que están vinculados entre sí y que relatan una batalla contra una especie de anticristo encarnado por el Doctor Satán—, es el desparpajo con que Ernst creaba sus argumentos. El primer cuento, llamado simplemente “Doctor Satán” constituye toda una declaración de intenciones al comenzar con un millonario cuyo cráneo estalla en mil pedazos al emerger de su interior un arbusto frondoso. Es difícil sentarse a pensar una forma más estrambótica y bizarra de iniciar un cuento.  “Era como si una mano con muchos dedos pequeños y afilados hubiesen empujado hacia arriba, a través del hueso, con un grueso tronco parecido a un puño brotando desde el cerebro”. Más adelante, el doctor Satán le explica a sus secuaces que lo que busca con esta clase de asesinatos wagnerianos es, justamente, su golpe efecto, su gratuita espectacularidad. Nada de crímenes comedidos para el doctor Satán.

991ff8b72ab952d262a48fb85a41595bHay rastros del folletín francés en la ambientación de la obra de Ernst. Sin tener datos suficientes como para afirmarlo, uno puede elucubrar que el escritor tal vez fue un buen lector de autores macabros y guignolescos como Gaston Leroux, Gustave Le Rouge —Satán, en el relato El hombre que creó al relámpago, desarrolla un protoplasma que puede moldearse a su antojo y con el que puede imitar el rostro de cualquier persona. Algo ya ensayado a través de la cirugía por el inefable doctor Cornelius Kramm, el escultor de la carne, en la obra de Le Rouge—, Leblanc o Maurice Renard. Como ya dijimos, se ven estas influencias en la espectacularidad de sus crímenes, en la ambientación teatral del doctor Satán —sus guaridas subterráneas, sus servidores esclavos y tullidos, su vestimenta extravagante y su identidad resguardada por una máscara carmesí con apariencia de cráneo desnudo que parece extraída del baile de máscaras de El fantasma de la Ópera— y en esa idea de mezclar, en medidas iguales, el esoterismo con los misterios científicos. La ciencia que, en manos perversas, es un vehículo de destrucción masiva y diabólica (lejos ya de las utopías edinsonianas de fines del siglo XIX).

Poco a poco, a medida que se avanza en la lectura y en las farragosas y bizarras aventuras que creó Ernst, la figura del Doctor Satán va perdiendo su apariencia enloquecida, para transformarse en un vehículo carnal del rey de las tinieblas. Keane descubre, en un viaje al otro mundo, que Satán está enraizado místicamente al demonio y que sus caprichos psicóticos son, en realidad, comandos que recibe del inframundo. “Me pregunto si nuestro amigo cubierto de rojo podría realmente ser una encarnación de una fuerza maligna que siempre hemos llamado Satán, aunque él mismo piense que está actuando en una obra” y más adelante también dice: “¿No era concebible que Lucifer fuera solo una personificación y nombre para las motivaciones malignas de las personas, que el Doctor Satán fuera Lucifer o estuviera más cerca de él de lo que nadie había estado jamás?” Estas elucubraciones de Keane se deben a que los actos de Satán son injustificados, ya que el súper villano es millonario y no tiene una necesidad pecuniaria que excuse sus actos vandálicos, en cuyos chantajes exige millones.  Lo que se inicia como un simple argumento de raíces policiales y de bajos fondos se transforma en algo más complejo con implicaciones teológicas y trascendentales donde tiene lugar la lucha de dos símbolos tan antiguos como la humanidad, el bien y el mal en estado puro, que son representados, justamente, por la caracterización trillada de Keane y el doctor Satán y la de los secuaces que acompañan a ambos. En el caso del héroe, su compañero de aventuras, es una mujer que le sirve de secretaria “y algo más”. Con ella el héroe mantiene durante todas las historias una tensión romántica muy bien llevada y además sirve de anzuelo y de talón de Aquiles al héroe invencible. En Satán, sus secuaces son dos seres inenarrables: un contrahecho de aspecto simiesco y un tullido gigantesco que se arrastra con sus dos brazos. Herencia y mañas adquiridas por Ernst como escritor de weird menace.

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En las aventuras que creó Ernst hay material para todos los paladares, desde el terror a la ciencia ficción, desde lo bizarro a lo estrambótico. Combustiones espontáneas, miniaturización, resurrecciones de muertos, ritos vudús, aceleraciones, viajes al más allá, rayos de la muerte y toda una parafernalia rimbombante de horrores.

El misterioso doctor Satán es un ejemplo perfecto de lo que era, es y será la literatura pulp en manos de un escritor con talento, desprejuiciado y con ganas de divertirse. Los clichés son vehículos del ingenio más acérrimo y fantasioso. Es poco probable que este libro vuelva a editarse algún día y que se lo haga con una edición y una traducción tan cuidada como la que realizó Javier Jiménez Barco, por lo cual perderse la oportunidad de obtener un ejemplar, sería un pecado imperdonable en manos del aficionado al género.

Adenda:

Consultado por Árboles Muertos, el amigo Javier Jiménez Barco nos confesó que:

Costas de Carcosa es un sello editorial que cruza a dos editoriales distintas: Barsoom y Pulpture. Cuando apareció, mucha gente me preguntó si eso significaba que Barsoom iba a dejar de existir, y yo aseguré que no. Lo que pasa es que Barsoom saca novedades todos los meses y yo trabajo a toda máquina. Al existir un segundo sello dedicado al pulp clásico, puedo sacar en él materiales que por extensión se quedaran algo cortos para un libro de Barsoom, probar con el formato libro de bolsillo, y contar con la ayuda de la gente de Pulpture, lo cual me permite embarcarme en proyectos que, de otro modo, tendría que hacer solo y, por tanto, descartaría por no tener tiempo.

Es decir, Barsoom sigue por un lado, y los jóvenes de Pulpture siguen, por el suyo, sacando cosas. Pero cada pocos meses nos juntamos y unimos fuerzas para sacar algo entre todos. Eso es Costas de Carcosa.

En cuanto al material del Dr Satán, yo lo conocía desde hacía décadas, cuando preparé un artículo sobre los villanos weird de los pulps de los treinta. Yo ni siquiera había montado Barsoom todavía, pero los planteamientos de las historias pulp tanto del Doctor Death como del Doctor Satán me parecieron tan enloquecidos y tan bizarros, que ansié en secreto que alguien publicará algo de eso en español. Y años después, cuando comencé a hacer una lista de material interesante para Carcosa, me dije, ˈaquí lo voy a sacarˈ”.

Mariano Buscaglia

Espadas Salvajes nº 1 (2018)

Autores: Varios

Edita: Suseya, Madrid, 2018

De nuevo aviso: estoy participando con un cuento aquí. Asi que la reseña –como siempre que reseño algo donde participo o hay alguna relación amistosa con el autor – lo aviso para que se evalúe a la hora de creer mi reseña.

Esta vez, la culpa de todo fue el hecho que la obra literaria de Robert Howard quedó en la Union Europea en dominio público. Eso implicaba que cualquiera puede escribir sobre sus personajes sin quebrantar la ley. Si tenemos en cuenta que en esos personajes tenemos a Conan, King Kull, Salomon Kane y demás héroes aventureros, esto daba pie para el entusiasmo de muchos autores. Por ejemplo los que participaban (mos) en un grupo de Facebook de aficionados a la literatura pulp. Rápidamente salió la idea de hacer una revista donde se escribieran historias de los diferentes personajes de Howard. Pastiches si se quiere. Que es un género que cada vez se ve con más frecuencia (y que no quiere decir que el material sea inferior al original, que ahí tenemos versiones muy interesantes de personajes clásicos hechas por otros autores). Este es el resultado de esta idea.

En primer lugar, la principal crítica que uno puede hacer es que casi todos no pudieron resistirse a escribir historias sobre los personajes más conocidos de Howard: Conan y Kull. De los siete relatos, solo dos (el mío, dedicado a Steve Costigan, el marinero boxeador de Howard y “el aliento de la muerte” de Andrés Diaz Sanchez, que, sin embargo está ambientado en un momento crucial en la biografía del guerrero cimerio, aunque este hace solo un cameo al final) no los usan. Pero, vamos, era de esperar que, ante la posibilidad de jugar con el juguete soñado, la mayoría fuera a por él. Vamos que esto es para disfrutarlo.

Pero fuera de eso el contenido de la revista es parejamente sólido con historias que bien podrían haber sido del canon de los personajes howardianos sin inconvenientes. Sólidas, efectivas, bien hechas, que se leen bien. Lo que toda buena revista de relatos de aventuras debe hacer. Además hay un artículo sobre el paso de Conan por otros medios que es sucinto pero bien investigado.

En síntesis, yo creo que es un buen primer paso. Si les gusta Howard, sus personajes, la aventura y la fantasía épica, vale la pena conseguírselo. Y a esperar números con mas historias (y esperemos que con mas personajes).

El diablo de Max Brand (y algunos devaneos sobre la verborrea pulposa)

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Max Brand fue el seudónimo más popular del autor estadounidense Frederick Schiller Faust que nació en 1892 y murió en 1944. Faust, sin lugar a dudas, fue el autor pulp por antonomasia. A pesar de haber gozado en vida de una popularidad rayana en el fanatismo y de ocupar un espacio privilegiado en cuanta revista popular surgiera en el mercado; hoy en día su obra ha quedado relegada al olvido. Faust era sin duda un artesano del género y un especialista en fórmulas que funcionaban muy bien por aquellos años. En la actualidad esos artificios se han petrificado y el encanto de su prosa ya no hechiza al lector de nuestros días, poco enamorado de los personajes acartonados y de los argumentos donde el bien triunfa siempre sobre el mal. Los héroes en espuelas de Brand no engañan a nadie y sus tramas, lamentablemente en muchas ocasiones, sólo pueden reducirse a grandes muestras de estilo y poco más. Resulta casi imposible catalogar las obras de Faust, ya que fue el artista más profuso del género, y su talento también se propaló a campos diferentes como el guión radiofónico, cinematográfico o historietístico. Su obra es, prácticamente, inabarcable.

tmpAB10_thumb6Fue en Hollywood donde el legendario Frank Gruber tomó contacto con Faust. Esta amistad merece recordarse, ya que Gruber le dedicó un capítulo entero a Max Brand en su mítico libro The pulp jungle. Gruber cuenta que Brand escribía por día no menos (y tampoco no más) de catorce páginas. Esa producción dio como resultado que tuviese, tras treinta años de trabajo infatigable, el total de un millón y medio de palabras al año. Lo hacía sin tomarse  descansos, feriados o fines de semana. Todos los días, catorce páginas. Ni una más, ni una menos. Por eso Gruber lo llamó: “el autor más prolífico de todos los tiempos”. Gruber señala: “Empezaba a trabajar por la mañana llevando consigo un termo lleno de whiskey y, hacia el mediodía, ya lo había terminado. Durante la tarde, escapaba por la puerta trasera, por alrededor de una hora y media, y tomaba tres tragos de parado en un bar. Cuando regresaba a su casa, a las cinco y media, tomaba una cena ligera y empezaba a beber en serio”. Faust le confesó a Gruber que no podía empezar a escribir hasta no haber bebido lo suficiente como para “salirse del mundo”.  El método de trabajo de Brand en Hollywood era escribir argumentos, ya que nunca se rebajaba a la parte técnica de pulir un guión.

Faust entró en el mercado de los westerns gracias al mítico editor Bob Davis (director de las legendarias Munsey’s magazine y All story). Davis fue el que le propuso a Faust ser el próximo Zane Grey, pero para lograrlo necesitaba un nombre de pluma más corto. Así nació Max Brand. Probablemente, aventuran los estudiosos del autor, la causa del cambio del nombre se debió a que, por aquellos años, EE.UU. estaba en guerra con Alemania y se quería evitar una mala predisposición de los lectores ante el origen germánico del apellido del autor. En todo caso, Max Brand fue el seudónimo más conocido de unos quince seudónimos diferentes que ponen en evidencia la capacidad camaleónica y la copiosidad literaria del autor. En los años treinta cambiaría de casa editora y se volcaría por la sempiterna Street & Smith y su publicación estrella Western Story Magazine dirigida por Frank Blackwell. El período de oro de la producción western la escribió Max Brand en Italia. Faust vivía en una villa en Florencia, desde donde producía las infatigables aventuras de sus héroes de espuelas y revólver. Fue durante esos años que se ganó la corona que le valió el indiscutido título de “Rey de los pulps”. Frederick se instaló en Italia, porque fue diagnosticado con una afección cardíaca que en cualquier momento podía producirle la muerte. En Italia, además de continuar escribiendo poesía, pasión que lo acompañó toda la vida, se dedicó a profundizar, con la ayuda de un profesor, sus estudios del griego. La pasión por la literatura clásica se ve reflejada en los argumentos vertiginosos de Brand, muchos de ellos salpimentados del pathos greco-latino. Personajes atormentados y dispuestos a todo. Al final de su vida, Faust regresó a Italia como corresponsal de guerra para la revista Harper. Allí encontraría su muerte bajo el fuego de la metralla enemiga. Su sueño de escribir la gran novela de guerra, nunca llegó a realizarse.

El diablo fue como se conoció en la Argentina a la primera novela de la saga de Silvertip. Un personaje legendario de Max Brand que contó con no menos de trece novelas (aunque algunas fuentes sólo señalan nueve). Silvertip es el clásico héroe del oeste que luego asumiría Clint Eastwood, ya con un tratamiento más maduro y metafísico del género, en el mundo del cine. Un héroe de rígidos principios, pero que carga sobre sus espaldas un pasado donde ha cometido errores que necesita borrar a través del duro camino de la redención y la violencia. La novelita fue publicada originalmente en formato libro por Grosset & Dunlap en 1942 y contó con una serialización  previa y condensada en la  Western Story’s magazine en marzo de 1933 (tal vez la versión que usó Acme fue la de la revista y no la de la novela. Por lo que es probable que los textos que se traducían surgieran de estas publicaciones y no de los libros). El personaje, Jim Silver, apareció por primera vez en la novela The stolen Stallion también publicada en la Western Story’s magazine.

La novela cuenta con 83 páginas a dos columnas, de letra bastante apretada. Si bien el texto se lee con fluidez y, sinceramente, los cortes no se ven, me asalta la duda de si el traductor (¿Julio Vaccareza?) hizo lo suyo a la hora de reducir la novela o si, como dije más arriba, usó la primera versión del texto.

Christian Vallini Lawson, editor de revistas como Aventurama u Ópera Galáctica, fue la primera persona que me habló de esta novela. El diablo siempre surgía en nuestras conversaciones cada vez que hablábamos de ese subgénero, tan poco conocido y frecuentado por estos lares, que tiene el nombre de “weird western”, o sea, western raro o extraño. Lawson siempre sostuvo que El diablo se trataba de una novela de vampiros bien camuflada. Y, sinceramente, existen elementos en el texto como para jugar con esta hipótesis. Sin embargo, a la hora de llegar a una conclusión, es imposible considerar fantástica a la novela, y los flirteos de Faust con el género fantástico, en esta ocasión, sólo parecen ser giros literarios para imprimirle una atmósfera algo ominosa al argumento. Se habla de un pueblo llamado Harverhill como una zona maldita y misteriosa. Sus habitantes, de personalidades apocadas y reservadas, provienen de algún sector del este de Europa, y nadie sabe, a ciencia cierta, hace cuánto tiempo viven en ese pueblo aislado. A la vez, hay elementos que codean con otro género popular de aquellos años: el weird menace. Este subgénero había nacido bajo la inspiración del teatro francés de Grand Guignol (fenómeno que merece por sí solo otro artículo). En la novela hay ranchos que parecen castillos, hay mazmorras húmedas, salas de tortura  y un enano perverso que posee la cara desfigurada por un accidente que le arrancó toda la piel de su rostro. En conclusión, la novela no es fantástica, pero cuenta con elementos suficientes para, al menos, considerar que es un western atípico, o sea, raro, o sea, weird.

silEl diablo, como dije más arriba, se publicó en la colección “Suplemento de Rastros, selección de novelas y cuentos de aventuras” de la editorial Acme, el 30 de mayo de 1951. El formato tenía 13cm de ancho por 18cm de alto. Se trataba del número 19 de una colección que llegó a casi trescientos números (extendiéndose hasta principios de los años sesenta, ya con un formato de bolsilibro). La dinámica de la colección era publicar una novela corta, a lo que le seguían dos o tres cuentos y una historieta, en sus primeros números, a color. En los cuentos el western se combinaba con el género gauchesco y también, muchas veces, con el género fantástico. Por sus páginas se pasearon destacados autores locales del género popular como Rodofo Bellani, Miguel A. Marseglia o Sara Poggi.

Dada la producción infatigable de Faust, sus tramas y personajes son necesariamente acartonados y formularios, sin embargo, eso no le resta encanto ni méritos. Hay talento detrás de los atajos literarios que usaba Max Brand y se nota. Bandini es el mexicano malo de turno. Un personaje mefistofélico que parece extraído de algún serial de la Republic o de alguna página dominical firmada por Alex Raymond. Es este carácter el que mete en problemas a Silvertip y el que, a su vez, le permite ser un héroe y, como ya dije, el que le abre el camino para hallar la redención a través de la violencia. Bandini es un mexicano que se ajusta a clichés que hoy pasarían por poco éticos y racistas. Es un mexicano roñoso, bocón y cobarde, que elude un duelo con Silvertip, disfrazando de sí mismo a su compañero, para que el héroe lo confunda con él y lo liquide antes de que se aperciba de su error. Este traspié conduce a Jim Silver a buscar el perdón en el padre del muchacho asesinado, que resulta ser un mexicano hacendado que vive en pie de guerra con unos vecinos gringos que tienen algo de cuatreros y de asesinos. Naturalmente, la buena predisposición de Silvertip no cae en gracia al padre del muchacho asesinado que lo arroja, sin mayor trámite, al calabozo. Poco  después, el argumento da un giro y la suerte vuelve a posarse sobre los hombros de Silvertip que se transforma en una especie de reencarnación del hijo que siempre quiso Pedro Monterrey, el hacendado. Lo que sigue es un ajuste de cuentas con los malvados, algún romance en ciernes, traiciones, y el camino del perdón que es lo que desenvuelve la trama de esta novelita sencilla, aunque no menos encantadora.

Tres cuentos acompañan a la novela. El primero se titula Un trabajo privado y pertenece a Wayne D. Overholser, autor posterior a Max Brand, que tuvo una dilatada carrera como escritor de westerns y que conoció, también, muchas traducciones al castellano de sus novelas, sobre todo en los años setenta. Tuvo además un breve acercamiento a la temática weird western con la novela Diablo Ghost en 1978. El cuento es uno más del montón y va sobre mineros, ladrones y un hombre contra todos. Le sigue Fuego de Jack London. Seguramente esta no sea la primera traducción al castellano de lo que es, para mí, el mejor cuento de London y, sin duda, uno de los mejores relatos jamás escritos. Fuego es una lección de suspenso en pocas páginas. Es un cuento que delata su final apenas comienza y que, sin embargo, se lee con mayor fruición a medida que se adelantan las palabras. La ansiedad y la posterior resignación del personaje que se dirige a un campamento en el helado Klondike son inolvidables, así como también la percepción tardía de que el frío liquidará al personaje en pocas horas. Casi 60 grados bajo cero. Cuentos del agua de Pedro Inchauspe es un relato campero que aborda el tema de la sequía para armar una correcta historia de suspenso, alrededor de un olvido que puede acarrear mortales consecuencias. La historieta (como la mayoría de las historietas que publicó en su primera etapa el Suplemento) es olvidable. Da la impresión que está dibujada sobre fotos y tiene algo de fotonovela romántica, con el plus de estar pésimamente coloreada. La historia, basada en algún argumento de Zane Grey, es  sosa y trillada. No tiene otro valor más que el que posee como curiosidad documental.

Tal vez sea en sus fallas y en las zonas más petrificadas de su literatura donde veamos los rasgos más populares de la fórmula de Max Brand. Sin embargo, fueron los detalles que imprimió a su producción (en este caso la atmósfera que parece haber tomado prestada de una novela de vampiros) lo que lo diferencia de autores cuyos nombres y seudónimos hoy yacen, definitivamente, sepultados en el desierto del olvido.

 

Mariano Buscaglia

Sexton Blake en Sudamérica (Sexton Blake in South America, 1922)

Autor: ¿?

Edita: Edicones Ignotas, Buenos Aires, 2018

Hace muuuchos años, el Centro Editor de America Latina (esa editorial que sacaba libros buenos bonitos y baratos) había sacado uno de los primeros estudios sobre el folletín y la literatura popular hecho en Argentina. Lo interesante era que, en la tapa aparecía un afiche de esta novela, que nos decía que Sexton Blake (esa versión serie B de Sherlock Holmes que se vendió desde Inglaterra por el mundo durante décadas) llegaba a nuestro país para cazar dinosaurios. Obviamente, para todos aquellos que leìmos ese libro la curiosidad por leer el relato original quedaba pegada en nuestra cabeza. Claro, encontrarlo era una tarea cuasi imposible, porque desde su publicación, el relato nunca había vuelto a salir.

Y entonces, aparece nuestro amigo (Y colaborador del blog) Mariano Buscaglia.

Quien, entre otras cosas, es el editor de su propio pequeño sello editorial, Ediciones Ignotas, dedicado a rescatar libros perdidos en el tiempo. Material difícil pero que vale la pena rescatar para gente de gustos psicotrónicos. Como servidor. O los lectores de este blog.

Así que, tras hallar la edición argentina original de esta historia (en la revista Pucky de 1922) decidió editarla como edición fascimilar, acompañada por un artículo de Pepe Muñoz, detallando la importancia del personaje y el origen de la historia (que se basó en las noticias sobre el avistamiento de un monstruo prehistórico en los lagos del Sur, que daría pie a nuestra leyenda del Nahuelito ). Y nos entregó este relato para que los aficionados a la literatura de derribo pudiéramos disfrutar.

¡Y cómo!

La novela tiene todo lo que uno puede esperar de este tipo de material: plantaciones de coca en los bosques de Chubut (evidenciando un desconocimiento de la geografía fastuosa: la coca no se planta ahí y si algo caracteriza a la provincia patagónica de Chubut es tener kilómetros y kilómetros de terreno llano y semi arido, apenas variado por algún arbusto); pigmeos nativos; troncos que se deslizan por los ríos de la Patagonia, cruzando los Andes (sospecho que burlando la ley de la gravedad porque no veo como ríos que nacen del lado del Atlantico puedan terminar en el Pacifico); hombres misteriosos manejando una fábrica de merca en medio de la nada y siendo temidos por la región; zulúes disparando ametralladoras en cuevas; el uso de las boleadoras como arma mortal; y como broche de oro, un plesiosaurio de color rojo vivo y coleando. Todo esto en una historia de ritmo frenético (que puede resumirse asi: hay rumores que hay un dinosaurio en la Patagonia y además hay un muerto en Londres relacionado con el tráfico de cocaína y Sexton Blake va a investigar ambas cosas) donde pasa de todo. Desde ya no esperen cosas personajes tridimensionales o pretensiones de realismo, que saldrán defraudados. Todo es gozo puro y duro de la literatura pensada para desechar sin perdurar.

Si usted es uno de los que le gusta este tipo de material, no lo dude mas: vaya a la pagina de Ediciones Ignotas y solicite su ejemplar. Se lo recomendamos totalmente.

Una lectura a Gallegher de Henry Kuttner

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La narrativa de Henry Kuttner siempre estuvo en las lindes de dos grandes corrientes de la literatura fantástica norteamericana, por un lado la de los maestros de Weird Tales, encabezada por los tres mosqueteros del espanto H. P. Lovecraft, Robert E. Howard y Clark A. Smith, donde Kuttner debutó y se formó literariamente; y la otra fue la de los escritores que se descollaron en revistas como Fantasy and Science fiction, Astounding o Unkwnon, donde se lucirían leyendas literarias como Fredric Brown, Leigh Brackett, Fritz Leiber, Ray Bradbury (a quien Kuttner le escribió el final de su primer cuento The candle, publicado en 1942 en la revista Weird Tales) o Richard Mathenson. Éste último siempre señaló la influencia de Kuttner en su trabajo, basta pensar que una de sus novelas más famosas (The incredible shrinking man, 1956) fue claramente inspirada por la novela corta de Kuttner, Doctor Cyclops, publicada en 1940 en la revista pulp Thrilling Wonder Stories y llevada al cine el mismo año por          Ernest B. Schoedsack, bajo la producción de Merian C. Cooper.

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Kuttner fue un caso paradigmático en la literatura fantástica norteamericana de mediados del siglo XX. Un escritor que escribió, en un período reducido de tiempo (ya que la muerte lo sorprendería en sus tempranos cuarenta y dos años), un volumen de obra cuantioso, con una calidad,  casi siempre, rayana en la genialidad. Al igual que en Fredric Brown, en Kuttner esa genialidad parecía ser natural, sin afectaciones, como una especie de don ofrendado por algún demiurgo moorckoniano, algo pasado de copas.

Entre sus logros literarios están sus novelas de ciencia ficción, en las que trata con infinita destreza el tema de las mutaciones; en Elak de la Atlántida ensaya con muy buena fortuna el género de Espada y Brujería y el de la Fantasía oscura en The dark world, novela que maneja, con un pulso maestro, la doble personalidad del protagonista.

En 1940, Kuttner contrajo matrimonio con C. L. Moore. Con ella formaría una fusión simbiótica (una especie de “Gestalt Kuttner-Moore”) en el campo literario y juntos darían a luz textos extraordinarios que aun no han sido lo suficientemente estimados. Basta recordar la novela en clave paródica Beyond Earth’s Gates (1949) que iba a la saga de lo que se escribía en Unknow y que sentaría las bases de un estilo que luego frecuentarían autores de la talla de Terry Pratchet, Piers Anthony o Jonathan Carroll.henry_kuttner_relatos

Jorge L. Borges sostenía que los trabajos en colaboración, cuando eran firmados por ambos autores, siempre generaban en el lector la necesidad de descubrir quién escribió tal párrafo o qué autor era superior. Todo esto redundaba en una apreciación negativa del libro. Borges lo ejemplificaba con los textos escritos por la dupla Stevenson-Osbourne, que a veces prefería a los que había escrito el propio Stevenson en solitario. Sostenía que la prosa equilibrada de Osbourne perfeccionaba a Stevenson y que, sin embargo, esto no había sido notado por la crítica literaria, porque siempre se detuvieron en los aspectos individuales de cada autor. El simbionte Kuttner-Moore fue más allá, bajo seudónimos como Lewis Padget o Lawrence O’Donnell alcanzaron una cuota tan alta de perfección en lo que a colaboración literaria se refiere que es imposible determinar qué página o párrafo pertenece a Kuttner y cuál otro a Moore. Según cuentan, se turnaban frente a la máquina de escribir en la escritura de una novela o cuento tomando la posta en cualquier párrafo o, incluso, continuando una oración inconclusa que el otro acababa de escribir. Este poder camaleónico terminó por afectar la gloria que Kuttner y Moore merecían. Amigos cercanos al escritor, siempre le achacaron a Kuttner un exceso de modestia al camuflar su nombre en diversidad de seudónimos, lo que a la larga le jugó en contra, ya que el grueso del público lector fue incapaz de conectar ese abanico de nombres rimbombantes con el del autor californiano. Pasaron décadas de lentas reediciones para que la fama de Kuttner se afianzara en el fandom literario de ciencia ficción y fantasía, lo que sumado al reconocimiento de sus pares y discípulos literarios permitieron consagrar al autor de Gallagher como un maestro indiscutido en el campo de la ficción literaria.GALLA-3

Gallegher está entre las obras más memorables de Henry Kuttner y, según confiesa la propia C. L. Moore en la introducción que realizó para el libro Robots have no tails (que reunía por primera vez los cuentos publicados entre 1943 y 1948 en la revista Astounding), el mérito de los relatos se debía enteramente a Kuttner ya que ella, en este caso, se limitó a oficiar solo de lectora. Lamentablemente no se puede saber si el cariño que Moore sentía por su esposo la inspiró a otorgarle todo el mérito de la creación y redacción de Gallegher a Kuttner o si, en cambio, nos dijo la verdad. No es un dato menor que tras la muerte de Kuttner, Catherine Moore prácticamente dejó de escribir y se limitó a ser una albacea de su obra y la de su marido.

El protagonista de los relatos, Galloway Gallegher (Kuttner había olvidado el nombre del autor entre el segundo y tercer relato, llamándolo Galloway en vez de Gallegher, lo que solucionó en la cuarta historia usando los dos nombres, uno de ellos como apellido) es un científico alcohólico cuyo genio relumbra cuando aflora a la superficie su subconsciente. Este estado de cosas tiene el latiguillo cómico de que al despertar de su resaca, el científico se encuentra con un invento maravilloso e incomprensible que, por regla general, complica su existencia hasta que logra elucubrar cuál es la función práctica del objeto que creó en estado de gracia. También por regla general debe volver a emborracharse para responder al enigma. Los cinco cuentos que conforman el volumen recorren algunos de los clichés más hermosos del género de ciencia ficción, hay viajes y paradojas temporales, visitas de seres extraterrestres del futuro, encarnados por unos conejitos símil peluche que pretenden dominar el mundo, dimensiones paralelas y un androide con cuerpo transparente que pasa su tiempo contemplándose al espejo, por lo que el inventor lo apoda “Narciso”.

En conjunto, Los robots no tienen cola, como se llamó originalmente la primera edición de esta antología de cuentos (que publicó Gnome Press en 1952), es un libro extraordinario que retrata la edad de oro de un género que hoy parece haber perdido para siempre esa sensación de maravilla.robot

La edición en castellano pertenece de la editorial Proyecto F, dentro de su “Colección Ficciones”. El empaque del libro es de excelencia y no se le puede achacar nada. La edición respeta las ilustraciones originales y la traducción es muy correcta y cuidada . Lo curioso de esta edición es que solo fue de 55 ejemplares numerados (a mí me tocó en suerte el número 24). Este tipo de capricho es posible hoy porque la impresión por demanda se ha abaratado muchísimo y los aficionados encontraron la forma de satisfacer sus sueños de llevar al castellano muchos libros de autores cuyo momento de gloria quedó en el pasado, aunque su calidad permanece incólume. Estos escritores ya no encuentran espacio dentro del catálogo de las editoriales de renombre. La ambición monetaria de estas corporaciones impersonales ha excluido de sus proyectos los llamados nichos para entendidos. Por lo que el fandom ha salido, una vez más, al rescate de la memoria y de la calidad literaria. El mayor logro de este grupo de especialistas de Proyecto F fue haber reimpreso, en bellísimas ediciones facsimilares, los 45 números de la mítica revista mexicana Los cuentos fantásticos, un logro que no ha tenido el eco que merece en los sitios especializados, tal vez por el difícil acceso que a veces tienen estas tiradas pequeñas.

 

 

Las primeras aventuras del Pirata Negro.

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Es siempre motivo de felicidad regresar a lugares gratos y, ahora que una cercana relectura me ha refrescado sus argumentos, aprovecho para redactar estas líneas como invitación al descubrimiento de El Pirata Negro, la serie más longeva de uno de los tres mosqueteros de la novela popular española de posguerra: Pedro Víctor Debrigode.

Debrigode fue un autor nacido en Barcelona en 1914, de padres franceses. Participó en nuestro último conflicto civil desde el lado franquista por la sencilla razón de encontrarse en Canarias, zona nacional, al estallar la guerra y ser reclutado. No fue en modo alguno un soldado modélico; en realidad sería todo lo contrario, pues acabó por dos veces en penales militares, una bajo sospecha de facilitar información al enemigo y otra por apropiarse de dinero del ejército e intentar desertar. Lo más sorprendente es que no acabara ante un pelotón de fusilamiento siendo días tan crueles, y eso puede darnos un indicio de su labia, encanto natural y poder de persuasión, capaz de vender congeladores a los esquimales.

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Su colega escritor y empleado en Bruguera, Francisco González Ledesma (Silver Kane) afirmó que Debrigode solía narrar su fuga de la cárcel gracias a la ayuda de una mujer y a unas sábanas anudadas… Esas anécdotas debemos contemplarlas con escepticismo, dado que Debrigode era un fabulador chistoso a quien no conviene creer con fe ciega. Lo cierto es que estando en la cárcel empezó a escribir sus primeras novelas, de géneros policíaco y romántico, que le publicó a partir de 1943 la madrileña Ediciones Marisal.

Debrigode sale de prisión en octubre de 1945 y empieza su vinculación con la Editorial Bruguera, emplazada en su ciudad natal. Allí recibiría mayoritariamente cobijo a su producción literaria hasta los años 70.

Bruguera había nacido como editorial en 1910 con el nombre de El Gato Negro y durante el periodo de la guerra había visto sus talleres nacionalizados por la Generalitat. Llegado el conflicto a su fin, se renovó cambiando su nombre por el de la familia fundadora y propietaria: Bruguera. La editorial se enfocó desde el principio a las publicaciones más comerciales, en forma de revistas ilustradas para niños y folletines sensacionalistas; pero, ante el éxito en el campo de la novela popular que estaban teniendo Molino y Clíper, en 1944 Bruguera decidió participar en ese mercado recuperando, con estética remozada, algún folletín previo a la guerra, como la anónima Tabú, vengador de esclavos, y encargando nuevos seriales a uno de sus primeros autores habituales, Fidel Prado. Escribiría para ellos El dragón de fuego y La secta de la muerte, ambientados en el exótico Oriente.

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Eran los días en los que José Mallorquí vendía más de cien mil ejemplares de las novelas de El Coyote. Bruguera quería algo semejante, una serie narrativa protagonizada por un personaje fijo. No sabemos si fueron los editores quienes propusieron el tema o si la idea nació del propio Pedro Víctor Debrigode; sea como sea, el género escogido, pura aventura de capa y espada, se alejó por completo de sus competidores, que solían centrar sus preferencias en las novelas policíacas y del Oeste.

El Pirata negro apareció a la venta en marzo de 1946, con la firma de Arnaldo Visconti en la cubierta. El seudónimo italianizante, seguramente reclamo y homenaje a Rafael Sabatini y Emilio Salgari, muy populares entre los lectores de aquel entonces, lo utilizaría Debrigode en el primer periodo de su carrera para todas sus novelas de época, como El Halcón, Diego Montes, El Aguilucho o El Galante Aventurero, mientras empleaba su nombre verdadero en novelas de acción contemporánea, como Audax o El Capitán Pantera. Más tarde, en los años cincuenta, inauguraría el seudónimo de Peter Debry, que le acompañará durante décadas en novelas policíacas, de ciencia ficción y westerns.

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Como vemos desde el primer momento en las ilustraciones de Provensal, el protagonista de El Pirata Negro, Carlos Lezama, debe mucho en su apariencia física a Douglas Fairbanks. El actor norteamericano había protagonizado una película titulada, precisamente, The Black Pirate, cinta muda pero con fotografía pionera en color, que debía mucho en su dirección artística a las maravillosas ilustraciones sobre piratas de Howard Pyle. El propio Debrigode lo describe con un aspecto semejante en el mismo texto: fino bigote curvado, arete en el lóbulo de la oreja, pañuelo rojo en la cabeza, botas mosqueteras y todo él vestido de negro… También su carácter, atrevido y juguetón, debe mucho al personaje que Fairbanks gustaba de encarnar en la pantalla.

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La primera novela, La espada justiciera, es un prologo alejado aún de la variedad de aventuras que habrán de publicarse en el futuro, una obra de presentación de personajes, bastante convencional en su argumento, aunque también revela muchas de sus virtudes. Tenemos, de partida, a la típica joven dama, hija del virrey de Panamá, que regresa a la colonia después de haberse educado en España. Para su sorpresa, encontrará a la población en una situación miserable y a su padre abúlico e incompetente, con su personalidad abotargada, el ánimo vacilante, preso por completo en la influencia de su segundo al mando, un mercenario portugués, y sojuzgado por los encantos carnales y los bebedizos de una hechicera nativa que vive en los pantanos. La muchacha, quien ha oído hablar de las actividades en la región de un caballeroso corsario siempre dispuesto a prestar su acero a las víctimas de la injusticia, hará llegar al Pirata Negro un mensaje rogando su auxilio. Lezama se enfrentará al portugués y a la sensual hechicera, restaurará el orden y propiciara que la joven encuentre el amor en brazos de un apuesto y leal oficial de la guardia.

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En esta novela, Debrigode nos lleva con su héroe ya en activo y célebre en el Caribe. Deberemos esperar algunos años para que nos cuente con detalle su origen, bastardo de sangre noble criado por una mulata, y sus correrías inaugurales en La primera aventura, aparecida en 1952 dentro de la Colección Iris, cuando ya la serie se había cancelado. La espada justiciera es una novela que juega a introducir rápidamente al lector, mediante la acción y la peripecia, en el escenario y la época, al tiempo que nos describe los rasgos fundamentales de su protagonista y presenta algunos personajes secundarios que desempeñarán papeles importantes en las tramas futuras, como el negro sordomudo Tichli, el angelical Juanón o el feo pirata de rostro maltrecho Cien Chirlos, avanzadilla de un amplio reparto.

Debrigode se nos revela como un narrador ágil y colorido, culto, bien documentado, que no menosprecia a sus lectores por consumir literatura de evasión, pues redacta con una asombrosa riqueza de vocabulario. Se maneja perfectamente tanto en la descripción, sin los esquematismos tan propios de otros autores populares, como en los diálogos, rápidos e ingeniosos, con bastante humor, sobre todo en labios de Carlos Lezama.

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Con la segunda entrega, La bella corsaria, ya tenemos la prueba de que las aventuras del Pirata Negro no se limitarían a las aguas del Caribe, algo que podría haberse convertido en monótono, si tenemos en cuenta que se escribirían ochenta y nueve novelas sobre el personaje. Sus correrías tienen lugar por todo el ancho mundo, desde el Golfo de México a las ciudades europeas, como París, Venecia o Sevilla, por el Mediterráneo y los desiertos del norte de África, en la jungla y en el pintoresco Oriente Medio… En esta ocasión seguiremos a Carlos Lezama hasta Francia, donde pretende obtener información sobre el derrotero y la fecha de partida del barco fletado por el rey galo para llevar oro con el que mantener sus colonias americanas. En París hará amistades y enemigos, entablará duelo con un peligroso espadachín y, lo que es más importante, quedará atrapado en las redes del amor. El objeto de su pasión será Jacqueline de Brest, que le corresponde en sus sentimientos. Sin embargo, en un gesto de gallardía, Lezama juzga que un fuera de la ley, un pirata, no puede aspirar al corazón de Jacqueline, y marcha de Francia rechazando su atracción e interiormente destrozado.

En la segunda mitad de la novela vemos al Pirata Negro conseguir la captura del oro francés, en el Caribe, y liberar Haití de un aventurero holandés que ha sojuzgado a su población con el poder de las armas —en sintonía con el nacionalismo imperante en la dictadura fascista, las novelas de El Pirata Negro, aunque transcurran en la América hispana, suelen tener como principales villanos a extranjeros, no a españoles—. Además de estas peripecias, Carlos Lezama vivirá un encuentro donde se nos advierte que el carácter burlón del Pirata Negro tiene mucho de disfraz, de coraza, que su corazón también sangra y que en las siguientes crónicas de su vida también tendremos un componente de tragedia. Porque Lezama se enfrenta, en esta novela, a una mujer pirata que auxilia al dictador de Haití, La Corsaria Bretona. Cuando contemple su rostro por primera vez por el catalejo, apunto sus naves de trabarse en combate mortal, descubrirá que la misteriosa corsaria es nada menos que Jacqueline de Brest, la mujer a quien ama desesperadamente… Un primer indicio de las tramas, en ocasiones muy melodramáticas, que habrá de contarnos Debrigode en los siguientes títulos de la serie.

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La edición original de El Pirata Negro, con su encanto formal propio de las publicaciones pulp, no es fácil de conseguir hoy en día, salvo armándose de paciencia y con una gran dosis de suerte, pues han transcurrido setenta años desde su aparición. Darkland Editorial, en 2015, publicó un volumen con sus cuatro primeras novelas, sustituyendo las ilustraciones originales por otras nuevas de Joan Mundet. Si estas palabras mías han servido para despertar algún interés, tal vez aún tengan tiempo de conseguir un ejemplar.

Doctor Campeón

Autor: José Mallorquí

Colección: La novela deportiva n° 38

Edita: Molino, Buenos Aires, 1941

Bill Collins es un boxeador excesivamente técnico, con cero emoción a la hora de pelear. No da ningún golpe espectacular, se la pasa defendiéndose del rival, golpeando pequeños golpes en lugares precisos hasta que los cansa y los noquea. Todo muy frio, muy prolijo, muy matemático. Para eso usa sus conocimientos como médico para convertirse en campeón universitario de boxeo. O sea es un “pecho frio”: talentoso pero con menos onda que leer un libro de contabilidad.

Y por supuesto el joven médico-boxeador se topa con la disyuntiva de seguir en el boxeo profesional o en su carrera. Y, si bien preferiría seguir como médico, los problemas económicos familiares lo hacen decidir por el ring. Y se labra una carrera de ser el Messi boxeador: un tipo que gana todo pero no emociona. Y de hecho la mayoría cree que es un tipo con suerte. Por supuesto la disyuntiva final es pelear un combate final para demostrar su talento antes de retirarse como campeón invicto…

Uno de sus primeros trabajos como novelista de Cesar Mallorquí era escribir estas novelas deportivas que Editorial Molino publicaba en Argentina, aunque con autores españoles. El resultado final (si esta novela es un ejemplo típico, que no lo sé) es que Mallorquí ya estaba para jugar en primera fila. La novela corta se sostiene en todo momento, con personajes creíbles, una trama muy bien llevada y un ritmo muy creíble.

Pero, como la historia se quedaba corta, Mallorquí entrega un segundo relato, un western protagonizado por los Tres Hombres Buenos, una de sus primeras creaciones con un cierto éxito. Y por cierto, acá tenemos un dato interesante: revisando la web, hallo que todo el mundo registra su primera publicación en la serie Nuevos hombres Audaces en 1942. Y aquí tengo un relato en 1941. Otro dato: los protagonistas son el mexicano Diego de Abriles, el portugués Joao Da Silveira y… el americano Allen Moffett, en vez del español César Guzman. Este relato “piloto” casi siempre se salta en las bibliografías oficiales de la serie. Tan solo (como me indica le colega Armando Boix Millan) Ramón Charlo indica de su existencia en su monografía “José Mallorquí, creador de El Coyote”.

Pero vamos a la historia en sí, “La ciudad del crimen”. Los Tres hombres Buenos llegan a la San Francisco de 1865, una ciudad para nada pacífica, dominada por la banda de Hubert Hicks. Y la única solución es volver a reflotar los Vigilantes de san Francisco (un grupo que efectivamente existió en la vida real) para ajusticiar a los bandidos (nada de esas tonterías de juicio justo y respeto a la ley, que joder). Lo interesante es que, en esa trama funcional, logra darles ciertas pinceladas tridimensionales a los personajes. Hicks no es un villano obvio: tiene rasgos generosos en un momento, una tristeza oculta y hasta una cierta justificación en sus actos. Y su mano derecha termina enfrentando la horca con un valor innegable y que le gana el respeto de los presentes, pese a ser un hijo de puta de cuidado.

En síntesis, tenemos una gran novela corta deportiva y el episodio “piloto” de la primera serie western de Mallorquí (y que casi nadie recuerda). Nada mal para una compra azarosa.

Los Contrabandistas

Autor: Guillermo Lopez Hipkiss (sin acreditar)

Serie: Popular Molino  nro. 22 (Bufalo Bill)

Edita: Molino Argentina, Buenos Aires, 1942

 Bufallo Bill (sí, ese) tiene que enfrentarse a unos contrabandistas en la frontera con México que están dirigidos por un enano jorobado. Y hay una chica que parece que está con ellos, aunque uno de los colegas de Bill está seguro que es su novia y no puede ser porque… bueno porque es su novia.

Y, golpe va, tiro viene, encerrona va, cabalgata viene, Bufalo Bill y sus ayudas les ganan. Y la novia estaba hipnotizada.

Sí, todo muy burdo. Escrito con cero estilo, con personalidades que decirles bidimensionales es darles una dimensión más de la que tienen realmente. Y no una narración sino más bien acontecimientos que pasan.

Uno hubiera supuesto que este era otro ejemplo más de “dime novels” (los antecesores de los “pulps”) escritos a principios del siglo XX y reciclados al formato en esos años. Pero gracias a la información que, en el grupo de Facebook Barsoom (al que recomiendo encarecidamente sumarse si les interesa el tema: van a toparse con gente que sabe mucho pero mucho) y, especialmente a don Jorge Tarancon (uno de los que sabe mucho pero mucho) me desayuno con que esta es una obra primeriza de Guillermo Lopez Hipkiss, uno de los grandes autores de la novela popular española (junto con José Mallorquí y Pedro Debrigode). Hipkiss, que traducía (al igual que Mallorquí) novelas del inglés para Molino, harían sus primeros pinitos narrativos con esta serie, que era considerada de segunda categoría. De ahí la simpleza de su estilo. Posteriormente Hipkiss mejoraría (y mucho) en sus historias de El Encapuchado.

Así que, si quieren ver como escribía Hipkiss en sus inicios, pueden ir por esta novela. Sino, pueden pasar olímpicamente de ella sin que les remuerda la conciencia.

Justicieros en serie: la novela popular española entre 1933 y 1953

Antes de que los sables sonaran

La industria entorno a la literatura de entretenimiento es tan antigua como la misma imprenta. Es cierto que la nueva tecnología buscó, en principio, dignificarse con productos de prestigio cultural, como hizo Gutenberg con su Biblia o el veneciano Aldo Manuzio con sus exquisitas ediciones de los clásicos griegos. Sin embargo, casi contemporáneos a esos ejemplos, nos encontramos a William Caxlon, primer impresor inglés, ofreciendo a sus lectores al divertido Chaucer o Le Morte D’Arthur, de Thomas Malory, y en España a la novela de caballerías alcanzando una difusión espectacular, para gozo de sus admiradores y espanto de sus críticos.

Será en el siglo XIX, no obstante, con un aumento significativo de las tasas de alfabetización, una fortalecida burguesía y una clase obrera urbana con más fácil acceso a la cultura impresa, una lenta pero progresiva disminución de la jornada de trabajo y un aumento en su la calidad de vida, cuando de verdad podremos hablar de una industria del ocio significativa, dentro de la cual la producción editorial no será de las menos importantes. A esta época pertenece el origen de la literatura por entregas y los folletines en la prensa, así como las primeras revistas con un contenido de ficción como oferta principal: Blackwood’s Magazine, merecedora de la sátira de Poe; All the Year Round, editada por Dickens; o The Strand, donde Doyle publicó sus célebres relatos de Sherlock Holmes… Además, verán la luz esas modestas publicaciones periódicas que, en Estados Unidos, recibieron el nombre de dime novels, novelas de diez centavos, universalizando personajes como Búfalo Bill o Nick Carter, en un formato muy pronto importado a Europa y germen de las futuras revistas pulp. No faltaron, tampoco, las ediciones económicas de literatura de mayor ambición, en publicaciones de aparición semanal y grandes tiradas.

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Los cuadernillos centrados en un héroe recurrente, al estilo de esas dime novels, tuvieron bastante difusión en nuestro país en las primeras décadas del siglo XX, en la mayoría de los casos traduciendo material foráneo, aunque se dio el caso de la puntual colaboración de anónimos autores locales. El lector de la época, ávido de emociones y no demasiadas alternativas de diversión, podía cabalgar por las praderas o asistir a rocambolescas intrigas criminales por unos pocos céntimos. Poco después, a principios de los años treinta, la influencia de las modas anglosajonas será cada vez más significativa en nuestro país —el éxito del arte cinematográfico no juega un papel desdeñable en esta colonización cultural— y las publicaciones populares, al estilo de las revistas pulp estadounidenses, desembarcarán en nuestra oferta editorial de la mano de Molino, en aquel entonces el editor más atento a las novedades y realmente perspicaz a la hora de captar hacia dónde se dirigían los intereses del público.

Molino, abanderado de la novela popular

La editorial Molino puso sus primeros títulos en librería a finales de 1933, naciendo este nuevo proyecto empresarial como fruto de una escisión dentro de la Editorial Juventud. Pablo del Molino Mateus, socio y subdirector de Juventud, tenía el deseo de potenciar la línea de productos populares, viendo el éxito de autores como Zane Grey, Oliver Curwood o Edgar Rice Burroughs, de cuyos derechos eran poseedores. Esa intención no fue correspondida por los restantes propietarios, así que se llegó a un acuerdo amistoso por el cual sus acciones fueron compradas y consiguió, con el capital obtenido, poner una nueva editorial en marcha donde desarrollaría sus ideas en completa libertad. Su hermano, Luis del Molino, le auxilió en las tareas administrativas, instalando sus oficinas en la barcelonesa calle Urgell.

Está claro que a Pablo del Molino se le adivina como una persona moderna, muy al tanto de lo que se cocía fuera de las fronteras en el terreno de su competencia, y en especial no desviaba su mirada de la boyante y expansiva industria editorial norteamericana. Entre sus primeros proyectos se cuenta, por ejemplo, la revista Mickey (1935-1936), pionera del cómic en España, que se nutrió principalmente de tiras de prensa sindicadas procedentes de Estados Unidos, o la célebre Biblioteca Oro, que a través de tres colecciones distintas, identificadas por colores —amarillo, azul y rojo—, ofreció un desfile inmenso de novelas policiacas, de aventura y de capa y espada, por un periodo de casi cuarenta años, presentando por primera vez al lector español autores tan famosos como Agatha Christie, Erle Stanley Gardner, Earl Derr Biggers, S. S. Van Dine, Karl May, Rafael Sabatini o Sax Rohmer.

También estableció tratos con una de las más importantes empresas editoriales de revistas neoyorkina, Street & Smith, y adquirió los derechos de publicación de cuatro de sus cabeceras de mayor éxito, dedicadas a las aventuras heroicas al estilo pulp: La Sombra, Doc Savage, Bill Barnes y Pete Rice. Más tarde, a esos personajes se añadirían otros, que intentaron seguir la estela de sus célebres precedentes, con menor éxito y presencia en los quioscos, como fueron El Susurrador, El Capitán, El Mago o El Vengador. Esta colección de héroes del pulp, reunidos bajo la cabecera Hombres Audaces, empezó a publicarse en 1936, fecha que no podían adivinar cuán desafortunada sería para iniciar nuevos proyectos.

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Tanto material importado precisaba de un buen número de traductores y Molino reclutó, para desempeñar esas tareas, a una serie de jóvenes que, con el tiempo, dejarían una huella más personal en la literatura popular de lengua española. Basta hojear unas cuantas de aquellas primeras novelas de la editorial para encontrar de inmediato nombres que muy pocos años después serían familiares para todo lector de literatura de evasión: José Mallorquí, Guillermo López Hipkiss, H. C. Granch y Manuel Vallvé, entre otros. Es difícil, hoy, adivinar cuánto tenía Pablo del Molino de buen ojo para captar el talento de sus colaboradores o si simplemente le acompañó la suerte, pues algunas de sus decisiones de contratación parecerían aventureras si el tiempo no nos hubiera confirmado su acierto. Aunque se ha contado a menudo, vale la pena recordar cómo empezó a trabajar José Mallorquí para él. El futuro autor de El Coyote, siendo un joven en busca de un empleo pero sin demasiado oficio al que acogerse, no se le ocurrió otra cosa que pasarse por las oficinas de la editorial, dada su afición por los libros. Allí, el gerente le preguntó si conocía la lengua inglesa, puesto que esa era una de las mayores necesidades de la editorial en aquel momento, ante el volumen de textos de procedencia anglosajona que manejaban. Con desparpajo y cierta falta de vergüenza, Mallorquí no dudó en responder que, en efecto, dominaba el inglés, cosa que no era cierta. Con algunas páginas bajo el brazo a modo de prueba, que no estaba capacitado para completar, decidió recurrir al auxilio de un amigo británico residente en la ciudad. Él le fue leyendo una traducción literal de la novela y Mallorquí redactó el texto final en buen estilo castellano, ya que talento para la literatura no le faltaba. Molino debió quedar satisfecho con el resultado, pues siguió ofreciéndole trabajo. Huelga decir que José Mallorquí, en adelante, se esforzó por aprender inglés a la brava, mediante diccionario y una gramática: repartir el pago de las traducciones con su amigo no resultaba rentable.

El estallido de la Guerra Civil española, en julio de 1936, paralizó en buena medida la actividad editorial de Molino y dejó en suspenso algunas de las colecciones recién inauguradas, como es el caso de Hombres Audaces. Muchos de sus colaboradores fueron movilizados y cualquier iniciativa se convertía en dificultosa en tiempos de ocupación y colectivización de las empresas. A falta de otros datos, no me consta que los hermanos Molino sufrieran persecución política en la Barcelona republicana. Luis permaneció en la ciudad durante todo el conflicto, mientras Pablo emprendía viaje a Buenos Aires en 1938, para establecer una filial y reanudar la publicación interrumpida, residiendo allí hasta 1952.

Es a través de la delegación argentina cuando José Mallorquí puede dar a imprenta sus primeros frutos como escritor original. Había pasado brevemente por el frente, organizando una excusa para regresar a Barcelona, y allí permanecería el resto de la guerra, con no pocas penurias intentando no hacerse notar. El final del conflicto le permite regresar a su actividad editorial. Mallorquí toma en sus manos diversos proyectos para Pablo del Molino, como la revista Narraciones Terroríficas, que se publicará en Buenos Aires entre 1939 y 1952, y donde él seleccionará los contenidos, realizará las traducciones y escribirá algunos relatos, o la colección La Novela Deportiva, que Mallorquí redactará en su integridad con una única excepción en dos etapas, una argentina, de 1939 a 1941, y otra española, de 1942 a 1945.

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Bajo la pesada paz de los vencedores y el silencio obligado de los vencidos, Molino reanuda su labor en la capital catalana, descubriendo que de la complicada situación también podía obtener beneficio. La guerra mundial, que estallaría de inmediato, y la dificultad para contratar los derechos de obras extranjeras y disponer de divisas para su pago, inmersos en un régimen de autarquía, impedía a muchos de sus competidores ofrecer las obras anglosajonas más demandadas por el público. Molino, en cambio, tenía a su disposición el fondo editorial acumulado durante sus años de actividad en Buenos Aires y, desde aquellas oficinas, sus relaciones con editores y agentes británicos y norteamericanos se demostraban mucho más fáciles. De este modo pudo continuar con la publicación de Biblioteca Oro y Hombres Audaces, al ralentí, debido a los problemas para obtener papel, aunque también fue intercalando novelas de autores españoles entre las de nombres famosos de la narrativa anglosajona, en previsión de dificultades futuras.

Dentro de su colección estrella, Biblioteca Oro, ofreció novelas de José Mallorquí, como El ídolo azteca (1942), El valle del olvido (1942), La travesía del Audaz (1944) o Ébano (1944); de Pedro Guirao publicó Sola frente a la policía (1946), y de Manuel Vallvé nos presentaría Garras embrujadas (1944) o una obra de tema prehistórico, El señor del fuego (1944).

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Tal vez la dificultad para la recepción de material nuevo impulsó la idea de ofrecer una colección similar en contenidos a Hombres Audaces; pero que estuviera protagonizada por personajes españoles y escrita, igualmente, por autores locales. Su epígrafe: Hombres Audaces: Nuevos Héroes, y llegaría a los quioscos en el periodo comprendido entre 1942 y 1946. Para su factura, se ofreció confianza a los autores de la casa, curtidos en la traducción y que ya habían publicado con anterioridad algunas obras de creación propia. Siendo José Mallorquí el más experimentado, se desdoblaba abordando, por un lado, el género policial con grandes dosis de acción, en la serie Duke, mientras aportaba la cuota del socorrido género del oeste con Tres hombres buenos, empleando una premisa argumental que él mismo retomaría bastantes años después, serrando una de sus patas, en el serial radiofónico y posterior colección de novelas Dos hombres buenos. Manuel Vallvé, como Adolfo Martí, escribió las aventuras por los cuatro rincones del globo de un Doc Savage de estirpe vasca llamado Hércules, al que seguía la habitual corte de ayudantes abnegados; Guillermo López Hipkiss, con el seudónimo de Rafael Molinero, narró las andanzas de un justiciero siniestro apoyado por alta tecnología y cuartel secreto en la montaña del Tibidabo, Yuma, que podría recordarnos un poco a La Sombra; el aviador Bill Barnes tendría su replica en el santanderino Ciclón, al que acompañan en sus hazañas aéreas dos andaluces, un argentino, un alemán y un hindú, por si faltaba colorido, todo ello contado por M. de Avilés Balaguer. Un rasgo significativo en todos estos personajes es que la mayor parte de sus aventuras transcurría siempre fuera de nuestras fronteras, pues estaba claro que el régimen franquista no permitiría nunca enraizar en nuestra tierra mal alguno que tan entregados justicieros merecieran combatir.

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Esta colección, heredera en formato de su hermana de origen norteamericano, disfrutó de ilustradores inmejorables, como Bocquet, los hermanos Freixas o Jesús Blasco, tanto en sus cubiertas a color como en sus ilustraciones interiores a blanco y negro, fijando un estándar de presentación —alrededor de 20 x 15 cms., texto a dos columnas, entre sesenta y ochenta páginas— que podríamos denominar «formato pulp» y se convertiría en el más habitual, con pequeñas desviaciones, hasta que en los años cincuenta acabó imponiéndose uno más pequeño, llamado «bolsilibro», de unos 15 x 10 cms. con un centenar de páginas, casi nunca ilustradas.

Clíper conquista el Oeste

Aunque, desde 1940, diversas editoriales pequeñas intentaron ganarse un hueco en el mercado de la novela popular, como Marisal, España e Hispano-Americana, en Madrid, o Moderna y Pluma, en Bilbao, donde empezarían a publicar autores como Federico Mediante o Fidel Prado, fue Clíper, desde Barcelona, quien lograría convertirse en el más exitoso editor de novela popular de aventuras, durante buena parte de esa década, en especial gracias a las enormes aptitudes de los autores acogidos bajo su manto.

Germán Plaza, quien más tarde se uniría a Janés Editor para formar la bien conocida Plaza & Janés, se inició en el mundo del papel impreso como distribuidor, bajo el nombre de Comercial Gerplá. Fundó Ediciones Clíper seguramente pretendiendo sumarse al éxito de Molino en el mercado de la novela popular; pero con herramientas más modestas, pues no contaba con el cartel de firmas internacionales de las que presumía su potente competidora. Su apuesta sería la producción propia, los textos originales, esquivando problemas de compras de derechos y el sobrecoste de las traducciones. ¿Pero dónde encontraría profesionales capacitados para crear el material que necesitaba? Dentro de la misma ciudad de Barcelona, entre los colaboradores de Molino, los podía encontrar en número suficiente, baqueteados y talentosos. Y deseosos de abrazar mayores oportunidades de despegar como autores, pues Molino, aunque había experimentado con ellos, no acabada de concederles confianza absoluta. Los hermanos Molino se sentían demasiado cómodos comercializando versiones de autores de éxito internacional para implicarse en apuestas de mayor riesgo de la mano de desconocidos.

Desde luego Clíper aprovechó la existencia de todos aquellos aspirantes a escritores, que habían adquirido armas como narradores en el campo de la traducción, no por ninguna convicción patriótica, sino por la simple imposibilidad de conseguir a autores más apreciados. De hecho, Germán Plaza no dudó en intentar engañar a los lectores, presentando como norteamericanos a los autores nativos, obligados a usar seudónimo, mientras se vanagloriaba de su contratación «venciendo múltiples dificultades y salvando obstáculos que parecían infranqueables», como pregonaba en un texto publicitario. En su disculpa hay que recordar que se encontraba en los años de la II Guerra Mundial, España estaba inmersa en un régimen cerrado al exterior y cualquier trato comercial con el extranjero, a pagar con divisas, debía suponer una complicación extraordinaria.

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Su primer proyecto fue la colección Novelas del Oeste, publicada a partir de 1943 y llegando a 1949. Tenía un tamaño algo mayor (21,5 x 15,8 cm) que el formato habitual de la novela popular de posguerra. Su edición era bastante cuidada en lo formal, de las más bonitas de la época, con magníficas portadas a color e ilustraciones interiores de artistas como el elegante Vicente Roso, Jesús Blasco o Francisco Batet, una de las firmas más características de la editorial. El texto se componía a dos columnas con capitulares historiadas, a lo largo de sesenta y cuatro páginas.

José Mallorquí se convertiría en el autor más recurrente, desde el primer título, El cantor de Texas, aunque oculto bajo un puñado de seudónimos, como Leland R. Kitchell, E. Mallory Ferguson y Carter Mulford. No sería hasta su entrega número diecisiete, El rancho de la flecha, cuando a Mallorquí se le permitió utilizar su verdadero nombre, alternando con el de J. Figueroa, uno de sus noms de plume más frecuentes. De forma progresiva, otros autores fueron ocupando su lugar en la colección, como J. León o J. Gubern, hasta sustituirle por completo a partir de 1946, cuando Mallorquí la abandonó definitivamente para centrarse en otros trabajos.

Podemos considerar que Germán Plaza acertó de pleno con Novelas del Oeste, tanto por resultados económicos —de algún número especial llegaron a tirarse hasta 120.000 ejemplares—, como artísticos, al dar a su autor estrella ocasión para bregarse en el género que tantos éxitos le proporcionaría, al tiempo que brindaba sus primeras oportunidades a firmas muy apreciadas por los lectores en el futuro. Por ejemplo, es en el número treinta y cinco de la colección, Jimmy el ventajista, cuando veremos aparecer el nombre de Marcial Lafuente Estefanía (1903-1984).

Ningún otro, dentro de la colección Novelas del Oeste, estaba destinado a disfrutar de más larga carrera literaria que este prolífico y conocido autor, quien, paradójicamente, también consideraría el más previsible, monótono y plano en estilo. Lafuente Estefanía tuvo la rara oportunidad, entre sus colegas, de poder conocer de primera mano los escenarios norteamericanos, dado que, formado como ingeniero, llevaría a viajar bastante por motivos laborables en el periodo previo a la guerra. Combatiente en el bando republicano, como tantos otros sufrió la represión en forma de presidio y de dificultades para encontrar trabajo una vez en libertad. Escribir era, pues, una actividad discreta, que podía realizarse desde casa y sin que, por fortuna, nadie exigiera limpios expedientes políticos. Sus primeros trabajos fueron para las pequeñas editoriales Cíes y Maisal, especializándose muy pronto en el género del oeste. Bruguera se convertiría en el gran escaparate de su obra gigantesca, con una producción que se ha llegado a cifrar en unos dos mil seiscientos títulos.

Como es normal en todo editor que saborea el éxito, Germán Plaza repitió fórmula mediante colecciones similares. Novelas del Norte, publicada entre 1946 y 1948, recalaba en el mundo de los tramperos y buscadores de oro en los helados Alaska y Canadá, ofreciendo no pocas obras de interés, como la saga de Lobo Gris, escrita por Manuel Vallvé bajo el seudónimo de R. H. Curtis. Hombres del Oeste se prolongaría de 1947 a 1954, sumando ciento cuarenta y nueve títulos. Pueblos del Oeste, por su parte, también ofreció excelentes textos, entre 1949 y 1950, y uno de sus méritos más importantes es haber publicado la primera novela de uno de los más grandes personajes de Mallorquí, Jíbaro Vargas.

También probó la editorial crear series, dentro del género del western, protagonizadas por un héroe recurrente. Dos de ellas fueron Mac Larry (1946-1947), de H. C. Granch, o Mike Palabras (1947), de J. Gubern . Sin embargo, su verdadero e indiscutible triunfo en ese terreno se llamaría El Coyote.

El Coyote

Viajemos a la California del siglo XIX, recién anexionada a la Unión tras la guerra entre México y Estados Unidos. El joven César de Echagüe, vástago de una familia de nobles españoles afincados en Los Ángeles, regresa al hogar después de muchos años lejos, aguardándole su padre y su prometida, Leonor de Acevedo, a quien no ha visto desde la infancia. No podrían ambos sufrir mayor decepción. Desdiciendo la hidalguía de los Echagüe, el recién llegado se les presenta como un petimetre cobarde y amanerado, bien lejos del osado Coyote, levantisco justiciero enmascarado por el cual suspira Leonor… De hecho, tan diferentes son ambos hombres que nadie llega a encontrar sospechoso que, cuando aparece el Coyote, nunca esté presente César de Echagüe. Su ignorancia se mantendrá hasta una noche, cuando el aventurero llega herido al rancho de los Acevedo. Leonor acoge al forajido. Su voz la llena de asombro y la sospecha se confirma cuando le arranca el antifaz: el timorato César es en realidad el Coyote…

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El Coyote no nació protagonizando serie propia, sino que fue en el número nueve de la colección Novelas del Oeste donde apareció por primera vez. El personaje prometía y fue la esposa de Mallorquí quien le convenció del potencial de una saga donde se desarrollaran sus correrías. El escritor llevó el proyecto a Molino, donde aún se estaban publicando sus novelas de Tres hombres buenos, pero fue rechazado. No hizo lo mismo el editor Germán Plaza, consciente de que, de todas las novelas del oeste por él publicadas, las más vendidas eran siempre las firmadas por José Mallorquí.

La vuelta del Coyote, primera entrega de la nueva colección, se publicó en setiembre de 1944, convirtiéndose en un éxito de ventas desde el primer momento, hasta el punto de agotar tirada. Quedaba demostrado que la fórmula de Mallorquí, donde se huía de calcos extranjeros para pretender hispanizar el género, contaba con la simpatía de los lectores, receptivos también a la elegante fluidez de su prosa. No me cabe duda de que José Mallorquí es uno de los mejores estilistas de la novela popular de posguerra, con una cadencia en su voz que te acompaña y te hace avanzar sin esfuerzo, con algún amaneramiento arcaizante, es cierto, pero sin llegar a los extremos de Debrigode en sus novelas de El Pirata Negro.

Las novelas de El Coyote, de las que se publicaron ciento veinte títulos ordinarios, más nueve extras, entre 1944 y 1951, alcanzaron una tirada máxima de 60.000 ejemplares, algo por lo que cualquier editor actual vendería su alma. En el momento de mayor éxito llegaron a publicarse en dieciséis países, vieron su adaptación a varias películas y tuvieron también su reflejo en una revista de cómics donde, además de publicar las aventuras del californiano enmascarado, se recogió a otros personajes literarios de la editorial.

Podemos considerar que, ante tan extraordinaria acogida, un autor se vería muy bien recompensado. Pues sí, aunque tampoco se convertía en millonario. En los años cuarenta, una novela popular de firma solvente, pero aún no famosa, solía pagarse por unas mil pesetas. Escritores de primera línea con personajes de éxito, como El Coyote, podían permitirse el lujo de forzar negociaciones y exigir hasta dieciocho mil pesetas por cada entrega de sus series, cantidad bastante apreciable, si tenemos en cuenta que un buen sueldo en aquella época rondaba las doscientas cincuenta pesetas semanales, abundando muchos otros, como entre los peones de la industria y la construcción, que no llegaban ni a las cien.

Hipkiss, aventura sobre el asfalto

Probando otros géneros que le alejaran del western, Germán Plaza hizo intentos de corta duración, un tanto vacilantes en sus propósitos, como la revista Fantástica (1945-46), dirigida por Jorge Avilés y textos de Granch y Vallvé, principalmente, lo más cercano a un magazine de contenido variado, a la manera americana, que por aquel entonces se publicara en nuestro país, en esta ocasión dedicado a los cuentos de terror.

Más acertado anduvo con otro de los géneros de gran tradición lectora en aquella época: la novela policíaca. A ella dedicó Clíper la colección Misterio, que empezaría a publicarse en enero de 1945, con un total de treinta y siete números, más seis extras de mayor extensión. Como pude imaginarse, también participó Mallorquí en aquella colección, con el seudónimo Leland R. Kitchell; pero, aunque era un género que personalmente le gustaba mucho, no se encontraba dotado para desarrollarlo con fortuna. Todo lo contrario ocurría con G. L. Hipkiss, principal colaborador de Misterio, con diversas obras de intriga de ambientación y reparto anglosajones, algo bastante común en aquel entonces. Aparte de las apetencias del público, la censura contemplaba con malos ojos cualquier obra de tema criminal que se ambientara en la España del Caudillo, donde solo podía reinar la ley y el orden.

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Guillermo López Hipkiss (1902-1957) fue, en sí mismo, todo un personaje de novela. Sus progenitores, miembros del servicio de una familia aristocrática, cocinero español él, institutriz británica ella, pudieron darle una educación refinada y políglota, que le abriría las puertas del mundo editorial realizando traducciones del inglés, empezando por obras populares como las novelas de La Sombra o de Agatha Christie hasta llegar a clásicos de la talla de Mark Twain, pasando por ese otro gran hito de la literatura infantil, que es Guillermo, de Richmal Crompton. De hecho, G. L. Hipkiss pasó gran parte de su infancia y juventud en Inglaterra y no regresó a España hasta cumplidos los veinticinco años, decisión que alguna suspicacia levantaría, en los años de la II Guerra Mundial, entre nuestras germanófilas autoridades, quienes llegaron a tomarlo por un espía de los aliados que utilizaba el texto de sus novelas para distribuir mensajes en clave.

Como hemos apuntado, Hipkiss inició su carrera en las letras como traductor de Molino y creando un personaje bastante olvidado, Diamond Dick (1933-36). Una vez más, y es ya una constante en los autores reseñados en este artículo, su carrera se vio interrumpida por la guerra fratricida y terminó con sus huesos en la cárcel. No obstante, no debieron encontrar grandes cargos contra él, más allá de residir en la roja Barcelona y tener como novia a la hija de un miembro de Esquerra Republicana, pues recuperó pronto la libertad y sus dotes políglotas le brindaron un puesto en Radio Nacional de España, aunque abandonaría pronto el empleo dado su disgusto con las actuaciones del régimen franquista.

Su dedicación a las letras sería, a partir de ese instante, absoluta. Escribió en primer lugar las ya citadas aventuras de Yuma, para Molino, uniéndose muy poco tiempo después también a Bruguera, para quien escribiría numerosos títulos para series de carácter policial en el periodo comprendido entre 1944 y 1950.

Fue Germán Plaza, sin embargo, quien más confió en el naciente autor, pues le abrió las puertas de la colección Misterio y le concedió una serie propia con personaje recurrente, del mismo modo que había hecho con José Mallorquí y El Coyote. Esta nueva colección, titulada El Encapuchado, se prolongó entre 1946 y 1953. La primera etapa, que finalizaría en 1950, consta de sesenta y dos títulos y fue editada en formato pulp; la segunda, con sólo dieciocho entregas, pasaría ya a publicarse como bolsilibro a lo largo del año 53.

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Las narraciones de El Encapuchado son, en esencia, relatos criminales con más énfasis en la acción que en la elucubración detectivesta; pero, al tiempo, tienen mucho de enredo romántico, donde los problemas y confusiones que procuran un amplio reparto de personajes enmascarados dan lugar a muchos y enrevesados arcos argumentales. Por un lado tenemos al millonario residente en Baltimore, Milton Drake, que con traje oscuro y sobria capucha digna del mejor verdugo salta a las calles a azotar al mundo del hampa; por otro tenemos a la espectacular Mavis Donovan, quien hace valer su atractivo sobre el corazón del potentado. Para completar el triángulo, nos encontramos con la misteriosa Antorcha, una heroína con vestido rojo y antifaz, cuya verdadera identidad desconoce Drake. Será bajo su influencia, precisamente, que nuestro protagonista decidirá emprender su labor de justiciero anónimo. ¿Por cual de ambas mujeres acabará por inclinarse?

El Encapuchado se convertiría en el más duradero éxito dentro de la producción literaria de Guillermo López Hipkiss y, junto al Coyote y El Pirata Negro, formaría el sagrado triunvirato de los personajes más populares en la novela de entretenimiento española. Es un pena que no haya sobrevivido tan bien al paso del tiempo como sus pares, al no haberse reeditado nunca sus historias y depender su conocimiento del hallazgo azaroso en librerías de viejo. Aunque tanto en El Coyote como en El Pirata Negro existen hilos argumentales que van encadenando las diferentes entregas de sus aventuras, y son frecuentes las reapariciones de personajes del pasado o la mención a sucesos anteriores, aún pueden leerse en su mayor parte de forma autónoma, perdiendo alguna referencia adyacente, tal vez, pero disfrutando sin problemas la trama central. Esa lectura aislada es más difícil con las historias de El Encapuchado, donde el componente folletinesco, de serial por entregas, incluso de enredo de vodevil, se sucede de novela en novela hasta hacer bastante complicada la comprensión de la historia, si se accede únicamente a un episodio.

Hay que añadir, por último, que las portadas de José Moreno no pasaron nunca de mediocres, superadas en mucho por las ilustraciones interiores, responsabilidad de Francisco Darnís, un autor de trazo bien reconocible que llegaría a alcanzar gran popularidad en el mundo del cómic, en especial con su creación de El Jabato.

Bruguera al abordaje

El origen de la Editorial Bruguera hay que buscarlo en fecha tan temprana como 1910, cuando Juan Bruguera fundó la editorial El Gato Negro, donde se especializó de inmediato en el segmento más popular de los lectores, con revistas infantiles de historietas —Pulgarcito y Charlot— y folletines tremendistas, como el protagonizado por Tabú, un negro norteamericano que lucha por liberar a sus congéneres del yugo de la esclavidad. A la muerte del fundador, en 1933, sus dos hijos, Pantaleón y Francisco Bruguera, se hicieron cargo de la empresa, que siguió adelante sin variar su rumbo hasta el estallido de la guerra civil.

En 1939, con el conflicto finalizado y recuperada la empresa del comité obrero que la gestionaba, los dos hermanos Bruguera deciden refundarla, para enviar al olvido cualquier sospecha de colaboracionismo con las autoridades republicanas y conceder su apellido a la editorial, que con los años se convertirá en uno de los mayores colosos del sector en España e Iberoamérica, hasta su desaparición en 1986, siendo su inmenso fondo adquirido por el Grupo Zeta.

Muchos recordarán a la Editorial Bruguera por su amplio catálogo de revistas de historietas para niños, pero su gran despegue en ese campo no se producirá hasta 1947, con un resucitado Pulgarcito, al que seguirán, en años posteriores, El Campeón o El DDT. Mientras tanto, Bruguera tanteará el panorama e intentará pacer en los mismos prados que Clíper. Con Tabú (1945-46), de nueve episodios, recuperaba su folletín de antes de la guerra y le concedía aspecto de novela popular moderna; Dos Pistolas (1945-46), de Fidel Prado, es un western que se quedó en dieciocho entregas; El Cruzado (1947), de autor sin acreditar, es un extravagante producto que a lo largo de ocho novelas une, por un lado, los tradicionales héroes enmascarados con un escenario tan poco habitual en nuestra narrativa como es la estepa rusa. Bruguera no daría con un caballo ganador hasta la llegada de Pedro Víctor Debrigode Dugi.

Barcelonés de origen, Debrigode nació en 1914, hijo de franceses, pues su padre, ingeniero, se trasladó a la Ciudad Condal para trabajar en la factoría de Hispano-Suiza. De carácter extrovertido, agudo en la expresión, rebelde amante de los placeres y el juego, al tiempo que poseedor de una amplia cultura, su talante y su físico, alto y con bigote a la moda, nos hacen pensar que no poco de él trasladó a sus galantes personajes. Estudió derecho, sin terminar la carrera, pues la Guerra Civil se cruzó en su camino. Reclutado por los nacionales, fue encarcelado varias veces, primero bajo la acusación de espiar a favor de la República, después por malversación de caudales y deserción. No saldría de las prisiones militares hasta finales de 1945, momento en el que se lanzaría de lleno a la redacción de novelas populares como medio de vida, aunque dentro de la misma cárcel ya había empezado a escribir, incluso a publicar. Esta actividad le acompañará a lo largo de muchos años, en algunos momentos con total exclusividad, en otros compaginándola con empleos más convencionales. Debrigode, firmando con diferentes seudónimos, siendo los más conocidos los de Arnaldo Visconti y Peter Debry, seguiría escribiendo novelas de diversos géneros hasta casi su muerte, ocurrida en 1982.

Su primera obra, una novela romántica, fue escrita por una apuesta. Su género predilecto fue la novela criminal, al que dedicó gran parte de sus esfuerzos en el trayecto final de su carrera literaria; pero también escribió westerns, aventuras exóticas como las del Capitán Pantera (1948) e incluso ciencia ficción. En el terreno de los justicieros enmascarados, tan populares en esa época, creo para Bruguera las cuatro series de la Colección Superhombres (1944-45) y a El Halcón (1948), un aventurero en tiempos de la Guerra de Secesión, mezcla de El Zorro y Lo que el viento se llevó. Audax (1946) es también un personaje con antifaz, aunque en esta ocasión su escenario son las urbes modernas norteamericanas, avanzando lo que será su producción futura en el terreno de la novela policíaca, con el seudónimo Peter Debry. Pero, en el periodo del que nos ocupamos en este artículo, trabajando bajo el nombre de Arnaldo Visconti, sus obras más relevantes pertenecen al género de capa y espada, dentro del cual desarrollaría, para Bruguera, uno de sus personajes más icónicos y reconocidos, incluso más allá de las fronteras españolas: Carlos Lezama, famoso con el sobrenombre de El Pirata Negro.

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La carrera editorial de El Pirata Negro se desarrolla entre marzo de 1946 y julio de 1949, constando de ochenta y cinco entregas, en formato pulp, a las que se añadirán cuatro historias más, ya en formato pequeño, de bolsilibro, en 1952. En tan extensa trayectoria se construirá un elenco de personajes secundarios recurrentes bastante numeroso y la acción se trasladará con frecuencia de escenario, arrancando en el Caribe, pero pasando también por Europa, África y Asia. La época, evidentemente, no será tan móvil, y el autor nos sitúa a finales del siglo XVII, para acompañarnos, con el paso de las aventuras, a principios del XVIII.

Su protagonista, Carlos Lezama, nace en Panamá y el barco que le conducirá a él y a su tripulación tiene por nombre «Aquilón». Conoceremos su infancia, como bastardo criado por una buena mulata, mamita Frijoles, su aprendizaje en las artes del mar y sus primeros tropiezos con la injusticia, que le obligan a rebelarse. Lo veremos reunir a un grupo de inseparables, dispuestos a entregar la vida por él —Cien Chirlos, Piernas Largas, Diego Lucientes—, y descubrir sus ocultos orígenes nobles. Ante nosotros combatirá y amará. Llegará a casarse, a tener dos hijos, y delegará parte de sus aventuras en ellos… Incluso lo veremos convertirse en abuelo, con lo cual la serie acabó cancelándose, no por abandono de sus lectores, que no parecían cansados de sus historias repletas de acción vibrante, sino por puro agotamiento del autor, que ya no sabía en qué nuevos lances arrojar a su personaje.

Prueba del éxito de estas novelas es que, en el mismo año de su desaparición, desde Ediciones Clíper se lanzaría una serie en abierta competencia, El Corsario Azul, escrita por J. León y con ilustraciones de Batet. Aunque en modo alguno es desdeñable, todo lo contrario, nunca consiguió hacer verdadera sombra a su modelo, cancelándose después de doce entregas.

La propia Editorial Bruguera, no queriendo malbaratar la buena acogida de El Pirata Negro entre los lectores, presento en paralelo a un directo descendiente de Carlos Lezama, Diego Montes (1947), en concreto su biznieto, aunque en esta serie ya no serán las espadas las armas más habituales ni los mares su escenario, pues la acción se traslada a nuestra península, en tiempos de la ocupación por parte de las tropas napoleónicas, a lo largo de seis novelas. Otra serie de capa y espada del mismo autor será El Galante Aventurero (1949), tenida por algunos especialistas en la obra de Debrigode como una de las mejor escritas.

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La prosa de las novelas firmadas como Arnaldo Visconti se enfrenta a los prejuicios que pudiéramos abrazar sobre el estilo literario en la novela popular. No es en absoluto simplista ni desnuda de adorno, todo lo contrario; se nota que Debrigode escribía bajo el influjo de Dumas y Sabatini, y su lenguaje es florido en vocabulario, barroco en la construcción, en cierto modo hasta arcaizante, para adaptarse al escenario y época donde se desarrolla la trama. Todo ello hace que nos asombremos todavía más ante su facilidad para redactar con gran rapidez, improvisando sobre la marcha, pues se cuenta que era capaz, en caso de apuro, de dictar directamente sus historias al linotipista.

Es curioso como, en el contexto de una España represiva y asfixiante, de fuerte control del estado sobre la ciudadanía, son justicieros que actual al margen de la ley, muchas veces incluso en abierto enfrentamiento a la autoridad, quienes protagonizan las más exitosas series de novela popular. Tal es así que me pregunto el grado de atención dedicado por la censura a esta publicaciones populares. Con seguridad, si atendemos al gran volumen de producción editorial, los censores debían actuar por tanteo, realizando catas aquí y allá, y leyendo por completo solo una parte. En autores como José Mallorquí, de posiciones conservadoras, apenas debían encontrar algo que objetar; pero escritores como Debrigode eran mucho más audaces en el proceder de sus héroes. El Pirata Negro, a lo largo de sus correrías, no solo esgrimirá una actitud desafiante hacia toda ley escrita, también atentará contra las normas morales y hará valer su atractivo con las mujeres no pocas veces. Sus encuentros no se limitarán a contemplar la luna y recitar versos, pues, sin entrar en detalles licenciosos pero de un modo perfectamente claro para el buen entendedor, el autor nos hace ver que su aventurero no es torpe en las artes horizontes:

«Fogosamente, sumiéronse ambos en éxtasis pasional. Carlos Lezama sangrante y recientemente escapando de la muerte, vivió su primera aventura de amor.

Los ruiseñores gorjearon en melodiosos trinos, las sombras susurraron, y en el cielo la redonda faz lunar apareció con benévola sonrisa placentera.

El delirio emocional que unía dos jóvenes corazones, les hizo olvidar la noción del tiempo. Y sólo cuando a los estremecimientos de pasión, sucedió una calma deliciosa, susurró ella, estrechamente abrazada:

Es tarde, Carlos… Es de noche.»

(El Pirata Negro: La primera aventura)

Cambio de ciclo

A principios de los años cincuenta el panorama de la literatura popular española sufre una transformación, formal primero, después también de contenidos. Del mismo modo que en Estados Unidos las revistas de narrativa irían abandonando el formato pulp para adoptar el digest, en España sucedió algo similar, pasando al formato de bolsilibro, que se convertiría en el contenedor habitual de las «novelas de a duro» hasta su casi completa desaparición en la segunda mitad de los años ochenta, coincidiendo con la caída del gigante Bruguera.

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Las novelas perderán tamaño, pero también perderán sus ilustraciones interiores, lo cual, a mi gusto, supone un empobrecimiento estético. El héroe dejará de ser protagonista e imán, y el lector, despojado de su fidelidad a un personaje, se guiará mayoritariamente por etiquetas de género: vaqueros, espacio, espías… Los autores, como no, seguirán cultivando seguidores incondicionales, en ocasiones hasta exclusivos, pues no será raro encontrar a quien solo lea novelas de Marcial Lafuente Estefanía o Corín Tellado, por más que argumentos semejantes los podría encontrar firmados por otra plumas. Pero en buena medida se producirá un relevo generacional. Escritores como José Mallorquí trasladarán gran parte de su labor creativa al mundo del serial radiofónico o el guión cinematográfico; otros, como Guillermo López Hipkiss, tendrán una muerte temprana. Los Fidel Prado, J. León o Manuel Vallvé desaparecerán de la escena al tiempo que las empresas donde se empleaban. En 1953, Ediciones Clíper cierra sus puertas y Germán Plaza sube a escalones editoriales más elevados. Molino hace tiempo que juega en otra liga. Solo Bruguera sigue en la palestra, un titán cada vez más elevado capaz de ocupar todos los nichos, bajo cuya sombra pequeños competidores como Toray o Editorial Valenciana intentarán catar su porción del negocio. Llega el turno de los Silver Kane, Curtis Garland y Ralph Barby, quienes, embutidos en sus seudónimos de sonoridad extranjerizante incapaces de engañar a nadie, practicarán un estilo literario mucho más lacónico, con tramas acordes a un tiempo donde la imaginación ha perdido parte de su inocencia, de su capacidad de asombro, bajo el bombardeo de la narrativa audiovisual, y se necesitan emociones fuertes.

Es un nuevo tiempo. Y ese también tendrá un fin.

Doc Savage, su vida apocalíptica (Doc Savage, His Apocaliptic Life, 1973)

doc savage farmer

Autor: Philip Jose Farmer

Serie: Edición especial de Hombres Audades Nº 36 – serie Doc savage

Edita: Fernando Bosch Serrano, 2005 (fanedicion)

Por un buen tiempo estuve muy interesado en el Wold Newton Universe. Me leí todos los trabajos de mitografía creativa (ejercicio «ubernerd» que junta personajes ficticios en una misma genealogía) que había online y llegué a escribir uno que por ahí anda colgado en la web. Pero no había tenido la posibilidad de leer ninguno de los dos textos que definieron el concepto que en la década de 1970 había escrito Philip José Farmer. Todavía estoy al debe con su Tarzan Alive, por, gracias a un amigo internético, me pasaron esta traducción faneditada de su otra biografía ficticia, centrada en Doc Savage.

La premisa es que, partiendo de los datos internos que aparecen en todas las novelas de Doc Savage, y aplicando inferencias y cruces con otros textos, se genera una biografía “realista” del hombre detrás de las hazañas de los pulps y sus socios. El resultado final es a la vez fascinante y un poco demente. Como dije más arriba, un ejercicio muy pero muy nerd que puede sr excesivo si uno no entra en la lógica implícita. Por suerte, yo SI soy muy nerd y me divertí mucho, pero mucho con la lectura. Pero no se metan si no tienen esa veta,PP porque puede resultarles un aburrimiento soberano.