Antes de que los sables sonaran
La industria entorno a la literatura de entretenimiento es tan antigua como la misma imprenta. Es cierto que la nueva tecnología buscó, en principio, dignificarse con productos de prestigio cultural, como hizo Gutenberg con su Biblia o el veneciano Aldo Manuzio con sus exquisitas ediciones de los clásicos griegos. Sin embargo, casi contemporáneos a esos ejemplos, nos encontramos a William Caxlon, primer impresor inglés, ofreciendo a sus lectores al divertido Chaucer o Le Morte D’Arthur, de Thomas Malory, y en España a la novela de caballerías alcanzando una difusión espectacular, para gozo de sus admiradores y espanto de sus críticos.
Será en el siglo XIX, no obstante, con un aumento significativo de las tasas de alfabetización, una fortalecida burguesía y una clase obrera urbana con más fácil acceso a la cultura impresa, una lenta pero progresiva disminución de la jornada de trabajo y un aumento en su la calidad de vida, cuando de verdad podremos hablar de una industria del ocio significativa, dentro de la cual la producción editorial no será de las menos importantes. A esta época pertenece el origen de la literatura por entregas y los folletines en la prensa, así como las primeras revistas con un contenido de ficción como oferta principal: Blackwood’s Magazine, merecedora de la sátira de Poe; All the Year Round, editada por Dickens; o The Strand, donde Doyle publicó sus célebres relatos de Sherlock Holmes… Además, verán la luz esas modestas publicaciones periódicas que, en Estados Unidos, recibieron el nombre de dime novels, novelas de diez centavos, universalizando personajes como Búfalo Bill o Nick Carter, en un formato muy pronto importado a Europa y germen de las futuras revistas pulp. No faltaron, tampoco, las ediciones económicas de literatura de mayor ambición, en publicaciones de aparición semanal y grandes tiradas.

Los cuadernillos centrados en un héroe recurrente, al estilo de esas dime novels, tuvieron bastante difusión en nuestro país en las primeras décadas del siglo XX, en la mayoría de los casos traduciendo material foráneo, aunque se dio el caso de la puntual colaboración de anónimos autores locales. El lector de la época, ávido de emociones y no demasiadas alternativas de diversión, podía cabalgar por las praderas o asistir a rocambolescas intrigas criminales por unos pocos céntimos. Poco después, a principios de los años treinta, la influencia de las modas anglosajonas será cada vez más significativa en nuestro país —el éxito del arte cinematográfico no juega un papel desdeñable en esta colonización cultural— y las publicaciones populares, al estilo de las revistas pulp estadounidenses, desembarcarán en nuestra oferta editorial de la mano de Molino, en aquel entonces el editor más atento a las novedades y realmente perspicaz a la hora de captar hacia dónde se dirigían los intereses del público.
Molino, abanderado de la novela popular
La editorial Molino puso sus primeros títulos en librería a finales de 1933, naciendo este nuevo proyecto empresarial como fruto de una escisión dentro de la Editorial Juventud. Pablo del Molino Mateus, socio y subdirector de Juventud, tenía el deseo de potenciar la línea de productos populares, viendo el éxito de autores como Zane Grey, Oliver Curwood o Edgar Rice Burroughs, de cuyos derechos eran poseedores. Esa intención no fue correspondida por los restantes propietarios, así que se llegó a un acuerdo amistoso por el cual sus acciones fueron compradas y consiguió, con el capital obtenido, poner una nueva editorial en marcha donde desarrollaría sus ideas en completa libertad. Su hermano, Luis del Molino, le auxilió en las tareas administrativas, instalando sus oficinas en la barcelonesa calle Urgell.
Está claro que a Pablo del Molino se le adivina como una persona moderna, muy al tanto de lo que se cocía fuera de las fronteras en el terreno de su competencia, y en especial no desviaba su mirada de la boyante y expansiva industria editorial norteamericana. Entre sus primeros proyectos se cuenta, por ejemplo, la revista Mickey (1935-1936), pionera del cómic en España, que se nutrió principalmente de tiras de prensa sindicadas procedentes de Estados Unidos, o la célebre Biblioteca Oro, que a través de tres colecciones distintas, identificadas por colores —amarillo, azul y rojo—, ofreció un desfile inmenso de novelas policiacas, de aventura y de capa y espada, por un periodo de casi cuarenta años, presentando por primera vez al lector español autores tan famosos como Agatha Christie, Erle Stanley Gardner, Earl Derr Biggers, S. S. Van Dine, Karl May, Rafael Sabatini o Sax Rohmer.
También estableció tratos con una de las más importantes empresas editoriales de revistas neoyorkina, Street & Smith, y adquirió los derechos de publicación de cuatro de sus cabeceras de mayor éxito, dedicadas a las aventuras heroicas al estilo pulp: La Sombra, Doc Savage, Bill Barnes y Pete Rice. Más tarde, a esos personajes se añadirían otros, que intentaron seguir la estela de sus célebres precedentes, con menor éxito y presencia en los quioscos, como fueron El Susurrador, El Capitán, El Mago o El Vengador. Esta colección de héroes del pulp, reunidos bajo la cabecera Hombres Audaces, empezó a publicarse en 1936, fecha que no podían adivinar cuán desafortunada sería para iniciar nuevos proyectos.

Tanto material importado precisaba de un buen número de traductores y Molino reclutó, para desempeñar esas tareas, a una serie de jóvenes que, con el tiempo, dejarían una huella más personal en la literatura popular de lengua española. Basta hojear unas cuantas de aquellas primeras novelas de la editorial para encontrar de inmediato nombres que muy pocos años después serían familiares para todo lector de literatura de evasión: José Mallorquí, Guillermo López Hipkiss, H. C. Granch y Manuel Vallvé, entre otros. Es difícil, hoy, adivinar cuánto tenía Pablo del Molino de buen ojo para captar el talento de sus colaboradores o si simplemente le acompañó la suerte, pues algunas de sus decisiones de contratación parecerían aventureras si el tiempo no nos hubiera confirmado su acierto. Aunque se ha contado a menudo, vale la pena recordar cómo empezó a trabajar José Mallorquí para él. El futuro autor de El Coyote, siendo un joven en busca de un empleo pero sin demasiado oficio al que acogerse, no se le ocurrió otra cosa que pasarse por las oficinas de la editorial, dada su afición por los libros. Allí, el gerente le preguntó si conocía la lengua inglesa, puesto que esa era una de las mayores necesidades de la editorial en aquel momento, ante el volumen de textos de procedencia anglosajona que manejaban. Con desparpajo y cierta falta de vergüenza, Mallorquí no dudó en responder que, en efecto, dominaba el inglés, cosa que no era cierta. Con algunas páginas bajo el brazo a modo de prueba, que no estaba capacitado para completar, decidió recurrir al auxilio de un amigo británico residente en la ciudad. Él le fue leyendo una traducción literal de la novela y Mallorquí redactó el texto final en buen estilo castellano, ya que talento para la literatura no le faltaba. Molino debió quedar satisfecho con el resultado, pues siguió ofreciéndole trabajo. Huelga decir que José Mallorquí, en adelante, se esforzó por aprender inglés a la brava, mediante diccionario y una gramática: repartir el pago de las traducciones con su amigo no resultaba rentable.
El estallido de la Guerra Civil española, en julio de 1936, paralizó en buena medida la actividad editorial de Molino y dejó en suspenso algunas de las colecciones recién inauguradas, como es el caso de Hombres Audaces. Muchos de sus colaboradores fueron movilizados y cualquier iniciativa se convertía en dificultosa en tiempos de ocupación y colectivización de las empresas. A falta de otros datos, no me consta que los hermanos Molino sufrieran persecución política en la Barcelona republicana. Luis permaneció en la ciudad durante todo el conflicto, mientras Pablo emprendía viaje a Buenos Aires en 1938, para establecer una filial y reanudar la publicación interrumpida, residiendo allí hasta 1952.
Es a través de la delegación argentina cuando José Mallorquí puede dar a imprenta sus primeros frutos como escritor original. Había pasado brevemente por el frente, organizando una excusa para regresar a Barcelona, y allí permanecería el resto de la guerra, con no pocas penurias intentando no hacerse notar. El final del conflicto le permite regresar a su actividad editorial. Mallorquí toma en sus manos diversos proyectos para Pablo del Molino, como la revista Narraciones Terroríficas, que se publicará en Buenos Aires entre 1939 y 1952, y donde él seleccionará los contenidos, realizará las traducciones y escribirá algunos relatos, o la colección La Novela Deportiva, que Mallorquí redactará en su integridad con una única excepción en dos etapas, una argentina, de 1939 a 1941, y otra española, de 1942 a 1945.

Bajo la pesada paz de los vencedores y el silencio obligado de los vencidos, Molino reanuda su labor en la capital catalana, descubriendo que de la complicada situación también podía obtener beneficio. La guerra mundial, que estallaría de inmediato, y la dificultad para contratar los derechos de obras extranjeras y disponer de divisas para su pago, inmersos en un régimen de autarquía, impedía a muchos de sus competidores ofrecer las obras anglosajonas más demandadas por el público. Molino, en cambio, tenía a su disposición el fondo editorial acumulado durante sus años de actividad en Buenos Aires y, desde aquellas oficinas, sus relaciones con editores y agentes británicos y norteamericanos se demostraban mucho más fáciles. De este modo pudo continuar con la publicación de Biblioteca Oro y Hombres Audaces, al ralentí, debido a los problemas para obtener papel, aunque también fue intercalando novelas de autores españoles entre las de nombres famosos de la narrativa anglosajona, en previsión de dificultades futuras.
Dentro de su colección estrella, Biblioteca Oro, ofreció novelas de José Mallorquí, como El ídolo azteca (1942), El valle del olvido (1942), La travesía del Audaz (1944) o Ébano (1944); de Pedro Guirao publicó Sola frente a la policía (1946), y de Manuel Vallvé nos presentaría Garras embrujadas (1944) o una obra de tema prehistórico, El señor del fuego (1944).

Tal vez la dificultad para la recepción de material nuevo impulsó la idea de ofrecer una colección similar en contenidos a Hombres Audaces; pero que estuviera protagonizada por personajes españoles y escrita, igualmente, por autores locales. Su epígrafe: Hombres Audaces: Nuevos Héroes, y llegaría a los quioscos en el periodo comprendido entre 1942 y 1946. Para su factura, se ofreció confianza a los autores de la casa, curtidos en la traducción y que ya habían publicado con anterioridad algunas obras de creación propia. Siendo José Mallorquí el más experimentado, se desdoblaba abordando, por un lado, el género policial con grandes dosis de acción, en la serie Duke, mientras aportaba la cuota del socorrido género del oeste con Tres hombres buenos, empleando una premisa argumental que él mismo retomaría bastantes años después, serrando una de sus patas, en el serial radiofónico y posterior colección de novelas Dos hombres buenos. Manuel Vallvé, como Adolfo Martí, escribió las aventuras por los cuatro rincones del globo de un Doc Savage de estirpe vasca llamado Hércules, al que seguía la habitual corte de ayudantes abnegados; Guillermo López Hipkiss, con el seudónimo de Rafael Molinero, narró las andanzas de un justiciero siniestro apoyado por alta tecnología y cuartel secreto en la montaña del Tibidabo, Yuma, que podría recordarnos un poco a La Sombra; el aviador Bill Barnes tendría su replica en el santanderino Ciclón, al que acompañan en sus hazañas aéreas dos andaluces, un argentino, un alemán y un hindú, por si faltaba colorido, todo ello contado por M. de Avilés Balaguer. Un rasgo significativo en todos estos personajes es que la mayor parte de sus aventuras transcurría siempre fuera de nuestras fronteras, pues estaba claro que el régimen franquista no permitiría nunca enraizar en nuestra tierra mal alguno que tan entregados justicieros merecieran combatir.

Esta colección, heredera en formato de su hermana de origen norteamericano, disfrutó de ilustradores inmejorables, como Bocquet, los hermanos Freixas o Jesús Blasco, tanto en sus cubiertas a color como en sus ilustraciones interiores a blanco y negro, fijando un estándar de presentación —alrededor de 20 x 15 cms., texto a dos columnas, entre sesenta y ochenta páginas— que podríamos denominar «formato pulp» y se convertiría en el más habitual, con pequeñas desviaciones, hasta que en los años cincuenta acabó imponiéndose uno más pequeño, llamado «bolsilibro», de unos 15 x 10 cms. con un centenar de páginas, casi nunca ilustradas.
Clíper conquista el Oeste
Aunque, desde 1940, diversas editoriales pequeñas intentaron ganarse un hueco en el mercado de la novela popular, como Marisal, España e Hispano-Americana, en Madrid, o Moderna y Pluma, en Bilbao, donde empezarían a publicar autores como Federico Mediante o Fidel Prado, fue Clíper, desde Barcelona, quien lograría convertirse en el más exitoso editor de novela popular de aventuras, durante buena parte de esa década, en especial gracias a las enormes aptitudes de los autores acogidos bajo su manto.
Germán Plaza, quien más tarde se uniría a Janés Editor para formar la bien conocida Plaza & Janés, se inició en el mundo del papel impreso como distribuidor, bajo el nombre de Comercial Gerplá. Fundó Ediciones Clíper seguramente pretendiendo sumarse al éxito de Molino en el mercado de la novela popular; pero con herramientas más modestas, pues no contaba con el cartel de firmas internacionales de las que presumía su potente competidora. Su apuesta sería la producción propia, los textos originales, esquivando problemas de compras de derechos y el sobrecoste de las traducciones. ¿Pero dónde encontraría profesionales capacitados para crear el material que necesitaba? Dentro de la misma ciudad de Barcelona, entre los colaboradores de Molino, los podía encontrar en número suficiente, baqueteados y talentosos. Y deseosos de abrazar mayores oportunidades de despegar como autores, pues Molino, aunque había experimentado con ellos, no acabada de concederles confianza absoluta. Los hermanos Molino se sentían demasiado cómodos comercializando versiones de autores de éxito internacional para implicarse en apuestas de mayor riesgo de la mano de desconocidos.
Desde luego Clíper aprovechó la existencia de todos aquellos aspirantes a escritores, que habían adquirido armas como narradores en el campo de la traducción, no por ninguna convicción patriótica, sino por la simple imposibilidad de conseguir a autores más apreciados. De hecho, Germán Plaza no dudó en intentar engañar a los lectores, presentando como norteamericanos a los autores nativos, obligados a usar seudónimo, mientras se vanagloriaba de su contratación «venciendo múltiples dificultades y salvando obstáculos que parecían infranqueables», como pregonaba en un texto publicitario. En su disculpa hay que recordar que se encontraba en los años de la II Guerra Mundial, España estaba inmersa en un régimen cerrado al exterior y cualquier trato comercial con el extranjero, a pagar con divisas, debía suponer una complicación extraordinaria.

Su primer proyecto fue la colección Novelas del Oeste, publicada a partir de 1943 y llegando a 1949. Tenía un tamaño algo mayor (21,5 x 15,8 cm) que el formato habitual de la novela popular de posguerra. Su edición era bastante cuidada en lo formal, de las más bonitas de la época, con magníficas portadas a color e ilustraciones interiores de artistas como el elegante Vicente Roso, Jesús Blasco o Francisco Batet, una de las firmas más características de la editorial. El texto se componía a dos columnas con capitulares historiadas, a lo largo de sesenta y cuatro páginas.
José Mallorquí se convertiría en el autor más recurrente, desde el primer título, El cantor de Texas, aunque oculto bajo un puñado de seudónimos, como Leland R. Kitchell, E. Mallory Ferguson y Carter Mulford. No sería hasta su entrega número diecisiete, El rancho de la flecha, cuando a Mallorquí se le permitió utilizar su verdadero nombre, alternando con el de J. Figueroa, uno de sus noms de plume más frecuentes. De forma progresiva, otros autores fueron ocupando su lugar en la colección, como J. León o J. Gubern, hasta sustituirle por completo a partir de 1946, cuando Mallorquí la abandonó definitivamente para centrarse en otros trabajos.
Podemos considerar que Germán Plaza acertó de pleno con Novelas del Oeste, tanto por resultados económicos —de algún número especial llegaron a tirarse hasta 120.000 ejemplares—, como artísticos, al dar a su autor estrella ocasión para bregarse en el género que tantos éxitos le proporcionaría, al tiempo que brindaba sus primeras oportunidades a firmas muy apreciadas por los lectores en el futuro. Por ejemplo, es en el número treinta y cinco de la colección, Jimmy el ventajista, cuando veremos aparecer el nombre de Marcial Lafuente Estefanía (1903-1984).
Ningún otro, dentro de la colección Novelas del Oeste, estaba destinado a disfrutar de más larga carrera literaria que este prolífico y conocido autor, quien, paradójicamente, también consideraría el más previsible, monótono y plano en estilo. Lafuente Estefanía tuvo la rara oportunidad, entre sus colegas, de poder conocer de primera mano los escenarios norteamericanos, dado que, formado como ingeniero, llevaría a viajar bastante por motivos laborables en el periodo previo a la guerra. Combatiente en el bando republicano, como tantos otros sufrió la represión en forma de presidio y de dificultades para encontrar trabajo una vez en libertad. Escribir era, pues, una actividad discreta, que podía realizarse desde casa y sin que, por fortuna, nadie exigiera limpios expedientes políticos. Sus primeros trabajos fueron para las pequeñas editoriales Cíes y Maisal, especializándose muy pronto en el género del oeste. Bruguera se convertiría en el gran escaparate de su obra gigantesca, con una producción que se ha llegado a cifrar en unos dos mil seiscientos títulos.
Como es normal en todo editor que saborea el éxito, Germán Plaza repitió fórmula mediante colecciones similares. Novelas del Norte, publicada entre 1946 y 1948, recalaba en el mundo de los tramperos y buscadores de oro en los helados Alaska y Canadá, ofreciendo no pocas obras de interés, como la saga de Lobo Gris, escrita por Manuel Vallvé bajo el seudónimo de R. H. Curtis. Hombres del Oeste se prolongaría de 1947 a 1954, sumando ciento cuarenta y nueve títulos. Pueblos del Oeste, por su parte, también ofreció excelentes textos, entre 1949 y 1950, y uno de sus méritos más importantes es haber publicado la primera novela de uno de los más grandes personajes de Mallorquí, Jíbaro Vargas.
También probó la editorial crear series, dentro del género del western, protagonizadas por un héroe recurrente. Dos de ellas fueron Mac Larry (1946-1947), de H. C. Granch, o Mike Palabras (1947), de J. Gubern . Sin embargo, su verdadero e indiscutible triunfo en ese terreno se llamaría El Coyote.
El Coyote
Viajemos a la California del siglo XIX, recién anexionada a la Unión tras la guerra entre México y Estados Unidos. El joven César de Echagüe, vástago de una familia de nobles españoles afincados en Los Ángeles, regresa al hogar después de muchos años lejos, aguardándole su padre y su prometida, Leonor de Acevedo, a quien no ha visto desde la infancia. No podrían ambos sufrir mayor decepción. Desdiciendo la hidalguía de los Echagüe, el recién llegado se les presenta como un petimetre cobarde y amanerado, bien lejos del osado Coyote, levantisco justiciero enmascarado por el cual suspira Leonor… De hecho, tan diferentes son ambos hombres que nadie llega a encontrar sospechoso que, cuando aparece el Coyote, nunca esté presente César de Echagüe. Su ignorancia se mantendrá hasta una noche, cuando el aventurero llega herido al rancho de los Acevedo. Leonor acoge al forajido. Su voz la llena de asombro y la sospecha se confirma cuando le arranca el antifaz: el timorato César es en realidad el Coyote…

El Coyote no nació protagonizando serie propia, sino que fue en el número nueve de la colección Novelas del Oeste donde apareció por primera vez. El personaje prometía y fue la esposa de Mallorquí quien le convenció del potencial de una saga donde se desarrollaran sus correrías. El escritor llevó el proyecto a Molino, donde aún se estaban publicando sus novelas de Tres hombres buenos, pero fue rechazado. No hizo lo mismo el editor Germán Plaza, consciente de que, de todas las novelas del oeste por él publicadas, las más vendidas eran siempre las firmadas por José Mallorquí.
La vuelta del Coyote, primera entrega de la nueva colección, se publicó en setiembre de 1944, convirtiéndose en un éxito de ventas desde el primer momento, hasta el punto de agotar tirada. Quedaba demostrado que la fórmula de Mallorquí, donde se huía de calcos extranjeros para pretender hispanizar el género, contaba con la simpatía de los lectores, receptivos también a la elegante fluidez de su prosa. No me cabe duda de que José Mallorquí es uno de los mejores estilistas de la novela popular de posguerra, con una cadencia en su voz que te acompaña y te hace avanzar sin esfuerzo, con algún amaneramiento arcaizante, es cierto, pero sin llegar a los extremos de Debrigode en sus novelas de El Pirata Negro.
Las novelas de El Coyote, de las que se publicaron ciento veinte títulos ordinarios, más nueve extras, entre 1944 y 1951, alcanzaron una tirada máxima de 60.000 ejemplares, algo por lo que cualquier editor actual vendería su alma. En el momento de mayor éxito llegaron a publicarse en dieciséis países, vieron su adaptación a varias películas y tuvieron también su reflejo en una revista de cómics donde, además de publicar las aventuras del californiano enmascarado, se recogió a otros personajes literarios de la editorial.
Podemos considerar que, ante tan extraordinaria acogida, un autor se vería muy bien recompensado. Pues sí, aunque tampoco se convertía en millonario. En los años cuarenta, una novela popular de firma solvente, pero aún no famosa, solía pagarse por unas mil pesetas. Escritores de primera línea con personajes de éxito, como El Coyote, podían permitirse el lujo de forzar negociaciones y exigir hasta dieciocho mil pesetas por cada entrega de sus series, cantidad bastante apreciable, si tenemos en cuenta que un buen sueldo en aquella época rondaba las doscientas cincuenta pesetas semanales, abundando muchos otros, como entre los peones de la industria y la construcción, que no llegaban ni a las cien.
Hipkiss, aventura sobre el asfalto
Probando otros géneros que le alejaran del western, Germán Plaza hizo intentos de corta duración, un tanto vacilantes en sus propósitos, como la revista Fantástica (1945-46), dirigida por Jorge Avilés y textos de Granch y Vallvé, principalmente, lo más cercano a un magazine de contenido variado, a la manera americana, que por aquel entonces se publicara en nuestro país, en esta ocasión dedicado a los cuentos de terror.
Más acertado anduvo con otro de los géneros de gran tradición lectora en aquella época: la novela policíaca. A ella dedicó Clíper la colección Misterio, que empezaría a publicarse en enero de 1945, con un total de treinta y siete números, más seis extras de mayor extensión. Como pude imaginarse, también participó Mallorquí en aquella colección, con el seudónimo Leland R. Kitchell; pero, aunque era un género que personalmente le gustaba mucho, no se encontraba dotado para desarrollarlo con fortuna. Todo lo contrario ocurría con G. L. Hipkiss, principal colaborador de Misterio, con diversas obras de intriga de ambientación y reparto anglosajones, algo bastante común en aquel entonces. Aparte de las apetencias del público, la censura contemplaba con malos ojos cualquier obra de tema criminal que se ambientara en la España del Caudillo, donde solo podía reinar la ley y el orden.

Guillermo López Hipkiss (1902-1957) fue, en sí mismo, todo un personaje de novela. Sus progenitores, miembros del servicio de una familia aristocrática, cocinero español él, institutriz británica ella, pudieron darle una educación refinada y políglota, que le abriría las puertas del mundo editorial realizando traducciones del inglés, empezando por obras populares como las novelas de La Sombra o de Agatha Christie hasta llegar a clásicos de la talla de Mark Twain, pasando por ese otro gran hito de la literatura infantil, que es Guillermo, de Richmal Crompton. De hecho, G. L. Hipkiss pasó gran parte de su infancia y juventud en Inglaterra y no regresó a España hasta cumplidos los veinticinco años, decisión que alguna suspicacia levantaría, en los años de la II Guerra Mundial, entre nuestras germanófilas autoridades, quienes llegaron a tomarlo por un espía de los aliados que utilizaba el texto de sus novelas para distribuir mensajes en clave.
Como hemos apuntado, Hipkiss inició su carrera en las letras como traductor de Molino y creando un personaje bastante olvidado, Diamond Dick (1933-36). Una vez más, y es ya una constante en los autores reseñados en este artículo, su carrera se vio interrumpida por la guerra fratricida y terminó con sus huesos en la cárcel. No obstante, no debieron encontrar grandes cargos contra él, más allá de residir en la roja Barcelona y tener como novia a la hija de un miembro de Esquerra Republicana, pues recuperó pronto la libertad y sus dotes políglotas le brindaron un puesto en Radio Nacional de España, aunque abandonaría pronto el empleo dado su disgusto con las actuaciones del régimen franquista.
Su dedicación a las letras sería, a partir de ese instante, absoluta. Escribió en primer lugar las ya citadas aventuras de Yuma, para Molino, uniéndose muy poco tiempo después también a Bruguera, para quien escribiría numerosos títulos para series de carácter policial en el periodo comprendido entre 1944 y 1950.
Fue Germán Plaza, sin embargo, quien más confió en el naciente autor, pues le abrió las puertas de la colección Misterio y le concedió una serie propia con personaje recurrente, del mismo modo que había hecho con José Mallorquí y El Coyote. Esta nueva colección, titulada El Encapuchado, se prolongó entre 1946 y 1953. La primera etapa, que finalizaría en 1950, consta de sesenta y dos títulos y fue editada en formato pulp; la segunda, con sólo dieciocho entregas, pasaría ya a publicarse como bolsilibro a lo largo del año 53.

Las narraciones de El Encapuchado son, en esencia, relatos criminales con más énfasis en la acción que en la elucubración detectivesta; pero, al tiempo, tienen mucho de enredo romántico, donde los problemas y confusiones que procuran un amplio reparto de personajes enmascarados dan lugar a muchos y enrevesados arcos argumentales. Por un lado tenemos al millonario residente en Baltimore, Milton Drake, que con traje oscuro y sobria capucha digna del mejor verdugo salta a las calles a azotar al mundo del hampa; por otro tenemos a la espectacular Mavis Donovan, quien hace valer su atractivo sobre el corazón del potentado. Para completar el triángulo, nos encontramos con la misteriosa Antorcha, una heroína con vestido rojo y antifaz, cuya verdadera identidad desconoce Drake. Será bajo su influencia, precisamente, que nuestro protagonista decidirá emprender su labor de justiciero anónimo. ¿Por cual de ambas mujeres acabará por inclinarse?
El Encapuchado se convertiría en el más duradero éxito dentro de la producción literaria de Guillermo López Hipkiss y, junto al Coyote y El Pirata Negro, formaría el sagrado triunvirato de los personajes más populares en la novela de entretenimiento española. Es un pena que no haya sobrevivido tan bien al paso del tiempo como sus pares, al no haberse reeditado nunca sus historias y depender su conocimiento del hallazgo azaroso en librerías de viejo. Aunque tanto en El Coyote como en El Pirata Negro existen hilos argumentales que van encadenando las diferentes entregas de sus aventuras, y son frecuentes las reapariciones de personajes del pasado o la mención a sucesos anteriores, aún pueden leerse en su mayor parte de forma autónoma, perdiendo alguna referencia adyacente, tal vez, pero disfrutando sin problemas la trama central. Esa lectura aislada es más difícil con las historias de El Encapuchado, donde el componente folletinesco, de serial por entregas, incluso de enredo de vodevil, se sucede de novela en novela hasta hacer bastante complicada la comprensión de la historia, si se accede únicamente a un episodio.
Hay que añadir, por último, que las portadas de José Moreno no pasaron nunca de mediocres, superadas en mucho por las ilustraciones interiores, responsabilidad de Francisco Darnís, un autor de trazo bien reconocible que llegaría a alcanzar gran popularidad en el mundo del cómic, en especial con su creación de El Jabato.
Bruguera al abordaje
El origen de la Editorial Bruguera hay que buscarlo en fecha tan temprana como 1910, cuando Juan Bruguera fundó la editorial El Gato Negro, donde se especializó de inmediato en el segmento más popular de los lectores, con revistas infantiles de historietas —Pulgarcito y Charlot— y folletines tremendistas, como el protagonizado por Tabú, un negro norteamericano que lucha por liberar a sus congéneres del yugo de la esclavidad. A la muerte del fundador, en 1933, sus dos hijos, Pantaleón y Francisco Bruguera, se hicieron cargo de la empresa, que siguió adelante sin variar su rumbo hasta el estallido de la guerra civil.
En 1939, con el conflicto finalizado y recuperada la empresa del comité obrero que la gestionaba, los dos hermanos Bruguera deciden refundarla, para enviar al olvido cualquier sospecha de colaboracionismo con las autoridades republicanas y conceder su apellido a la editorial, que con los años se convertirá en uno de los mayores colosos del sector en España e Iberoamérica, hasta su desaparición en 1986, siendo su inmenso fondo adquirido por el Grupo Zeta.
Muchos recordarán a la Editorial Bruguera por su amplio catálogo de revistas de historietas para niños, pero su gran despegue en ese campo no se producirá hasta 1947, con un resucitado Pulgarcito, al que seguirán, en años posteriores, El Campeón o El DDT. Mientras tanto, Bruguera tanteará el panorama e intentará pacer en los mismos prados que Clíper. Con Tabú (1945-46), de nueve episodios, recuperaba su folletín de antes de la guerra y le concedía aspecto de novela popular moderna; Dos Pistolas (1945-46), de Fidel Prado, es un western que se quedó en dieciocho entregas; El Cruzado (1947), de autor sin acreditar, es un extravagante producto que a lo largo de ocho novelas une, por un lado, los tradicionales héroes enmascarados con un escenario tan poco habitual en nuestra narrativa como es la estepa rusa. Bruguera no daría con un caballo ganador hasta la llegada de Pedro Víctor Debrigode Dugi.
Barcelonés de origen, Debrigode nació en 1914, hijo de franceses, pues su padre, ingeniero, se trasladó a la Ciudad Condal para trabajar en la factoría de Hispano-Suiza. De carácter extrovertido, agudo en la expresión, rebelde amante de los placeres y el juego, al tiempo que poseedor de una amplia cultura, su talante y su físico, alto y con bigote a la moda, nos hacen pensar que no poco de él trasladó a sus galantes personajes. Estudió derecho, sin terminar la carrera, pues la Guerra Civil se cruzó en su camino. Reclutado por los nacionales, fue encarcelado varias veces, primero bajo la acusación de espiar a favor de la República, después por malversación de caudales y deserción. No saldría de las prisiones militares hasta finales de 1945, momento en el que se lanzaría de lleno a la redacción de novelas populares como medio de vida, aunque dentro de la misma cárcel ya había empezado a escribir, incluso a publicar. Esta actividad le acompañará a lo largo de muchos años, en algunos momentos con total exclusividad, en otros compaginándola con empleos más convencionales. Debrigode, firmando con diferentes seudónimos, siendo los más conocidos los de Arnaldo Visconti y Peter Debry, seguiría escribiendo novelas de diversos géneros hasta casi su muerte, ocurrida en 1982.
Su primera obra, una novela romántica, fue escrita por una apuesta. Su género predilecto fue la novela criminal, al que dedicó gran parte de sus esfuerzos en el trayecto final de su carrera literaria; pero también escribió westerns, aventuras exóticas como las del Capitán Pantera (1948) e incluso ciencia ficción. En el terreno de los justicieros enmascarados, tan populares en esa época, creo para Bruguera las cuatro series de la Colección Superhombres (1944-45) y a El Halcón (1948), un aventurero en tiempos de la Guerra de Secesión, mezcla de El Zorro y Lo que el viento se llevó. Audax (1946) es también un personaje con antifaz, aunque en esta ocasión su escenario son las urbes modernas norteamericanas, avanzando lo que será su producción futura en el terreno de la novela policíaca, con el seudónimo Peter Debry. Pero, en el periodo del que nos ocupamos en este artículo, trabajando bajo el nombre de Arnaldo Visconti, sus obras más relevantes pertenecen al género de capa y espada, dentro del cual desarrollaría, para Bruguera, uno de sus personajes más icónicos y reconocidos, incluso más allá de las fronteras españolas: Carlos Lezama, famoso con el sobrenombre de El Pirata Negro.

La carrera editorial de El Pirata Negro se desarrolla entre marzo de 1946 y julio de 1949, constando de ochenta y cinco entregas, en formato pulp, a las que se añadirán cuatro historias más, ya en formato pequeño, de bolsilibro, en 1952. En tan extensa trayectoria se construirá un elenco de personajes secundarios recurrentes bastante numeroso y la acción se trasladará con frecuencia de escenario, arrancando en el Caribe, pero pasando también por Europa, África y Asia. La época, evidentemente, no será tan móvil, y el autor nos sitúa a finales del siglo XVII, para acompañarnos, con el paso de las aventuras, a principios del XVIII.
Su protagonista, Carlos Lezama, nace en Panamá y el barco que le conducirá a él y a su tripulación tiene por nombre «Aquilón». Conoceremos su infancia, como bastardo criado por una buena mulata, mamita Frijoles, su aprendizaje en las artes del mar y sus primeros tropiezos con la injusticia, que le obligan a rebelarse. Lo veremos reunir a un grupo de inseparables, dispuestos a entregar la vida por él —Cien Chirlos, Piernas Largas, Diego Lucientes—, y descubrir sus ocultos orígenes nobles. Ante nosotros combatirá y amará. Llegará a casarse, a tener dos hijos, y delegará parte de sus aventuras en ellos… Incluso lo veremos convertirse en abuelo, con lo cual la serie acabó cancelándose, no por abandono de sus lectores, que no parecían cansados de sus historias repletas de acción vibrante, sino por puro agotamiento del autor, que ya no sabía en qué nuevos lances arrojar a su personaje.
Prueba del éxito de estas novelas es que, en el mismo año de su desaparición, desde Ediciones Clíper se lanzaría una serie en abierta competencia, El Corsario Azul, escrita por J. León y con ilustraciones de Batet. Aunque en modo alguno es desdeñable, todo lo contrario, nunca consiguió hacer verdadera sombra a su modelo, cancelándose después de doce entregas.
La propia Editorial Bruguera, no queriendo malbaratar la buena acogida de El Pirata Negro entre los lectores, presento en paralelo a un directo descendiente de Carlos Lezama, Diego Montes (1947), en concreto su biznieto, aunque en esta serie ya no serán las espadas las armas más habituales ni los mares su escenario, pues la acción se traslada a nuestra península, en tiempos de la ocupación por parte de las tropas napoleónicas, a lo largo de seis novelas. Otra serie de capa y espada del mismo autor será El Galante Aventurero (1949), tenida por algunos especialistas en la obra de Debrigode como una de las mejor escritas.

La prosa de las novelas firmadas como Arnaldo Visconti se enfrenta a los prejuicios que pudiéramos abrazar sobre el estilo literario en la novela popular. No es en absoluto simplista ni desnuda de adorno, todo lo contrario; se nota que Debrigode escribía bajo el influjo de Dumas y Sabatini, y su lenguaje es florido en vocabulario, barroco en la construcción, en cierto modo hasta arcaizante, para adaptarse al escenario y época donde se desarrolla la trama. Todo ello hace que nos asombremos todavía más ante su facilidad para redactar con gran rapidez, improvisando sobre la marcha, pues se cuenta que era capaz, en caso de apuro, de dictar directamente sus historias al linotipista.
Es curioso como, en el contexto de una España represiva y asfixiante, de fuerte control del estado sobre la ciudadanía, son justicieros que actual al margen de la ley, muchas veces incluso en abierto enfrentamiento a la autoridad, quienes protagonizan las más exitosas series de novela popular. Tal es así que me pregunto el grado de atención dedicado por la censura a esta publicaciones populares. Con seguridad, si atendemos al gran volumen de producción editorial, los censores debían actuar por tanteo, realizando catas aquí y allá, y leyendo por completo solo una parte. En autores como José Mallorquí, de posiciones conservadoras, apenas debían encontrar algo que objetar; pero escritores como Debrigode eran mucho más audaces en el proceder de sus héroes. El Pirata Negro, a lo largo de sus correrías, no solo esgrimirá una actitud desafiante hacia toda ley escrita, también atentará contra las normas morales y hará valer su atractivo con las mujeres no pocas veces. Sus encuentros no se limitarán a contemplar la luna y recitar versos, pues, sin entrar en detalles licenciosos pero de un modo perfectamente claro para el buen entendedor, el autor nos hace ver que su aventurero no es torpe en las artes horizontes:
«Fogosamente, sumiéronse ambos en éxtasis pasional. Carlos Lezama sangrante y recientemente escapando de la muerte, vivió su primera aventura de amor.
Los ruiseñores gorjearon en melodiosos trinos, las sombras susurraron, y en el cielo la redonda faz lunar apareció con benévola sonrisa placentera.
El delirio emocional que unía dos jóvenes corazones, les hizo olvidar la noción del tiempo. Y sólo cuando a los estremecimientos de pasión, sucedió una calma deliciosa, susurró ella, estrechamente abrazada:
—Es tarde, Carlos… Es de noche.»
(El Pirata Negro: La primera aventura)
Cambio de ciclo
A principios de los años cincuenta el panorama de la literatura popular española sufre una transformación, formal primero, después también de contenidos. Del mismo modo que en Estados Unidos las revistas de narrativa irían abandonando el formato pulp para adoptar el digest, en España sucedió algo similar, pasando al formato de bolsilibro, que se convertiría en el contenedor habitual de las «novelas de a duro» hasta su casi completa desaparición en la segunda mitad de los años ochenta, coincidiendo con la caída del gigante Bruguera.

Las novelas perderán tamaño, pero también perderán sus ilustraciones interiores, lo cual, a mi gusto, supone un empobrecimiento estético. El héroe dejará de ser protagonista e imán, y el lector, despojado de su fidelidad a un personaje, se guiará mayoritariamente por etiquetas de género: vaqueros, espacio, espías… Los autores, como no, seguirán cultivando seguidores incondicionales, en ocasiones hasta exclusivos, pues no será raro encontrar a quien solo lea novelas de Marcial Lafuente Estefanía o Corín Tellado, por más que argumentos semejantes los podría encontrar firmados por otra plumas. Pero en buena medida se producirá un relevo generacional. Escritores como José Mallorquí trasladarán gran parte de su labor creativa al mundo del serial radiofónico o el guión cinematográfico; otros, como Guillermo López Hipkiss, tendrán una muerte temprana. Los Fidel Prado, J. León o Manuel Vallvé desaparecerán de la escena al tiempo que las empresas donde se empleaban. En 1953, Ediciones Clíper cierra sus puertas y Germán Plaza sube a escalones editoriales más elevados. Molino hace tiempo que juega en otra liga. Solo Bruguera sigue en la palestra, un titán cada vez más elevado capaz de ocupar todos los nichos, bajo cuya sombra pequeños competidores como Toray o Editorial Valenciana intentarán catar su porción del negocio. Llega el turno de los Silver Kane, Curtis Garland y Ralph Barby, quienes, embutidos en sus seudónimos de sonoridad extranjerizante incapaces de engañar a nadie, practicarán un estilo literario mucho más lacónico, con tramas acordes a un tiempo donde la imaginación ha perdido parte de su inocencia, de su capacidad de asombro, bajo el bombardeo de la narrativa audiovisual, y se necesitan emociones fuertes.
Es un nuevo tiempo. Y ese también tendrá un fin.