Del folletín a las «dime novels»: literatura de consumo en días de revolución tecnológica

Hasta la llegada de la automatización a la industria de las artes gráficas, el libro era un objeto caro reservado para gentes acomodadas. Tal vez elijo un ejemplo extremo, al tratarse de una edición lujosamente encuadernada en piel e ilustrada con grabados, pero puede proporcionarnos una idea del importe de los libros saber que la Enciclopedia de Diderot y D’Alambert, en veintiocho volúmenes, acabó costando a sus suscriptores 980 libras de la época, equivalentes a 11.300 euros actuales. Incluso obras de entretenimiento, como las novelas de caballería, eran artículos costosos, por eso Cervantes nos confiesa que su hidalgo manchego se vio en la necesidad de vender «muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer». Por supuesto intentaron los impresores comercializar textos populares para una clientela más amplia, de los que son muestra los pliegos de cordel, folletos impresos con pobreza y de muy pocas páginas como mucho treinta y dos, siendo habitual bastantes menos, donde se narraba en verso crímenes truculentos, hazanas de bandidos o acontecimientos históricos que atraían la atención de las masas.

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La revolución industrial y la inventiva de los ingenieros a la hora de emplear la potencia del vapor para multiplicar la producción, reduciendo costes por unidad, también llegó al mundo de la imprenta. Es significativo que fuera en una naciente potencia como Estados Unidos, cuya Constitución recogía la libertad de expresión y la libertad de prensa, donde se desplegaron las más decisivas innovaciones para la estampación de publicaciones, vigentes todavía en muchos aspectos y solo sustituidas en detalles esenciales con la llegada de la tecnología digital en los años 80 del pasado siglo.

La primera prensa rotativa entró en funcionamiento en Filadelfia en 1846, aunque el invento de Richard March Hoe databa de tres años antes. Incluso aquellos primeros modelos, que habrían de perfeccionarse, eran capaces de lanzar más de diez mil impresiones por hora. Solo se necesitó el añadido, en 1863, de bobinas para la alimentación de papel y el desarrollo de guillotinas y plegadoras automatizadas para que un equipo relativamente pequeño de operarios pudiera llenar los puntos de venta de periódicos de un país entero con el trabajo de una sola noche. Como complemento definitivo, Baltimore vería, en 1886, la aparición de otro ingenio, inventado por el alemán de origen Ottmar Mergenthaler, que facilitaría en extremo el trabajo de las imprentas: la linotipia. Si hasta entonces los cajistas debían componer las páginas colocando los tipos de forma manual uno por uno, ahora podía hacerse fácil y rápido con la ayuda de un teclado.

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Para 1860 el New York Herald tiraba 77.000 ejemplares diarios, una cifra sin igual hasta ese momento, mientras en el mismo año una publicación semanal como el New York Tribune vendía 200.000 ejemplares de cada número. En Estados Unidos ya había entonces una cifra superior a los dos millones de lectores diarios de prensa. Hacia la última década del siglo XIX, el número de lectores de periódicos se había multiplicado por siete y existían cabeceras que alcanzaban o superaban el millón de ejemplares, como el Daily Mail londinense, el New York World de Pulitzer o Le Petit Journal francés

Desde luego de nada habría servido la posibilidad de publicar grandes tiradas a bajo coste si no hubiera existido un público lector para adquirirlas. Pese a que las condiciones de vida de la clase obrera estaban lejos de alcanzar todavía unos mínimos de calidad y a que una educación primaria garantizada por los Estados no se generalizará en Occidente hasta después de la II Guerra Mundial, la alfabetización creció a lo largo del siglo XIX, antes en los países industrializados que en aquellos de economía preferentemente agrícola, y antes en los núcleos urbanos que en las zonas rurales. Así mismo podemos sospechar factores religiosos en la alfabetización generalizada, pues en países protestantes la lectura e interpretación individual de la Biblia es una condición importante para su credo el analfabetismo fue llamativamante inferior al sufrido en muchos países católicos. Suecia tenía alfabetización casi plena en el siglo XIX, pues desde el XVII la ley obligaba a un examen de lectura bíblica anual entre los niños para ser aceptados como miembros de la parroquia. Y lugares como los territorios alemanes y Suiza presumían de cifras excelentes, siempre más favorables entre los hombres que entre las mujeres, discriminadas en el acceso a la educación. A esos países los seguían a no excesiva distancia Gran Bretaña, Países Bajos, Austria y Francia, mientras que Italia, España alcanza el siglo XX con un 50% de analfabetismo, y algunos afirman incluso que superaba el 60% y Portugal, por ese orden, se situaban a la cola de los países atrasados en formación lectora. Solo Rusia les superaba en negativo. Con un sistema servil de sus trabajadores agrícolas que apenas se diferenciaba del feudalismo medieval, era en Europa el más agudo caso de oscurantismo educativo. Más allá del escenario europeo, Japón y Norteamerica alcanzarán pronto una situación adelantada, sobre todo después de la restauración Meiji en el caso asiático y de la Guerra Civil en el americano, aunque aquí a la discriminación sexual se añade la racial: si en 1870 solo un 20% de los ciudadanos estadounidenses blancos era analfabeto, lo era el 80% de los negros. Obviando casos particulares, como el de los países mediterráneos, a partir de 1860 las índices de alfabetización creen de forma acelerada y, para 1900, en las naciones más importantes del globo ya el 90% de la población es capaz al menos de leer.

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Así, en ese siglo que tantas transformaciones presenciará, desde el ascenso de Napoleón a la muerte de la reina Victoria, de la primera locomotora a la telegrafía sin hilos, el fonógrafo y el cine, en ese siglo también de grandes cambios sociales, tenemos una nueva masa lectora que poco a poco irá aumentando su tiempo de ocio y su capacidad adquisitiva. No es necesario acudir a Charles Booth o a Jack London para recordar la existencia, está claro, de un «pueblo del abismo» explotado, excluido y hambriento, incapaz de permitirse el capricho de gastar un penique en una novelita sensacionalista; no obstante, el discurrir de las grandes ciudades superaba la dicotomía entre un puñado de empresarios y un muchedumbre obrera, e irían formándose capas intermedias. En los núcleos urbanos tenemos miles de funcionarios de la administración pública; maestros de escuela, contables y escribientes; militares, carteros y policías, mecánicos y maquinistas; taberneros y panaderos; abogados, médicos, corredores de bolsa y agentes inmobiliarios; tenderos, sastres, relojeros, orfebres, actores, músicos, periodistas… Si el público burgués aupó la novela a su condición aún vigente de género literario predilecto, ese ejército de lectores entre los funcionarios, los profesionales y los trabajadores manuales aventajados también adoptará la novela como modo de entretenimiento en sus manifestaciones más simples y estimulantes, mediante historias de amor, drama, misterio y aventura que les alejan de su aburrida cotidianidad.

Francia, con una educación que se hizo gratuita en sus primeros escalones a partir de 1833 y una prensa muy poderosa —solo debemos recordar el papel jugado en el encarnizado debate político sobre el caso Dreyfuss—, se puso a la cabeza en la producción de publicaciones populares que, además del atractivo de sus contenidos ilustrados donde desplegaban todas las maravillas del planeta, ofrecía relatos y novelas seriadas como plato habitual. En muchas ocasiones el folletín —del francés feuilleton, pequeña hoja— se convertiría en un factor importante para fidelizar a los lectores, pues seguían las desventuras de sus personajes favoritos con la pasión que hoy el público reserva para las series de televisión de mayor éxito.

Una de las cabeceras veteranas, El Journal des Débats, que había empezado a publicarse en 1789, recogió en sus páginas a partir de 1842 las noventa entregas de la obra más famosa de Eugène Sue, Los misterios de París, creando escuela, además de contar con Balzac, Hugo o Nodier. Le Siècle, de 1832, nos regaló la inmortal Los tres mosqueteros de Dumas, autor también presente en Le Monde Illustré, inaugurado en 1857, junto a Paul Féval, Theophile Gautier o George Sand. Le Gaulois, de 1868, dispuso por su parte de Maupassant y Zola en su nómina de narradores. Y quizá la publicación más simbólica de la explosión de la prensa popular sea Le Petit Journal, nacido en 1863, al alcanzar en 1890 la tirada de un millón de ejemplares, y seriar en sus páginas las novelas de drama e intriga de Émile Gaboriau y Ponson du Terrail, el padre de Rocambole.

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El folletín supuso un medio de vida para muchos autores. Algunos, como Dumas, Feval, Eugène Sue o Ponson du Terrail se convirtieron en especialistas que con frecuencia contrataban colaboradores no confesados para ayudarles a entregar sus cuota de cuartillas. Otros, como Emile Zola en Los misterios de Marsella, lo practicaron por encargo, como modo de poner un plato en su mesa al tiempo que preparaban obras de distinta ambición. Se escribía rápidamente, se hinchaba el texto con mucho diálogo y puntos y aparte, se estiraban las tramas mientras los lectores mantuvieran el interés por lo que se estaba contando.

Estamos hablando de un fenómeno universal presente en cualquier país donde se publicara prensa periódica. El formato no es indicativo de la calidad del texto, pues casi cualquier escritor de la época publicó en ese medio, llámese Dickens, Dostoyevski, Flaubert o simplemente Xavier de Montépin. Acaso su exposición fragmentada condicionó el ritmo narrativo, imponiendo la obligación de no dilatar el planteamiento y entrar pronto en materia, para así atrapar al lector en las primeras páginas, forzando la necesidad de incluir en cada capítulo algún elemento de interés y obligando a cerrar el episodio con un enigma o una escena de tensión sin resolver, con vistas a que los lectores regresaran el día siguiente. Si la novela tenía éxito, a instancias del editor debía alargarse la trama, traer nuevos personajes o intercalar episodios paralelos para así maximizar el beneficio; por el contrario, cuando el número de lectores decaía, se cerraban todos los arcos argumentales sin contemplaciones.

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Si la inclusión de folletines al lado de noticias, reportajes, artículos de opinión y avisos tuvo tuvo tan buena acogida entre el público, fue consecuencia lógica que pronto surgieran revistas dedicadas a ofrecer solo ficción literaria. Una de las pioneras y más duraderas fue Blackwood’s Magazine, sobre la que el ácido Poe se permitió algunas ironías. Fundada en Edimburgo en 1817, se convirtió en vehículo de expresión de los poetas románticos, pues recogió firmas como las de Coleridge y Shelley, cedió espacio a la elegante prosa de Thomas de Quincey y contribuyó a la difusión del relato de terror, entre cuyos cultivadores se encontraban James Hogg y Margaret Oliphant. En Blackwood’s, Joseph Conrad publicó El corazón de las tinieblas.

El rey de la novela británica, Charles Dickens, fundó su propia revista, All the Year Round, donde además de seriar sus obras, entre 1859 y 1895 publicó las de otros interesantes escritores contemporáneos, como Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Edward Bulwer-Lytton o Joseph Sheridan Le Fanu, con sus ya clásicos cuentos de miedo. Pero si hay un nombre que sigue siendo familiar para los lectores es The Strand, por primera vez a la venta en enero de 1891 y alcanzando pronto una tirada de 300.000 ejemplares que se mantuvo hasta los años treinta. Si las colaboraciones de escritores como H. G. Wells, Rudyard Kipling, P. G. Wodehouse o Agatha Christie no hubieran bastado para asentar su fama, mencionar que en sus páginas Arthur Conan Doyle narró las aventuras de Sherlock Holmes justificaría la excelente reputación de la revista.

En España el primer caso de una publicación de similares características fue El Artista, en el periodo 1835-1836, obviando que además de ficción llevaba entre sus contenidos artículos y críticas sobre literatura, música y artes plásticas. De existencia breve, la sustituirían de inmediato otros títulos como El Semanario Pintoresco Español o El Museo Universal.

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Aunque se confunden a menudo los términos, no es lo mismo el folletín diario que la novela por entregas semanales. Si el folletín aparecía en los faldones o en una sección del periódico, compartiendo espacio con otros contenidos, la novela por entregas se publicaba exenta, en forma de fascículos, que podían gozar de un servicio de cobro y reparto a domicilio para sus suscriptores. Como hemos señalado, ante el precio prohibitivo del libro encuadernado las clases menos pudientes tuvieron con este modo de distribución un acceso a la ficción aparentemente barato; si bien, sumando el precio de cada una de las entregas, podía descubrirse que acababa resultando bastante oneroso para el comprador y un negocio magnífico para los editores. La novela por entregas se prestaba a los vecinos, se intercambiaba, se leía en grupos, con lo cual cada fascículo acababa obteniendo un público bastante extenso.

Como el folletín diario, la novela por entregas semanal saltó fronteras y se convirtió en una práctica editorial muy extendida. Juan Ignacio Ferreras, quien ha estudiado con detalle este modo de publicación, estima que solo en España, con tasas de analfabetismo muy superiores a la media europea, como hemos dicho, hubo un centenar de autores consagrados a la redacción de estas novelas durante el periodo comprendido entre 1840 y el fin de siglo, que sumarían probablemente un par de miles de títulos, con tiradas estimadas entre 4.000 y 15.000 ejemplares. Algunos de esos autores profesionales de la novela por entregas fueron Wenceslao Ayguals de Izco, Manuel Fernández y González, Julio Nombela y Ramón Ortega y Frías. Incluso escritores después célebres, como Vicente Blasco Ibáñez, se acogieron a esta forma de comercializar sus primeras obras, como ocurrió con La araña negra, ¡Viva la República! y Los fanáticos, publicadas por entregas en el periodo que va de 1892 a 1895.

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Una variedad de la novela por entregas con personalidad propia fueron los penny dreadfuls británicos, a los que podríamos traducir como «espantos a penique». Herederos de los chapbooks vendidos por los buhoneros desde el siglo XVI, folletos de tamaño bolsillo que incluían desde almanaques a baladas, panfletos políticos o textos religiosos, el equivalente británico a aquellos pliegos de cordel hispanos, los penny dreadfuls se caracterizaron por ofrecer historias escalofriantes donde el crimen y el horror se apoderaban del argumento. Uno de los más célebres fue el consagrado a Sweeney Todd, donde se desarrollaba la extendida leyenda urbana del barbero asesino que luego elaboraba salchichas con la carne de sus víctimas. Apareció por primera vez en forma impresa entre 1846 y 1847, protagonizando el serial El collar de perlas, obra publicada anónimamente, como la mayoría de la literatura en ese formato, por lo que los estudiosos aún no se han puesto de acuerdo sobre su autoría, apostando unos por James Malcolm Rymer y otros por Thomas Preskett Prest.

A esos mismos dos autores se les adjudica, sin llegar a una conclusión, otro de los hitos de los penny dreadfuls: Varney el vampiro o El festín de sangre, novela publicada entre 1845 y 1846. En definitiva, es muy probable que, por su naturaleza puramente comercial, la redacción de estas narraciones saltara de un autor a otro, si alguna circunstancia impedía cumplir con los plazos. De lectura bastante ardua para el gusto actual, Varney el vampiro tiene el mérito histórico de ser la primera novela larga —doscientos veinte capítulos, nada menos— publicada sobre la figura del no muerto bebedor de sangre, inspirándose en el aristocrático Lord Ruthven de Polidori; aunque, al contrario que este o el Drácula de Stoker, tenemos aquí un vampiro que se lamenta de su condición, hasta el punto de cometer suicidio. Anne Rice no inventó nada.

Menos conocido para el público no anglosajón, si bien bastante original y parte del folclore londinense, es Spring-Heed Jack. Su figura nace de la pura leyenda popular, que aseguraba su condición de amenaza auténtica que se había cernido sobre Londres por primera vez en 1837. Los presuntos testigos lo describían con un aspecto aterrador, de rostro diabólico, ojos ardientes, afiladas garras y una capa como alas de murciélago, capaz de dar saltos imposibles para un ser humano. Atacaba a las personas por sorpresa sin otro objetivo aparente que el de asustarles o causarles daños, por lo que se le adjudicó un origen sobrenatural. Tan sensacional personaje, en boca de todos, no podía escapar a la atención de los autores y sus siniestras aventuras acabaron como materia para la ficción por primera vez en 1840, como obra de teatro, aunque protagonizó en 1904 un tardío penny dreadful en cuarenta y ocho entregas escritas por Alfred Burrage.

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Es muy probable que los penny dreadful, con sus llamativas cubiertas ilustradas que invitaban al paseante a soltar unas monedas para llevárselos a casa, fueran el principal modelo para las dime novel norteamericanas. Un dime (moneda de diez centavos) eran el accesible precio de unas publicaciones que empezaron a conocerse a partir de 1860, cuando los editores Erastus e Irwin Beadle lanzaron su Beadle’s Dime Novels, una serie de libritos en rústica. Se asegura que el primero de ellos, Malaeska, la esposa india del cazador blanco, vendió 65.000 ejemplares en pocos meses. No se podía desaprovechar la ocasión y se multiplicó el negocio con la aparición de nuevos títulos. Las novelas tenían una extensión de cien páginas y en un principio la cubierta era únicamente tipográfica, aunque a partir del número 29 de la colección se incorporó una ilustración xilográfica. Con la serie New Dime Novel, de 1874, esa ilustración adoptaría el color, ganando atractivo. Las dime novels crearon algunos de los primeros héroes de la literatura popular norteamericana, como Frank Reade, de 1868, un inventor que protagonizaría aventuras que hoy calificamos como ciencia ficción; The Old Sleuth, primer detective en el formato, en 1876; o Nick Carter, aparecido en 1886, hombre de acción con métodos mucho menos sutiles que los de sus colegas británicos a la hora de combatir el crimen. Donde las novelas de diez centavos obtuvieron el éxito más espectacular, sobre todo, fue el Lejano Oeste, en muchos casos inventado aventuras extraordinarias para personajes bien reales, como en el caso de Kit Carson o Buffalo Bill. Gran parte de la mitología que aún pervive sobre la vida en la frontera se forjó en aquellos años, gracias a la fantasía de escritores como Charles Averill, que en buena parte de las ocasiones jamás abandonaron sus ciudades del norte, donde estaba la industria editorial.

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Las dime novels tuvieron herederos por todo el mundo y un formato casi calcado, cuando no contenía directamente traducciones de material americano. Se publicaron con bastante éxito en Alemania y Francia, con una producción propia considerable, también en Italia o España. Las novelas de Harry Dickson, que durante un largo periodo escribió Jean Ray adaptando para el mercado de lengua francesa una serie alemana original de 1907, versión apócrifa de Sherlock Holmes, es el ejemplo más recordado hoy de aquellas dime novels europeas, pero el número de sus héroes fue legión. Estas publicaciones populares, cuadernillos con una aventura única y protagonista fijo, acabaría evolucionando hasta convertirse en las revistas pulp, de las que tenemos los primeros ejemplos a partir de 1882, con las cabeceras creadas por Frank Munsey en Nueva York. Pero eso ya es otra historia y merece contarse con detalle…

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Justicia a tiros

Autor: TexTaylor (seudónimo de Mario Calero mentejano)

Colección: Bisonte nro. 120

Edita. Bruguera Argentina, Buenos Aires, 1957

 

Glenn Kirk Llego a Nogales y se encontró con una guerra entre dos pandillas. Y aparentemente es un pistolero listo para venderse al mejor postor. Pero en realidad tiene el objetivo de deshacerse de ambos y restablecer la ley y el orden en la ciudad. Y lo hace, a tiro limpio, como dice el título. En el medio peleas, un romance con una chica del lugar del que queda prendado, una femme fatale que termina llevando a cabo una escena de tortura muy sádica para la época, un rescate de serial cinematográfico y mucha gente que cae muerta por los disparos de nuestro protagonista. Mucha. Parece un eurowestern desaforado

Del autor ya habíamos reseñado otra novela suya en el blog y mantiene el tono de acción sin parar a costa del argumento. Un buen western serie B para leer sin culpa. Hamburguesa literaria con sabor del Oeste.

El fanfarrón (1948)

Autor: “Alan Richmond” (seudónimo de ¿?)

Colección: Bisonte nº 11

Edita: Bruguera, Barcelona, 1948

Década de 1920. Larry Carver es un exitoso y osado periodista en Chicago, que hace lo que sea por la noticia, como descolgarse por el exterior de un rascacielos para entrevistar a un capo mafia escondido. También es un fanfarrón de cuidado. Como por culpa de ese reportaje se la tienen jurada, decide hacer mutis por el foro y dirigirse a un pueblito olvidado del Oeste. Ahí se encuentra que el dueño de la taberna es además literalmente dueño de la zona, sheriff inclusive; que hay una chica hermosa que le atrapa el corazón; y que la casualidad lo lleva a tener por herencia la clave para poder derribar al malévolo dueño de la zona. Pero además se topa conque el mafioso que lo persigue es (casualidad de casualidades!) el proveedor del dueño de la taberna… y justo anda por ahí escapando de problemas.

Esta es una de las primeras novelas de bolsillo (bolsilibros para los amigos) del género western que Editorial Bruguera lanzará al mercado en la España de Franco. Demás está decir que esta será una de las colecciones claves del género en la literatura de quiosco por varias décadas, tanto en España como Hispanoamérica.

Respecto a esta novela en particular, tiene algunas cosas que me llamaron la atención. Por un lado que sea en un Oeste moderno (y que de hecho empiece como una de gangsters) me sorprendió. Por otro el nivel de violencia: no es solo que se disparen y se maten sino la facilidad con que lo hacen tanto malos como buenos. Tercero que la ayuda final venga de un mafioso “amigo” sin que sea un problema ético para el muchacho: es como para que para matar a Al Capone , el héroe pidiera la ayuda de Scarface y no tuviera ningún dilema moral. Y obviamente, o que juega ne  contra es las coincidencias: justo el héroe es el heredero del os pastos que solucionan todo el problema, justo es amigo del gobernador, justo se lleva bien con el mafioso rival del gangster que lo persigue. Muchos deux ex machina si me preguntan. Eso si, no esa mal escrito y se puede leer.

NO se quien se esconda detrás de “Alan Richmond” (¿alguna ayuda por ahí?) pero digamos que, si esta novela es representativa, nos hallamos ante uno de los miles de escritores de novelitas de a duro que no llaman mucho la atención. Una de vaqueros mas, en síntesis.

El diablo de Max Brand (y algunos devaneos sobre la verborrea pulposa)

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Max Brand fue el seudónimo más popular del autor estadounidense Frederick Schiller Faust que nació en 1892 y murió en 1944. Faust, sin lugar a dudas, fue el autor pulp por antonomasia. A pesar de haber gozado en vida de una popularidad rayana en el fanatismo y de ocupar un espacio privilegiado en cuanta revista popular surgiera en el mercado; hoy en día su obra ha quedado relegada al olvido. Faust era sin duda un artesano del género y un especialista en fórmulas que funcionaban muy bien por aquellos años. En la actualidad esos artificios se han petrificado y el encanto de su prosa ya no hechiza al lector de nuestros días, poco enamorado de los personajes acartonados y de los argumentos donde el bien triunfa siempre sobre el mal. Los héroes en espuelas de Brand no engañan a nadie y sus tramas, lamentablemente en muchas ocasiones, sólo pueden reducirse a grandes muestras de estilo y poco más. Resulta casi imposible catalogar las obras de Faust, ya que fue el artista más profuso del género, y su talento también se propaló a campos diferentes como el guión radiofónico, cinematográfico o historietístico. Su obra es, prácticamente, inabarcable.

tmpAB10_thumb6Fue en Hollywood donde el legendario Frank Gruber tomó contacto con Faust. Esta amistad merece recordarse, ya que Gruber le dedicó un capítulo entero a Max Brand en su mítico libro The pulp jungle. Gruber cuenta que Brand escribía por día no menos (y tampoco no más) de catorce páginas. Esa producción dio como resultado que tuviese, tras treinta años de trabajo infatigable, el total de un millón y medio de palabras al año. Lo hacía sin tomarse  descansos, feriados o fines de semana. Todos los días, catorce páginas. Ni una más, ni una menos. Por eso Gruber lo llamó: “el autor más prolífico de todos los tiempos”. Gruber señala: “Empezaba a trabajar por la mañana llevando consigo un termo lleno de whiskey y, hacia el mediodía, ya lo había terminado. Durante la tarde, escapaba por la puerta trasera, por alrededor de una hora y media, y tomaba tres tragos de parado en un bar. Cuando regresaba a su casa, a las cinco y media, tomaba una cena ligera y empezaba a beber en serio”. Faust le confesó a Gruber que no podía empezar a escribir hasta no haber bebido lo suficiente como para “salirse del mundo”.  El método de trabajo de Brand en Hollywood era escribir argumentos, ya que nunca se rebajaba a la parte técnica de pulir un guión.

Faust entró en el mercado de los westerns gracias al mítico editor Bob Davis (director de las legendarias Munsey’s magazine y All story). Davis fue el que le propuso a Faust ser el próximo Zane Grey, pero para lograrlo necesitaba un nombre de pluma más corto. Así nació Max Brand. Probablemente, aventuran los estudiosos del autor, la causa del cambio del nombre se debió a que, por aquellos años, EE.UU. estaba en guerra con Alemania y se quería evitar una mala predisposición de los lectores ante el origen germánico del apellido del autor. En todo caso, Max Brand fue el seudónimo más conocido de unos quince seudónimos diferentes que ponen en evidencia la capacidad camaleónica y la copiosidad literaria del autor. En los años treinta cambiaría de casa editora y se volcaría por la sempiterna Street & Smith y su publicación estrella Western Story Magazine dirigida por Frank Blackwell. El período de oro de la producción western la escribió Max Brand en Italia. Faust vivía en una villa en Florencia, desde donde producía las infatigables aventuras de sus héroes de espuelas y revólver. Fue durante esos años que se ganó la corona que le valió el indiscutido título de “Rey de los pulps”. Frederick se instaló en Italia, porque fue diagnosticado con una afección cardíaca que en cualquier momento podía producirle la muerte. En Italia, además de continuar escribiendo poesía, pasión que lo acompañó toda la vida, se dedicó a profundizar, con la ayuda de un profesor, sus estudios del griego. La pasión por la literatura clásica se ve reflejada en los argumentos vertiginosos de Brand, muchos de ellos salpimentados del pathos greco-latino. Personajes atormentados y dispuestos a todo. Al final de su vida, Faust regresó a Italia como corresponsal de guerra para la revista Harper. Allí encontraría su muerte bajo el fuego de la metralla enemiga. Su sueño de escribir la gran novela de guerra, nunca llegó a realizarse.

El diablo fue como se conoció en la Argentina a la primera novela de la saga de Silvertip. Un personaje legendario de Max Brand que contó con no menos de trece novelas (aunque algunas fuentes sólo señalan nueve). Silvertip es el clásico héroe del oeste que luego asumiría Clint Eastwood, ya con un tratamiento más maduro y metafísico del género, en el mundo del cine. Un héroe de rígidos principios, pero que carga sobre sus espaldas un pasado donde ha cometido errores que necesita borrar a través del duro camino de la redención y la violencia. La novelita fue publicada originalmente en formato libro por Grosset & Dunlap en 1942 y contó con una serialización  previa y condensada en la  Western Story’s magazine en marzo de 1933 (tal vez la versión que usó Acme fue la de la revista y no la de la novela. Por lo que es probable que los textos que se traducían surgieran de estas publicaciones y no de los libros). El personaje, Jim Silver, apareció por primera vez en la novela The stolen Stallion también publicada en la Western Story’s magazine.

La novela cuenta con 83 páginas a dos columnas, de letra bastante apretada. Si bien el texto se lee con fluidez y, sinceramente, los cortes no se ven, me asalta la duda de si el traductor (¿Julio Vaccareza?) hizo lo suyo a la hora de reducir la novela o si, como dije más arriba, usó la primera versión del texto.

Christian Vallini Lawson, editor de revistas como Aventurama u Ópera Galáctica, fue la primera persona que me habló de esta novela. El diablo siempre surgía en nuestras conversaciones cada vez que hablábamos de ese subgénero, tan poco conocido y frecuentado por estos lares, que tiene el nombre de “weird western”, o sea, western raro o extraño. Lawson siempre sostuvo que El diablo se trataba de una novela de vampiros bien camuflada. Y, sinceramente, existen elementos en el texto como para jugar con esta hipótesis. Sin embargo, a la hora de llegar a una conclusión, es imposible considerar fantástica a la novela, y los flirteos de Faust con el género fantástico, en esta ocasión, sólo parecen ser giros literarios para imprimirle una atmósfera algo ominosa al argumento. Se habla de un pueblo llamado Harverhill como una zona maldita y misteriosa. Sus habitantes, de personalidades apocadas y reservadas, provienen de algún sector del este de Europa, y nadie sabe, a ciencia cierta, hace cuánto tiempo viven en ese pueblo aislado. A la vez, hay elementos que codean con otro género popular de aquellos años: el weird menace. Este subgénero había nacido bajo la inspiración del teatro francés de Grand Guignol (fenómeno que merece por sí solo otro artículo). En la novela hay ranchos que parecen castillos, hay mazmorras húmedas, salas de tortura  y un enano perverso que posee la cara desfigurada por un accidente que le arrancó toda la piel de su rostro. En conclusión, la novela no es fantástica, pero cuenta con elementos suficientes para, al menos, considerar que es un western atípico, o sea, raro, o sea, weird.

silEl diablo, como dije más arriba, se publicó en la colección “Suplemento de Rastros, selección de novelas y cuentos de aventuras” de la editorial Acme, el 30 de mayo de 1951. El formato tenía 13cm de ancho por 18cm de alto. Se trataba del número 19 de una colección que llegó a casi trescientos números (extendiéndose hasta principios de los años sesenta, ya con un formato de bolsilibro). La dinámica de la colección era publicar una novela corta, a lo que le seguían dos o tres cuentos y una historieta, en sus primeros números, a color. En los cuentos el western se combinaba con el género gauchesco y también, muchas veces, con el género fantástico. Por sus páginas se pasearon destacados autores locales del género popular como Rodofo Bellani, Miguel A. Marseglia o Sara Poggi.

Dada la producción infatigable de Faust, sus tramas y personajes son necesariamente acartonados y formularios, sin embargo, eso no le resta encanto ni méritos. Hay talento detrás de los atajos literarios que usaba Max Brand y se nota. Bandini es el mexicano malo de turno. Un personaje mefistofélico que parece extraído de algún serial de la Republic o de alguna página dominical firmada por Alex Raymond. Es este carácter el que mete en problemas a Silvertip y el que, a su vez, le permite ser un héroe y, como ya dije, el que le abre el camino para hallar la redención a través de la violencia. Bandini es un mexicano que se ajusta a clichés que hoy pasarían por poco éticos y racistas. Es un mexicano roñoso, bocón y cobarde, que elude un duelo con Silvertip, disfrazando de sí mismo a su compañero, para que el héroe lo confunda con él y lo liquide antes de que se aperciba de su error. Este traspié conduce a Jim Silver a buscar el perdón en el padre del muchacho asesinado, que resulta ser un mexicano hacendado que vive en pie de guerra con unos vecinos gringos que tienen algo de cuatreros y de asesinos. Naturalmente, la buena predisposición de Silvertip no cae en gracia al padre del muchacho asesinado que lo arroja, sin mayor trámite, al calabozo. Poco  después, el argumento da un giro y la suerte vuelve a posarse sobre los hombros de Silvertip que se transforma en una especie de reencarnación del hijo que siempre quiso Pedro Monterrey, el hacendado. Lo que sigue es un ajuste de cuentas con los malvados, algún romance en ciernes, traiciones, y el camino del perdón que es lo que desenvuelve la trama de esta novelita sencilla, aunque no menos encantadora.

Tres cuentos acompañan a la novela. El primero se titula Un trabajo privado y pertenece a Wayne D. Overholser, autor posterior a Max Brand, que tuvo una dilatada carrera como escritor de westerns y que conoció, también, muchas traducciones al castellano de sus novelas, sobre todo en los años setenta. Tuvo además un breve acercamiento a la temática weird western con la novela Diablo Ghost en 1978. El cuento es uno más del montón y va sobre mineros, ladrones y un hombre contra todos. Le sigue Fuego de Jack London. Seguramente esta no sea la primera traducción al castellano de lo que es, para mí, el mejor cuento de London y, sin duda, uno de los mejores relatos jamás escritos. Fuego es una lección de suspenso en pocas páginas. Es un cuento que delata su final apenas comienza y que, sin embargo, se lee con mayor fruición a medida que se adelantan las palabras. La ansiedad y la posterior resignación del personaje que se dirige a un campamento en el helado Klondike son inolvidables, así como también la percepción tardía de que el frío liquidará al personaje en pocas horas. Casi 60 grados bajo cero. Cuentos del agua de Pedro Inchauspe es un relato campero que aborda el tema de la sequía para armar una correcta historia de suspenso, alrededor de un olvido que puede acarrear mortales consecuencias. La historieta (como la mayoría de las historietas que publicó en su primera etapa el Suplemento) es olvidable. Da la impresión que está dibujada sobre fotos y tiene algo de fotonovela romántica, con el plus de estar pésimamente coloreada. La historia, basada en algún argumento de Zane Grey, es  sosa y trillada. No tiene otro valor más que el que posee como curiosidad documental.

Tal vez sea en sus fallas y en las zonas más petrificadas de su literatura donde veamos los rasgos más populares de la fórmula de Max Brand. Sin embargo, fueron los detalles que imprimió a su producción (en este caso la atmósfera que parece haber tomado prestada de una novela de vampiros) lo que lo diferencia de autores cuyos nombres y seudónimos hoy yacen, definitivamente, sepultados en el desierto del olvido.

 

Mariano Buscaglia

Suplemento de Rastros número 7

Edita: Acme Agency, Buenos Aires, junio de 1950

Hacía mucho que no leía un número de esta revista de editorial Acme, especializada en literatura del Oeste americano (con desviaciones al tema gauchesco). Correspondía volver a por un nuevo número. Asì que vamos desglosándola poco a poco.

De entrada , la tapa de Pablo Pereyra (ese tipo al que todos recordamos por sus tapas de la colección Robin Hood, también de la editorial Acme) es –como era de esperarse en él – de un cuidado maravilloso de la figura humana. El personaje que ha pintado es el Silver Kid, protagonista de la novela principal de la que hablamos a continuación.

“La senda del renegado” (“Renegade`s trail”) es una de las muchas novelas del Silver Kid, escrita por T. W. Ford (en este caso usando el sinónimo de Abel Shott, que sería uno de los muchos apodos de Ford –aunque la información de internet que recabe no me lo deja del todo claro, y bien podría ser otro autor siguiendo las aventuras del personaje). ¿Qué decir de ella? Mmmm…  Seguro puedo decir que es narrativa pulp en todo sentido, en donde cada parte es de una locura alucinante pero el todo es una mezcolanza que no se sostiene de ninguna manera.

Expliquémonos mejor tratando de dar una idea del argumento: Todo empieza con el asesinato de un ranchero a manos de uno de los estancieros mas poderosos de la zona. El hermano llama a Silver Kid para que resuelva el entuerto y vengue a su hermano (esto lo sabemos porque lo dicen los estancieros reunidos, no porque sepamos en ningún momento del hermano). Entonces el jefe de los villanos (un tipo muy astuto llamado Castro) decide que la mejor manera de evitar que el Silver Kid llegue es primero contratar a dos bandidos (no uno, dos que dan mas jugo) para que cometan crímenes disfrazados como el Silver Kid (que tiene un traje muy distintivo ). Asì, cuando el verdadero Kid llegue, la gente estará tan dispuesta contra el que, en cuanto lo vean lo van a linchar.

El verdadero Kid al llegar, efectivamente es atacado y , si bien se logra escapar, recibe una bala que… ¡lo deja ciego, pero solo de dia! Si, como si fuera el Black Bat (si conocen sus héroes del pulp) o el Dr. Mid-Nite (si saben de comics de la Golden Age). Asì y todo logra escaparse de que lo capturen y lo linchen y recibe la ayuda de la pandilla de bandoleros mas temidos de la región, la de Jus Lamotte. Que no saben quien es pero les cae bien. De hecho el sentimiento es reciproco, especialmente con Jus Lamotte (que anda siempre enmascarado), por el que el Kid siente una atracción… peculiar. Antes que podamos decir “Brokeback Mountain”, el Kid recupera su visión normal, sale a buscar a uno de los falsos Kids pero, cuando lo va a agarrar, el tipo es muerto… por Castro, que también lo quiere muerto antes que se vaya de lengua. Y contrata en el acto al Kid (que se hace llamar Hannibal Smith, ¡voto al A-Team!) como nuevo sheriff a sus ordenes (¿Les dije que este tipo fue le que mato al sheriff anterior, porque sospechaba que lo del Kid era un error? Ah, perdón, pasan tantas cosas acá…). Asì que tenemos al verdadero Kid contratado por el villano de la pieza para capturar al Kid y un segundo falso Kid dando vueltas, que tambien jode. Ah, por cierto , el hermano que mando llamar al Kid lo mataron hace unos días sin que el Kid lo viera. De nada.

Pero ahora hay que sumar a los otros estancieros que creen que el plan se está yendo de las manos (¿no, en serio?) y quieren matar la nuevo sheriff, al que ven como una marioneta de Castro. Y encima la mujer de Castro también conspira contra éste. Asì que emboscan al Kid y este solo se salva (dato aparte: el protagonista cae como un chorlito en cuanta trampa le ponen. Como héroe es bastante pelmazo) y solo se salva por la aparición providencial de la banda de Jus Lamotte. Que al volver a verse con el Kid le revela su identidad: Miranda, la novia de Jus, quien murió hace un tiempo (tranquilos chicos, el amor hetero vuelve a reinar). De hecho, Jus es uno de los hijos del viejo Lamotte, al que Castrol lo saco de su terreno y su bandolerismo fue una búsqueda de venganza. Tras morir de un balazo, su novia sigue con la banda y la venganza. Sospecho que porque no habría nada mejor que hacer.

Por cierto, el viejo Lamotte también tiene una hija que desapareció, se hizo  yiro en el oeste… hasta que conoció a Castro… y se volvió su esposa. Y ahora lo quiere muerto para quedarse con todo (por ambición, no por venganza). Aunque… claro… no es su esposa… porque Castro le hizo una ceremonia de casamiento falsa. Todo para darle  caña regularmente.

Todo esto termina de laguna manera con los villanos castigados, la reputación del Kid salvada y Miranda/Jus Lamotte muriendo para salvar al Kid de un balazo.

No sé si Ed Wood podría haber escrito una historia tan loca.

Como ven, la historia se lleva por delante cualquier intento de argumento coherente. Y justamente por esa demencia se convierte en un producto de serie Z que lo hace interesante. Claramente no todo el mundo lo puede disfrutar. No es bueno, pero es fascinante.

Por suerte para los lectores mas tradicionales, los cuentos que siguen en la revista son mucho mas clásicos en su estilo.

“El cobarde” de Morgan Lewis (del que no tengo ni idea) es una pequeña historia sobre un peon de un rancho que parece ser un cobarde y, en el momento preciso frente a unos ladrones de ganado, demuestran serlo Un poco previsible, pero bien.

Sigue “En pie los cinco” del argentino Juan Cornaglia básicamente una breve viñeta del campo argentino que, la verdad, no aporta nada.

“Un buen funcionario” de Ernest Haycox es una gran historia. Tenemos un cazador de recompensas. Tenemos un sheriff que trata de resolver amablemente las cosas, casado y con una hija pequeña. Tenemos una pandilla de ladrones complicando todo. Tenemos un secreto del pasado que le puede cambiar la vida al sheriff. Y una decisión moral. Todo en apenas 14 páginas, dignas del mejor western que se les pueda ocurrir. Impecable. No por nada Haycox es uno de os grandes autores del género.

El vigía de arroyo solitario” de Harry Sinclair Drago es como un viejo alguacil retirado logra enfrentarse mano a mano en su casa con un bandido que no tiene escrúpulos para matar y ganarle. Es un juego del gato y el ratón bien logrado.

Finalmente hay una historieta basada en una historia de Zane Grey que viene cortada y con continuará. Encima dibujada horriblemente. Puedo pasar de ella.

En suma, como en toda revista hay un poco de todo. Pero creo que valió la pena. Hay mas números así que seguramente iremos a por mas pronto.

La última jugada de Jack Hamlin (¿1943?)

Autor: José Mallorquí

Colección: Hombres del Oeste nro. 115

Edita: Cliper, Barcelona, ¿?

Jack Hamlin es un personaje del escritor americano Bret Harte, prototipo del jugador elegante dedicado a esquilmar gente en los pueblos del Far West. Si bien no hay un Hamlin real, Harte se basó en varios personajes que efectivamente pululaban por el oeste real para componer al personaje. Lo curioso es que aquí José Mallorquí decida usar el personaje para su novela. ¿Era exitoso el personaje en esos años? ¿Mallorquí quiso hacer su propia fanfic? ¿Qué motivo hace que use al personaje y no se invente uno con un nombre real? Misterios que quedaran posiblemente sin resolver…

La historia, de hecho tiene que ver mas con la compañera de Hamlin, Louise Perry (a) “Serena Lovat”, pobre niña abandonada devenida primero en mujer de vida fácil, después en mano derecha y cuidadora de una dura estanciera y luego heredera del rancho al que están robándole el ganado de manera frecuente. Y de su relación con el hijo de la estanciera, un hijo extrañado, con un pasado igual de turbio.

Y aquí es donde hallamos uno de esos giros que hacen a José Mallorquí EL ESCRITOR SUPREMO DE LA NOVELA POPULAR que todos respetamos. Lo esperable sería que le hijo de la estanciera fuera un tipo cobarde, despreciable y traidor, dispuesto de maneras taimadas a sacarle el rancho a la joven. O volverlo un héroe intachable pero con tanta mala fama como rectitud encomiable. Y no hace eso. El personaje cambia, de manera creíble y sin negar sus errores. Que lo logre mientras suceden tres conflictos paralelos (con los cuatreros, con los ex compañeros de rumbo del hijo del ranchero y con Hamlin, que vuelve a reconquistar a su ex amor) en un formato tan breve como el de la novela de bolsillo y logre salir airoso, demuestra el excelente hacer de Mallorquí.

Imperdible este western para todos los aficionados a la novela popular y al western. Nada que hacer: Mallorquí la tenía muy clara.

Doctor Campeón

Autor: José Mallorquí

Colección: La novela deportiva n° 38

Edita: Molino, Buenos Aires, 1941

Bill Collins es un boxeador excesivamente técnico, con cero emoción a la hora de pelear. No da ningún golpe espectacular, se la pasa defendiéndose del rival, golpeando pequeños golpes en lugares precisos hasta que los cansa y los noquea. Todo muy frio, muy prolijo, muy matemático. Para eso usa sus conocimientos como médico para convertirse en campeón universitario de boxeo. O sea es un “pecho frio”: talentoso pero con menos onda que leer un libro de contabilidad.

Y por supuesto el joven médico-boxeador se topa con la disyuntiva de seguir en el boxeo profesional o en su carrera. Y, si bien preferiría seguir como médico, los problemas económicos familiares lo hacen decidir por el ring. Y se labra una carrera de ser el Messi boxeador: un tipo que gana todo pero no emociona. Y de hecho la mayoría cree que es un tipo con suerte. Por supuesto la disyuntiva final es pelear un combate final para demostrar su talento antes de retirarse como campeón invicto…

Uno de sus primeros trabajos como novelista de Cesar Mallorquí era escribir estas novelas deportivas que Editorial Molino publicaba en Argentina, aunque con autores españoles. El resultado final (si esta novela es un ejemplo típico, que no lo sé) es que Mallorquí ya estaba para jugar en primera fila. La novela corta se sostiene en todo momento, con personajes creíbles, una trama muy bien llevada y un ritmo muy creíble.

Pero, como la historia se quedaba corta, Mallorquí entrega un segundo relato, un western protagonizado por los Tres Hombres Buenos, una de sus primeras creaciones con un cierto éxito. Y por cierto, acá tenemos un dato interesante: revisando la web, hallo que todo el mundo registra su primera publicación en la serie Nuevos hombres Audaces en 1942. Y aquí tengo un relato en 1941. Otro dato: los protagonistas son el mexicano Diego de Abriles, el portugués Joao Da Silveira y… el americano Allen Moffett, en vez del español César Guzman. Este relato “piloto” casi siempre se salta en las bibliografías oficiales de la serie. Tan solo (como me indica le colega Armando Boix Millan) Ramón Charlo indica de su existencia en su monografía “José Mallorquí, creador de El Coyote”.

Pero vamos a la historia en sí, “La ciudad del crimen”. Los Tres hombres Buenos llegan a la San Francisco de 1865, una ciudad para nada pacífica, dominada por la banda de Hubert Hicks. Y la única solución es volver a reflotar los Vigilantes de san Francisco (un grupo que efectivamente existió en la vida real) para ajusticiar a los bandidos (nada de esas tonterías de juicio justo y respeto a la ley, que joder). Lo interesante es que, en esa trama funcional, logra darles ciertas pinceladas tridimensionales a los personajes. Hicks no es un villano obvio: tiene rasgos generosos en un momento, una tristeza oculta y hasta una cierta justificación en sus actos. Y su mano derecha termina enfrentando la horca con un valor innegable y que le gana el respeto de los presentes, pese a ser un hijo de puta de cuidado.

En síntesis, tenemos una gran novela corta deportiva y el episodio “piloto” de la primera serie western de Mallorquí (y que casi nadie recuerda). Nada mal para una compra azarosa.

Los Contrabandistas

Autor: Guillermo Lopez Hipkiss (sin acreditar)

Serie: Popular Molino  nro. 22 (Bufalo Bill)

Edita: Molino Argentina, Buenos Aires, 1942

 Bufallo Bill (sí, ese) tiene que enfrentarse a unos contrabandistas en la frontera con México que están dirigidos por un enano jorobado. Y hay una chica que parece que está con ellos, aunque uno de los colegas de Bill está seguro que es su novia y no puede ser porque… bueno porque es su novia.

Y, golpe va, tiro viene, encerrona va, cabalgata viene, Bufalo Bill y sus ayudas les ganan. Y la novia estaba hipnotizada.

Sí, todo muy burdo. Escrito con cero estilo, con personalidades que decirles bidimensionales es darles una dimensión más de la que tienen realmente. Y no una narración sino más bien acontecimientos que pasan.

Uno hubiera supuesto que este era otro ejemplo más de “dime novels” (los antecesores de los “pulps”) escritos a principios del siglo XX y reciclados al formato en esos años. Pero gracias a la información que, en el grupo de Facebook Barsoom (al que recomiendo encarecidamente sumarse si les interesa el tema: van a toparse con gente que sabe mucho pero mucho) y, especialmente a don Jorge Tarancon (uno de los que sabe mucho pero mucho) me desayuno con que esta es una obra primeriza de Guillermo Lopez Hipkiss, uno de los grandes autores de la novela popular española (junto con José Mallorquí y Pedro Debrigode). Hipkiss, que traducía (al igual que Mallorquí) novelas del inglés para Molino, harían sus primeros pinitos narrativos con esta serie, que era considerada de segunda categoría. De ahí la simpleza de su estilo. Posteriormente Hipkiss mejoraría (y mucho) en sus historias de El Encapuchado.

Así que, si quieren ver como escribía Hipkiss en sus inicios, pueden ir por esta novela. Sino, pueden pasar olímpicamente de ella sin que les remuerda la conciencia.

Dos hombres

dos-hombres

Autor: “Tex Taylor” (seudónimo de Mario Calero Montejano)

Colección: Bisonte n° 225

Edita: Bruguera, Barcelona, 1952

Dick Sandon es un peon pobre pero honrado. Sam Kinner es un ranchero rico y prepotente. Ambos están enfrentados desde niños y ambos están enamorados de Kitty… que ama a Dick y detesta a Sam. Que además es víctima del desprecio de Cruz, la hija del dueño del rancho donde trabaja Dick y que Sam quiere casar como una forma para obtenerlo. Y por supuesto, Sam no acepta un no por respuesta, aunque tenga que llevar a todos al desastre, auxiliado por unos “amigos” de mala avería. Por suerte , los otros tienen un ángel guardian: Clark, un vaquero de un pasado pesado que, además está enamorado de Cruz.

El resultado es una novela mas efectista que efectiva. Sin ser un desastre ilegible, uno no se siente demasiado envuelto por lo que le pasa a los personajes, al os que arrojan a situaciones espectaculares cada diez páginas. Un poco como un guion de una película de Michael Bay, a ver si nos entendemos: mucho efecto, mucho espectáculo pero tras terminar no queda demasiado para sostener el relato.

Bolsilibro desechable y no particularmente rescatable, aunque tampoco abominable. Meh.

Revista “Rojinegro” n° 268 (junio de 1958)

sangre en el yellow sea

Contiene:

“Cañón del Lobo” (W. C. Tuttle)

“Robo en el fondo del mar” (Richard Howells Watkins)

“El turno del Rojo Clarke” (conclusión) (Gordon Young)

“Sangre en el Yellow Sea” (E. Hoffmann Price)

“Matar sus propios tigres” (Chandler Whipple)

Edita: Bell, Buenos Aires, 1958

“Rojinegro” fue una de las muchas revistas de literatura pulp que existieron en Argentina, alimentando los gustos populares con aventuras de todo tipo y factor, moldeada (sospecho) al estilo de la mítica “Argosy” norteamericana. Por lo que podemos deducir leyendo este ejemplar, la revista apuntaba a la aventura en ambientes exóticos, descartando el relato policial (que si estaba presente en su competidora “Leoplan”). Tengo varias en la biblioteca, pero decidi empezar con ella, principalmente por el nombre de la tapa. E. Hoffmann Price, uno de los escritores conocidos por pertenecer al círculo de escritores con los que se carteaba H. P. Lovecraft y que devendría en escritor especialista en relatos de corte orientalista. Así que aquí leí este número.

Abrimos con “Cañon del Lobo”, un western muy sólido escrito por W. C. Tuttle. Red Snow es un vaquero en las últimas que accede a hacerse pasar por el hijo perdido de un ranchero recién muerto, que llegará, recibirá su “herencia” y se la venderá al creador del plan. Pero al llegar al lugar decidirá cambiar de bando y enfrentar a sus jefes. Muy entretenido, con personajes creíbles, mucha acción y con una secuencia en un desfiladero muy bien resuelta. Fuera de un innecesario giro final (que realmente no quiero contar) porque es un shock innecesario que no aporta mucho al relato, es una historia muy buena.

“Robo en el fondo del mar” tiene una premisa excelente: un barco recién hundido bajo 30 metros de agua en el puerto, ha desaparecido de un día para el otro del fondo, inexplicablemente. Lamentablemente, la resolución no está a la altura y la historia se pierde en un sinnúmero de peleas innecesarias, con una resolución que no me entusiasmó.

Al ser la conclusion de una historia serializada en vairos numeros de la revista, obvié leer “El Turno del Rojo Clark”.

Llego a “Sangre en el Yellow Sea” de Hoffmann Price y me encuentro ocn un relato de piratas. O de corsairos más específicamente. Tenemos al capitán Lucifer, que viendo el enfrentamiento desigual entre una nave francesa (país que le dio su patente de corso) y una escuadrilla de holandeses e ingleses, decide contra todo pronóstico, ayudar a los primeros. Básicamente una gran escena de combate en el mar. No está mal pero digamos que tampoco un relato de primera línea.

Finalmente “Matar sus propios tigres” es el relato de la paranoia de un jefe de factoría perdida en el medio de las selvas de la india, que cree que sus obreros lo quieren matar… cuando la realidad es otra muy diferente. El tono es relajado y con mucho de humor “tongue-in-cheek” aunque tiene un tonito levemente paternalista en la explicación de porque los indígenas hacen lo que hacen. Pero estuvo bueno.

En el balance, este número de “Rojinegro” satisfizo las ansias lectoras de mi aventurero interior. Iré a por más