Del folletín a las «dime novels»: literatura de consumo en días de revolución tecnológica

Hasta la llegada de la automatización a la industria de las artes gráficas, el libro era un objeto caro reservado para gentes acomodadas. Tal vez elijo un ejemplo extremo, al tratarse de una edición lujosamente encuadernada en piel e ilustrada con grabados, pero puede proporcionarnos una idea del importe de los libros saber que la Enciclopedia de Diderot y D’Alambert, en veintiocho volúmenes, acabó costando a sus suscriptores 980 libras de la época, equivalentes a 11.300 euros actuales. Incluso obras de entretenimiento, como las novelas de caballería, eran artículos costosos, por eso Cervantes nos confiesa que su hidalgo manchego se vio en la necesidad de vender «muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería en que leer». Por supuesto intentaron los impresores comercializar textos populares para una clientela más amplia, de los que son muestra los pliegos de cordel, folletos impresos con pobreza y de muy pocas páginas como mucho treinta y dos, siendo habitual bastantes menos, donde se narraba en verso crímenes truculentos, hazanas de bandidos o acontecimientos históricos que atraían la atención de las masas.

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La revolución industrial y la inventiva de los ingenieros a la hora de emplear la potencia del vapor para multiplicar la producción, reduciendo costes por unidad, también llegó al mundo de la imprenta. Es significativo que fuera en una naciente potencia como Estados Unidos, cuya Constitución recogía la libertad de expresión y la libertad de prensa, donde se desplegaron las más decisivas innovaciones para la estampación de publicaciones, vigentes todavía en muchos aspectos y solo sustituidas en detalles esenciales con la llegada de la tecnología digital en los años 80 del pasado siglo.

La primera prensa rotativa entró en funcionamiento en Filadelfia en 1846, aunque el invento de Richard March Hoe databa de tres años antes. Incluso aquellos primeros modelos, que habrían de perfeccionarse, eran capaces de lanzar más de diez mil impresiones por hora. Solo se necesitó el añadido, en 1863, de bobinas para la alimentación de papel y el desarrollo de guillotinas y plegadoras automatizadas para que un equipo relativamente pequeño de operarios pudiera llenar los puntos de venta de periódicos de un país entero con el trabajo de una sola noche. Como complemento definitivo, Baltimore vería, en 1886, la aparición de otro ingenio, inventado por el alemán de origen Ottmar Mergenthaler, que facilitaría en extremo el trabajo de las imprentas: la linotipia. Si hasta entonces los cajistas debían componer las páginas colocando los tipos de forma manual uno por uno, ahora podía hacerse fácil y rápido con la ayuda de un teclado.

newyork

Para 1860 el New York Herald tiraba 77.000 ejemplares diarios, una cifra sin igual hasta ese momento, mientras en el mismo año una publicación semanal como el New York Tribune vendía 200.000 ejemplares de cada número. En Estados Unidos ya había entonces una cifra superior a los dos millones de lectores diarios de prensa. Hacia la última década del siglo XIX, el número de lectores de periódicos se había multiplicado por siete y existían cabeceras que alcanzaban o superaban el millón de ejemplares, como el Daily Mail londinense, el New York World de Pulitzer o Le Petit Journal francés

Desde luego de nada habría servido la posibilidad de publicar grandes tiradas a bajo coste si no hubiera existido un público lector para adquirirlas. Pese a que las condiciones de vida de la clase obrera estaban lejos de alcanzar todavía unos mínimos de calidad y a que una educación primaria garantizada por los Estados no se generalizará en Occidente hasta después de la II Guerra Mundial, la alfabetización creció a lo largo del siglo XIX, antes en los países industrializados que en aquellos de economía preferentemente agrícola, y antes en los núcleos urbanos que en las zonas rurales. Así mismo podemos sospechar factores religiosos en la alfabetización generalizada, pues en países protestantes la lectura e interpretación individual de la Biblia es una condición importante para su credo el analfabetismo fue llamativamante inferior al sufrido en muchos países católicos. Suecia tenía alfabetización casi plena en el siglo XIX, pues desde el XVII la ley obligaba a un examen de lectura bíblica anual entre los niños para ser aceptados como miembros de la parroquia. Y lugares como los territorios alemanes y Suiza presumían de cifras excelentes, siempre más favorables entre los hombres que entre las mujeres, discriminadas en el acceso a la educación. A esos países los seguían a no excesiva distancia Gran Bretaña, Países Bajos, Austria y Francia, mientras que Italia, España alcanza el siglo XX con un 50% de analfabetismo, y algunos afirman incluso que superaba el 60% y Portugal, por ese orden, se situaban a la cola de los países atrasados en formación lectora. Solo Rusia les superaba en negativo. Con un sistema servil de sus trabajadores agrícolas que apenas se diferenciaba del feudalismo medieval, era en Europa el más agudo caso de oscurantismo educativo. Más allá del escenario europeo, Japón y Norteamerica alcanzarán pronto una situación adelantada, sobre todo después de la restauración Meiji en el caso asiático y de la Guerra Civil en el americano, aunque aquí a la discriminación sexual se añade la racial: si en 1870 solo un 20% de los ciudadanos estadounidenses blancos era analfabeto, lo era el 80% de los negros. Obviando casos particulares, como el de los países mediterráneos, a partir de 1860 las índices de alfabetización creen de forma acelerada y, para 1900, en las naciones más importantes del globo ya el 90% de la población es capaz al menos de leer.

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Así, en ese siglo que tantas transformaciones presenciará, desde el ascenso de Napoleón a la muerte de la reina Victoria, de la primera locomotora a la telegrafía sin hilos, el fonógrafo y el cine, en ese siglo también de grandes cambios sociales, tenemos una nueva masa lectora que poco a poco irá aumentando su tiempo de ocio y su capacidad adquisitiva. No es necesario acudir a Charles Booth o a Jack London para recordar la existencia, está claro, de un «pueblo del abismo» explotado, excluido y hambriento, incapaz de permitirse el capricho de gastar un penique en una novelita sensacionalista; no obstante, el discurrir de las grandes ciudades superaba la dicotomía entre un puñado de empresarios y un muchedumbre obrera, e irían formándose capas intermedias. En los núcleos urbanos tenemos miles de funcionarios de la administración pública; maestros de escuela, contables y escribientes; militares, carteros y policías, mecánicos y maquinistas; taberneros y panaderos; abogados, médicos, corredores de bolsa y agentes inmobiliarios; tenderos, sastres, relojeros, orfebres, actores, músicos, periodistas… Si el público burgués aupó la novela a su condición aún vigente de género literario predilecto, ese ejército de lectores entre los funcionarios, los profesionales y los trabajadores manuales aventajados también adoptará la novela como modo de entretenimiento en sus manifestaciones más simples y estimulantes, mediante historias de amor, drama, misterio y aventura que les alejan de su aburrida cotidianidad.

Francia, con una educación que se hizo gratuita en sus primeros escalones a partir de 1833 y una prensa muy poderosa —solo debemos recordar el papel jugado en el encarnizado debate político sobre el caso Dreyfuss—, se puso a la cabeza en la producción de publicaciones populares que, además del atractivo de sus contenidos ilustrados donde desplegaban todas las maravillas del planeta, ofrecía relatos y novelas seriadas como plato habitual. En muchas ocasiones el folletín —del francés feuilleton, pequeña hoja— se convertiría en un factor importante para fidelizar a los lectores, pues seguían las desventuras de sus personajes favoritos con la pasión que hoy el público reserva para las series de televisión de mayor éxito.

Una de las cabeceras veteranas, El Journal des Débats, que había empezado a publicarse en 1789, recogió en sus páginas a partir de 1842 las noventa entregas de la obra más famosa de Eugène Sue, Los misterios de París, creando escuela, además de contar con Balzac, Hugo o Nodier. Le Siècle, de 1832, nos regaló la inmortal Los tres mosqueteros de Dumas, autor también presente en Le Monde Illustré, inaugurado en 1857, junto a Paul Féval, Theophile Gautier o George Sand. Le Gaulois, de 1868, dispuso por su parte de Maupassant y Zola en su nómina de narradores. Y quizá la publicación más simbólica de la explosión de la prensa popular sea Le Petit Journal, nacido en 1863, al alcanzar en 1890 la tirada de un millón de ejemplares, y seriar en sus páginas las novelas de drama e intriga de Émile Gaboriau y Ponson du Terrail, el padre de Rocambole.

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El folletín supuso un medio de vida para muchos autores. Algunos, como Dumas, Feval, Eugène Sue o Ponson du Terrail se convirtieron en especialistas que con frecuencia contrataban colaboradores no confesados para ayudarles a entregar sus cuota de cuartillas. Otros, como Emile Zola en Los misterios de Marsella, lo practicaron por encargo, como modo de poner un plato en su mesa al tiempo que preparaban obras de distinta ambición. Se escribía rápidamente, se hinchaba el texto con mucho diálogo y puntos y aparte, se estiraban las tramas mientras los lectores mantuvieran el interés por lo que se estaba contando.

Estamos hablando de un fenómeno universal presente en cualquier país donde se publicara prensa periódica. El formato no es indicativo de la calidad del texto, pues casi cualquier escritor de la época publicó en ese medio, llámese Dickens, Dostoyevski, Flaubert o simplemente Xavier de Montépin. Acaso su exposición fragmentada condicionó el ritmo narrativo, imponiendo la obligación de no dilatar el planteamiento y entrar pronto en materia, para así atrapar al lector en las primeras páginas, forzando la necesidad de incluir en cada capítulo algún elemento de interés y obligando a cerrar el episodio con un enigma o una escena de tensión sin resolver, con vistas a que los lectores regresaran el día siguiente. Si la novela tenía éxito, a instancias del editor debía alargarse la trama, traer nuevos personajes o intercalar episodios paralelos para así maximizar el beneficio; por el contrario, cuando el número de lectores decaía, se cerraban todos los arcos argumentales sin contemplaciones.

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Si la inclusión de folletines al lado de noticias, reportajes, artículos de opinión y avisos tuvo tuvo tan buena acogida entre el público, fue consecuencia lógica que pronto surgieran revistas dedicadas a ofrecer solo ficción literaria. Una de las pioneras y más duraderas fue Blackwood’s Magazine, sobre la que el ácido Poe se permitió algunas ironías. Fundada en Edimburgo en 1817, se convirtió en vehículo de expresión de los poetas románticos, pues recogió firmas como las de Coleridge y Shelley, cedió espacio a la elegante prosa de Thomas de Quincey y contribuyó a la difusión del relato de terror, entre cuyos cultivadores se encontraban James Hogg y Margaret Oliphant. En Blackwood’s, Joseph Conrad publicó El corazón de las tinieblas.

El rey de la novela británica, Charles Dickens, fundó su propia revista, All the Year Round, donde además de seriar sus obras, entre 1859 y 1895 publicó las de otros interesantes escritores contemporáneos, como Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Edward Bulwer-Lytton o Joseph Sheridan Le Fanu, con sus ya clásicos cuentos de miedo. Pero si hay un nombre que sigue siendo familiar para los lectores es The Strand, por primera vez a la venta en enero de 1891 y alcanzando pronto una tirada de 300.000 ejemplares que se mantuvo hasta los años treinta. Si las colaboraciones de escritores como H. G. Wells, Rudyard Kipling, P. G. Wodehouse o Agatha Christie no hubieran bastado para asentar su fama, mencionar que en sus páginas Arthur Conan Doyle narró las aventuras de Sherlock Holmes justificaría la excelente reputación de la revista.

En España el primer caso de una publicación de similares características fue El Artista, en el periodo 1835-1836, obviando que además de ficción llevaba entre sus contenidos artículos y críticas sobre literatura, música y artes plásticas. De existencia breve, la sustituirían de inmediato otros títulos como El Semanario Pintoresco Español o El Museo Universal.

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Aunque se confunden a menudo los términos, no es lo mismo el folletín diario que la novela por entregas semanales. Si el folletín aparecía en los faldones o en una sección del periódico, compartiendo espacio con otros contenidos, la novela por entregas se publicaba exenta, en forma de fascículos, que podían gozar de un servicio de cobro y reparto a domicilio para sus suscriptores. Como hemos señalado, ante el precio prohibitivo del libro encuadernado las clases menos pudientes tuvieron con este modo de distribución un acceso a la ficción aparentemente barato; si bien, sumando el precio de cada una de las entregas, podía descubrirse que acababa resultando bastante oneroso para el comprador y un negocio magnífico para los editores. La novela por entregas se prestaba a los vecinos, se intercambiaba, se leía en grupos, con lo cual cada fascículo acababa obteniendo un público bastante extenso.

Como el folletín diario, la novela por entregas semanal saltó fronteras y se convirtió en una práctica editorial muy extendida. Juan Ignacio Ferreras, quien ha estudiado con detalle este modo de publicación, estima que solo en España, con tasas de analfabetismo muy superiores a la media europea, como hemos dicho, hubo un centenar de autores consagrados a la redacción de estas novelas durante el periodo comprendido entre 1840 y el fin de siglo, que sumarían probablemente un par de miles de títulos, con tiradas estimadas entre 4.000 y 15.000 ejemplares. Algunos de esos autores profesionales de la novela por entregas fueron Wenceslao Ayguals de Izco, Manuel Fernández y González, Julio Nombela y Ramón Ortega y Frías. Incluso escritores después célebres, como Vicente Blasco Ibáñez, se acogieron a esta forma de comercializar sus primeras obras, como ocurrió con La araña negra, ¡Viva la República! y Los fanáticos, publicadas por entregas en el periodo que va de 1892 a 1895.

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Una variedad de la novela por entregas con personalidad propia fueron los penny dreadfuls británicos, a los que podríamos traducir como «espantos a penique». Herederos de los chapbooks vendidos por los buhoneros desde el siglo XVI, folletos de tamaño bolsillo que incluían desde almanaques a baladas, panfletos políticos o textos religiosos, el equivalente británico a aquellos pliegos de cordel hispanos, los penny dreadfuls se caracterizaron por ofrecer historias escalofriantes donde el crimen y el horror se apoderaban del argumento. Uno de los más célebres fue el consagrado a Sweeney Todd, donde se desarrollaba la extendida leyenda urbana del barbero asesino que luego elaboraba salchichas con la carne de sus víctimas. Apareció por primera vez en forma impresa entre 1846 y 1847, protagonizando el serial El collar de perlas, obra publicada anónimamente, como la mayoría de la literatura en ese formato, por lo que los estudiosos aún no se han puesto de acuerdo sobre su autoría, apostando unos por James Malcolm Rymer y otros por Thomas Preskett Prest.

A esos mismos dos autores se les adjudica, sin llegar a una conclusión, otro de los hitos de los penny dreadfuls: Varney el vampiro o El festín de sangre, novela publicada entre 1845 y 1846. En definitiva, es muy probable que, por su naturaleza puramente comercial, la redacción de estas narraciones saltara de un autor a otro, si alguna circunstancia impedía cumplir con los plazos. De lectura bastante ardua para el gusto actual, Varney el vampiro tiene el mérito histórico de ser la primera novela larga —doscientos veinte capítulos, nada menos— publicada sobre la figura del no muerto bebedor de sangre, inspirándose en el aristocrático Lord Ruthven de Polidori; aunque, al contrario que este o el Drácula de Stoker, tenemos aquí un vampiro que se lamenta de su condición, hasta el punto de cometer suicidio. Anne Rice no inventó nada.

Menos conocido para el público no anglosajón, si bien bastante original y parte del folclore londinense, es Spring-Heed Jack. Su figura nace de la pura leyenda popular, que aseguraba su condición de amenaza auténtica que se había cernido sobre Londres por primera vez en 1837. Los presuntos testigos lo describían con un aspecto aterrador, de rostro diabólico, ojos ardientes, afiladas garras y una capa como alas de murciélago, capaz de dar saltos imposibles para un ser humano. Atacaba a las personas por sorpresa sin otro objetivo aparente que el de asustarles o causarles daños, por lo que se le adjudicó un origen sobrenatural. Tan sensacional personaje, en boca de todos, no podía escapar a la atención de los autores y sus siniestras aventuras acabaron como materia para la ficción por primera vez en 1840, como obra de teatro, aunque protagonizó en 1904 un tardío penny dreadful en cuarenta y ocho entregas escritas por Alfred Burrage.

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Es muy probable que los penny dreadful, con sus llamativas cubiertas ilustradas que invitaban al paseante a soltar unas monedas para llevárselos a casa, fueran el principal modelo para las dime novel norteamericanas. Un dime (moneda de diez centavos) eran el accesible precio de unas publicaciones que empezaron a conocerse a partir de 1860, cuando los editores Erastus e Irwin Beadle lanzaron su Beadle’s Dime Novels, una serie de libritos en rústica. Se asegura que el primero de ellos, Malaeska, la esposa india del cazador blanco, vendió 65.000 ejemplares en pocos meses. No se podía desaprovechar la ocasión y se multiplicó el negocio con la aparición de nuevos títulos. Las novelas tenían una extensión de cien páginas y en un principio la cubierta era únicamente tipográfica, aunque a partir del número 29 de la colección se incorporó una ilustración xilográfica. Con la serie New Dime Novel, de 1874, esa ilustración adoptaría el color, ganando atractivo. Las dime novels crearon algunos de los primeros héroes de la literatura popular norteamericana, como Frank Reade, de 1868, un inventor que protagonizaría aventuras que hoy calificamos como ciencia ficción; The Old Sleuth, primer detective en el formato, en 1876; o Nick Carter, aparecido en 1886, hombre de acción con métodos mucho menos sutiles que los de sus colegas británicos a la hora de combatir el crimen. Donde las novelas de diez centavos obtuvieron el éxito más espectacular, sobre todo, fue el Lejano Oeste, en muchos casos inventado aventuras extraordinarias para personajes bien reales, como en el caso de Kit Carson o Buffalo Bill. Gran parte de la mitología que aún pervive sobre la vida en la frontera se forjó en aquellos años, gracias a la fantasía de escritores como Charles Averill, que en buena parte de las ocasiones jamás abandonaron sus ciudades del norte, donde estaba la industria editorial.

Buffalo bill

Las dime novels tuvieron herederos por todo el mundo y un formato casi calcado, cuando no contenía directamente traducciones de material americano. Se publicaron con bastante éxito en Alemania y Francia, con una producción propia considerable, también en Italia o España. Las novelas de Harry Dickson, que durante un largo periodo escribió Jean Ray adaptando para el mercado de lengua francesa una serie alemana original de 1907, versión apócrifa de Sherlock Holmes, es el ejemplo más recordado hoy de aquellas dime novels europeas, pero el número de sus héroes fue legión. Estas publicaciones populares, cuadernillos con una aventura única y protagonista fijo, acabaría evolucionando hasta convertirse en las revistas pulp, de las que tenemos los primeros ejemplos a partir de 1882, con las cabeceras creadas por Frank Munsey en Nueva York. Pero eso ya es otra historia y merece contarse con detalle…

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Una lectura a El misterioso doctor Satán de Paul Ernst

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Seguramente la gran historia de la literatura pulp aún esté por escribirse. Ninguneada durante décadas, despreciada por las corrientes literarias  más “serias” (incluso las vanguardias), la literatura pulp perdió la oportunidad de ser contada como se debe. Muchos datos y detalles yacen perdidos en el olvido y son pocas las semblanzas que nos quedan de aquellos años. Entre las mejores están las de autores que, en edad longeva, llegaron a escribir sus memorias como Frank Belknap Long o Hugh B. Cave.

Por eso, no resulta llamativo que tengamos tan pocos datos de un autor tan prolífico y sustancial para el género como lo fue Paul Ernst. Apenas las migajas oficiales que señalan su lugar de nacimiento y algunos pasos que han quedado registrados oficialmente. Terence Hanley, autor del detalladísimo blog Tellers of Weird Tales, se encargó de hacer un seguimiento de los pasos de Paul Ernst y de señalar que el hecho de haber perdido a sus padres de joven o no tener descendencia, hacen que la búsqueda de cualquier dato biográfico sea en extremo difícil. Las cifras oficiales más probables indican que Ernst nació en el Estado de Illinois (pleno medio oeste americano) un 7 de noviembre de 1899 y murió en Florida un 21 de septiembre de 1985. Estuvo casado y dedicó gran parte de su vida, tras un breve paso por la milicia, a la escritura. A modo de consuelo, queda, como en tantos otros casos, su obra.

Entre sus seudónimos, pueden reconocerse los siguientes nombres: Chris Brand, George Alden Edson, Emerson Graves y Kenneth Robeson. Este último fue el nombre de pluma que le impuso la editorial Street & Smith al contratarlo en 1939 para que se hiciera cargo de la serie de libros de El vengador (The Avenger). La primera novela, que se llamó Justice Inc., puso en relieve que los miembros de este equipo eran auténticos justicieros ya que buscaban venganza a desgracias familiares acarreadas por el mundo del crimen, consagrando sus existencias a destruir y socavar  los bajos fondos. Richard Benson, el icónico protagonista de estas novelas, se sumó a la lista de explotaciones comerciales en la línea de La sombra, Doc Savage, Bill Barnes y competidores como El araña u Operador 5 que eran impresos por las editoriales rivales de Street & Smith.

Ernst, que ya tenía sobre sus espaldas, escrita gran parte de su obra, confirmó su valía como autor. Era sumamente dinámico a la hora de contar una historia y sabía mezclar las idiosincrasias de sus personajes para que los clichés impuestos por los editores no constituyeran un escollo a la hora de desarrollar la aventura. Incluso fue lo suficientemente audaz para incluir un ayudante negro entre los colaboradores de El vengador. Un negro que escapaba tópico de aquellos días (los primeros años de la década del 40), ya que contaba con una educación universitaria y era tan arrojado como sus compañeros a la hora de la acción.

4379786La mirada acerada y el rostro inexpresivo de El vengador (cuyos músculos faciales habían perdido su elasticidad tras sufrir un shock emotivo al perder a su familia en mano de los gánsteres) siempre me recordaron a Rutger Hauer en su etapa de gloria de inicios de los 80. Sin lugar a dudas, hubiese sido la mejor caracterización de este personaje. Desde 1939 hasta 1942, Ernst escribió un total de 24 novelas de inigualable calidad técnica.

Pero Ernst, como todos los pulp writers de aquellos días, tenía una profusa obra sobre sus espaldas. Era un cuentista prolífico y uno de los autores más reconocidos dentro del género weird menace que había creado Harry Steeger para las revistas que salían bajo el sello de Popular Publications. Este género, como todos sabemos, tuvo su inspiración en el teatro guignolesco de cuna francesa. Su hándicap, para los cultores del fantástico, era que todas sus resoluciones debían ser racionales. A pesar de lo extravagante que fuera su desarrollo. La fórmula era sencilla: sexo sugerido, mujeres desnudas —al borde de ser descuartizadas o quemadas vivas—, psicópatas y depravados —por lo general vestidos con sotanas rojas y capuchas en punta—, alguna bruja anciana y feucha, pantanos, atmósferas tormentosas y seudo monstruos arrastrándose en la niebla. Eran relatos estremecedores en su desarrollo cuyas resoluciones mundanas echaban a perder la esencia, necesariamente sobrenatural, que planteaba el relato. Esta fórmula, en los setenta, fue recuperada en gran medida por la editorial Bruguera para su colección de bolsilibros “Selección Terror” (materia para otro post). Eso no quita que autores de la talla de Ernst, Blassingame o Hugh B. Cave, no hayan escrito piezas memorables y maravillosas.

A esta obra, Ernst también sumó relatos de ciencia ficción (muchos de largo aliento) para  la revista Astounding, como The red hell of Jupiter, Marroned under the sea —que tuvo su traducción al castellano por Francisco Arellano Editor—, o The raid of the termites.  Pero su mejor material lo publicó en la revista única, la Weird Tales. Fue en ella donde se editaron sus dos novelas más memorables: The black monarch (serializada en cinco números durante 1930) y el libro que nos compete: El doctor Satán (1935-36).

Ernst-AstoundingLa presente edición en manos de Costas de Carcosa, con una cuidadísima traducción y un memorable estudio introductorio del especialista (y amigo de la casa) Javier Jiménez Barco, constituye un absoluto acontecimiento en nuestra lengua que, como sucede en estos casos, ha pasado bastante desapercibido. El misterioso doctor Satán no sólo compila los ocho cuentos que escribió Ernst para Weird Tales, sino que también recupera sus ilustraciones originales y hasta las cubiertas de Brundage que, con mucho acierto, Jiménez Barco señala que no le hicieron demasiada justicia al personaje.

Terence Hanley, que es un investigador muy intuitivo, traza algunas coincidencias entre los pulps y los primeros comics de superhéroes. La influencia de esta serie fue grande, Terence Hanley dice que tal vez se trató de la primera historia en congeniar dos seres súper poderosos, o sea, a un súper héroe y un súper villano. En este caso serían Ascott Keane y el doctor Satán, el Yin y el Yang en la sempiterna lucha entre el bien y el mal.

Pero, como tantos otros trabajos, la génesis del doctor Satán (que Barco se encarga de detallar) tuvo que ver con un encargo del editor de la Weird Tales, Farnsworth Wright, que decidió darle batalla a las publicaciones de weird menace,  que por entonces arrasaban los kioscos, y hacer lo mismo con un autor de la casa, en plan de cuentos seriados. El invento fue un híbrido extraño, que mezclaba ciencia-ficción, fantasía, esoterismo, terror y weird menace. Tal vez la fórmula fue demasiado para la época, porque el experimento no tuvo aceptación entre los lectores y, tras solo ocho magníficas apariciones, la fórmula cayó en el olvido. A pesar de que la serie inspiró libremente un serial cinematográfico y más adelante fue brevemente homenajeada por Rob Zombie en su opera prima La casa de los mil cuerpos.

Lo más llamativo, en esta obra que reúne ocho cuentos largos —que están vinculados entre sí y que relatan una batalla contra una especie de anticristo encarnado por el Doctor Satán—, es el desparpajo con que Ernst creaba sus argumentos. El primer cuento, llamado simplemente “Doctor Satán” constituye toda una declaración de intenciones al comenzar con un millonario cuyo cráneo estalla en mil pedazos al emerger de su interior un arbusto frondoso. Es difícil sentarse a pensar una forma más estrambótica y bizarra de iniciar un cuento.  “Era como si una mano con muchos dedos pequeños y afilados hubiesen empujado hacia arriba, a través del hueso, con un grueso tronco parecido a un puño brotando desde el cerebro”. Más adelante, el doctor Satán le explica a sus secuaces que lo que busca con esta clase de asesinatos wagnerianos es, justamente, su golpe efecto, su gratuita espectacularidad. Nada de crímenes comedidos para el doctor Satán.

991ff8b72ab952d262a48fb85a41595bHay rastros del folletín francés en la ambientación de la obra de Ernst. Sin tener datos suficientes como para afirmarlo, uno puede elucubrar que el escritor tal vez fue un buen lector de autores macabros y guignolescos como Gaston Leroux, Gustave Le Rouge —Satán, en el relato El hombre que creó al relámpago, desarrolla un protoplasma que puede moldearse a su antojo y con el que puede imitar el rostro de cualquier persona. Algo ya ensayado a través de la cirugía por el inefable doctor Cornelius Kramm, el escultor de la carne, en la obra de Le Rouge—, Leblanc o Maurice Renard. Como ya dijimos, se ven estas influencias en la espectacularidad de sus crímenes, en la ambientación teatral del doctor Satán —sus guaridas subterráneas, sus servidores esclavos y tullidos, su vestimenta extravagante y su identidad resguardada por una máscara carmesí con apariencia de cráneo desnudo que parece extraída del baile de máscaras de El fantasma de la Ópera— y en esa idea de mezclar, en medidas iguales, el esoterismo con los misterios científicos. La ciencia que, en manos perversas, es un vehículo de destrucción masiva y diabólica (lejos ya de las utopías edinsonianas de fines del siglo XIX).

Poco a poco, a medida que se avanza en la lectura y en las farragosas y bizarras aventuras que creó Ernst, la figura del Doctor Satán va perdiendo su apariencia enloquecida, para transformarse en un vehículo carnal del rey de las tinieblas. Keane descubre, en un viaje al otro mundo, que Satán está enraizado místicamente al demonio y que sus caprichos psicóticos son, en realidad, comandos que recibe del inframundo. “Me pregunto si nuestro amigo cubierto de rojo podría realmente ser una encarnación de una fuerza maligna que siempre hemos llamado Satán, aunque él mismo piense que está actuando en una obra” y más adelante también dice: “¿No era concebible que Lucifer fuera solo una personificación y nombre para las motivaciones malignas de las personas, que el Doctor Satán fuera Lucifer o estuviera más cerca de él de lo que nadie había estado jamás?” Estas elucubraciones de Keane se deben a que los actos de Satán son injustificados, ya que el súper villano es millonario y no tiene una necesidad pecuniaria que excuse sus actos vandálicos, en cuyos chantajes exige millones.  Lo que se inicia como un simple argumento de raíces policiales y de bajos fondos se transforma en algo más complejo con implicaciones teológicas y trascendentales donde tiene lugar la lucha de dos símbolos tan antiguos como la humanidad, el bien y el mal en estado puro, que son representados, justamente, por la caracterización trillada de Keane y el doctor Satán y la de los secuaces que acompañan a ambos. En el caso del héroe, su compañero de aventuras, es una mujer que le sirve de secretaria “y algo más”. Con ella el héroe mantiene durante todas las historias una tensión romántica muy bien llevada y además sirve de anzuelo y de talón de Aquiles al héroe invencible. En Satán, sus secuaces son dos seres inenarrables: un contrahecho de aspecto simiesco y un tullido gigantesco que se arrastra con sus dos brazos. Herencia y mañas adquiridas por Ernst como escritor de weird menace.

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En las aventuras que creó Ernst hay material para todos los paladares, desde el terror a la ciencia ficción, desde lo bizarro a lo estrambótico. Combustiones espontáneas, miniaturización, resurrecciones de muertos, ritos vudús, aceleraciones, viajes al más allá, rayos de la muerte y toda una parafernalia rimbombante de horrores.

El misterioso doctor Satán es un ejemplo perfecto de lo que era, es y será la literatura pulp en manos de un escritor con talento, desprejuiciado y con ganas de divertirse. Los clichés son vehículos del ingenio más acérrimo y fantasioso. Es poco probable que este libro vuelva a editarse algún día y que se lo haga con una edición y una traducción tan cuidada como la que realizó Javier Jiménez Barco, por lo cual perderse la oportunidad de obtener un ejemplar, sería un pecado imperdonable en manos del aficionado al género.

Adenda:

Consultado por Árboles Muertos, el amigo Javier Jiménez Barco nos confesó que:

Costas de Carcosa es un sello editorial que cruza a dos editoriales distintas: Barsoom y Pulpture. Cuando apareció, mucha gente me preguntó si eso significaba que Barsoom iba a dejar de existir, y yo aseguré que no. Lo que pasa es que Barsoom saca novedades todos los meses y yo trabajo a toda máquina. Al existir un segundo sello dedicado al pulp clásico, puedo sacar en él materiales que por extensión se quedaran algo cortos para un libro de Barsoom, probar con el formato libro de bolsillo, y contar con la ayuda de la gente de Pulpture, lo cual me permite embarcarme en proyectos que, de otro modo, tendría que hacer solo y, por tanto, descartaría por no tener tiempo.

Es decir, Barsoom sigue por un lado, y los jóvenes de Pulpture siguen, por el suyo, sacando cosas. Pero cada pocos meses nos juntamos y unimos fuerzas para sacar algo entre todos. Eso es Costas de Carcosa.

En cuanto al material del Dr Satán, yo lo conocía desde hacía décadas, cuando preparé un artículo sobre los villanos weird de los pulps de los treinta. Yo ni siquiera había montado Barsoom todavía, pero los planteamientos de las historias pulp tanto del Doctor Death como del Doctor Satán me parecieron tan enloquecidos y tan bizarros, que ansié en secreto que alguien publicará algo de eso en español. Y años después, cuando comencé a hacer una lista de material interesante para Carcosa, me dije, ˈaquí lo voy a sacarˈ”.

Mariano Buscaglia

El enigma de Agustín Pérez Zaragoza

Tal vez guiados por las opiniones de contemporáneos como Larra, que atribuía el éxito de la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas al mal gusto del público, o Mesonero Romanos, que en sus memorias solo le concede el valor de entretenimiento sin demasiado fondo en una época creativamente anodina, durante mucho tiempo el discurso académico apenas prestó atención a la obra de Agustín Pérez Zaragoza, objeto como mucho de unas pocas líneas en sus historias de la literatura. Fue más ocupación de glosadores de la ficción macabra mantener vivo su recuerdo. Casi ninguna antología consagrada a la literatura fantástica española ha dejado de incluir alguna de las narraciones de la Galería fúnebre, y también lo han hecho otras recopilaciones más generales. La primera fue la firmada por Juan J. López Ibor para Labor, Antología de cuentos de misterio y terror (1958), donde aparecía «Bristol o el carnicero asesino». Es sintomática la carencia de cualquier dato biográfico sobre Zaragoza en las notas que, dentro de este libro, se dedican a introducir la figura de cada uno de los autores seleccionados. Muy influyente fue Cuentos de Terror (1963), preparada por Rafael Llopis para Taurus y luego reeditada con algunos cambios en el sumario por Alianza Editorial, donde aparece «La princesa de Lipno o el retrete del placer criminal». La elección de José Luis Guarner en su Antología de la literatura fantástica española (1969), de Bruguera, fue «Dompareli Bocanegra», mientras para la Antología de terror clásico español (1984), de Forum, Carlos José Costas seleccionó «La duquesa de Malfi» y «Blanca María o la condesa de Celán». Curiosamente, la Antología española de literatura fantástica (1992), preparada por Alejo Martínez Martín para Valdemar, renuncia a la participación de Pérez Zaragoza, tal vez porque ya había empezado a correrse la voz de la discutible originalidad de sus relatos. Otras antologías más recientes, como Panteón del gótico español (2016), no han sentido tales escrúpulos.

Lo curioso es que, pese a la presencia de los contenidos de Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas en tantas colecciones de relatos, la obra completa nunca se ha reeditado en forma impresa y el interesado o estudioso hoy debe recurrir a ediciones digitales, como la que ofrece la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Luis Alberto de Cuenca lo intentó en 1977 para la colección Biblioteca de Visionarios, Heterodoxos y Marginados, de Editora Nacional; pero hubo de contentarse con un único volúmen que recogía exactamente la mitad de la obra original. Al menos esta edición sirvió no solo para acercar un poco a los lectores unos textos hasta entonces retenidos en los anaqueles de los bibliófilos afortunados, sino también para iniciar una investigación algo más concienzuda sobre la biografía de su autor. Antes de que Luis Alberto de Cuenca redactara el prólogo de su edición, solo Juan Ignacio Ferreras se había ocupado de su figura con algún detalle en Los orígenes de la novela decimonónica (1973).

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Esta lectura parcial de la Galería fúnebre, para la mayoría, y el desconocimiento de las circunstancias de su creación, así como el olvido de otras obras similares escritas por plumas españolas en ese periodo, crearon la impresión de que se trataba una obra excepcional en nuestra literatura. Sabemos ahora que no es así, gracias al trabajo de nuevos investigadores como Míriam López Santos, entre otros. La novela gótica gozó de cierto predicamento entre los lectores españoles en un momento en el que la novela misma se convertía en el género predilecto de la burguesía en toda Europa. Y ese éxito se correspondió con la traducción de no pocas obras inglesas y francesas, al tiempo que se alentaba una producción propia que poco a poco ha ido desempolvándose de los rincones poco transitados de las bibliotecas, como La urna sangrienta, o El panteón de Scianella y La torre gótica, o El espectro de Limberg, de Pascual López y Rodríguez.

Con todo, apenas se sabía algo de Agustín Pérez Zaragoza, primer puntal recordado durante casi dos siglos de la novela gótica española. La aportación de Luis Alberto de Cuenca en 1977 fue listar sus obras adormecidas en los anaqueles de la Biblioteca Nacional, recuperar los comentarios que habían suscitado entre críticos y eruditos, y entresacar algo de información de las escasas líneas que el propio Pérez Zaragoza dedicó a sí mismo. Todo ello apenas sumaba nada.

Desde entonces la digitalización de hemerotecas nos ha ayudado mucho, porque más allá de lacónicas confesiones dentro de sus propios escritos, la mayor parte de cuanto hemos llegado a saber de Agustín Peréz Zaragoza se encuentra en boletines oficiales y notas de prensa. No tuvo amigos que le redactaran un panegírico o enemigos tan cercanos como para usar lo personal en un ataque. Nadie nos contó su vida y, en lo que se refiere a su esfera más íntima, lo desconocemos casi todo. Juntando las piezas desperdigadas del puzzle, llegamos a la conclusión de que nació alrededor de 1780, aunque desconocemos dónde y en qué fecha exacta. En algunos textos escritos en el extranjero suspira por regresar al lado del Bidasoa, lo que no haría absurdo pensar en un origen guipuzcoano o navarro. También se nos escapan las circunstancias de su muerte.

Tuvo algún cargo público durante el reinado de Carlos IV y se puso del lado de los ocupantes franceses durante la Guerra de la Independencia, aunque él se justificaría a posteriori asegurando que su intención era servir mejor a los españoles desde dentro de las filas enemigas. Temeroso de las represalias, en 1813 se vio obligado a huir más allá de los Pirineos, probablemente a Burdeos, antes del regreso al trono de Fernando VII con la firma del Tratado de Valençay. En los años previos a la guerra, Zaragoza había demostrado inquietudes artísticas; de hecho se conservan partituras de composiciones musicales publicadas, como un minué para guitarra datado alrededor de 1801. Aseguraba haber sido un escritor prolífico y que el aprecio por sus textos le habían granjeado el favor de la autoridad y el cargo que ostentaba; si es cierto, toda obra anterior a la guerra se ha perdido y no conocemos ni los títulos.

En la época amarga del exilio, cuando incluso llegó a considerar el suicidio, volcó sobre el papel el primer texto del que sí tenemos noticias. Proclamaba haber encontrado consuelo a su desdicha en la religión y de esta hace apología en su libro publicado primero en Francia y luego reimpreso en Madrid en 1820: El fruto de la Religión en la desgracia o Reflexiones filosófico-morales de un español expatriado, víctima de opiniones políticas, escritas para consuelo de la humanidad afligida. Dedicadas a la tierna y generosa madre patria. Claro que siempre cabe la sospecha de que sea un escrito de descargo ante las autoridades, previendo sospechas y acusaciones, dada su intención de regresar. Por otro lado, se muestra como exaltado antijesuita en otro opúsculo de ese mismo año: Memoria de la vida política y religiosa de los jesuitas, donde se prueba que no han debido volver a España por ser perjudiciales a la religión y al Estado. Escrita en obsequio de Dios, del Rey y de la Patria. Esto no implica que fuera anticlerical, porque la inquina ante la Compañía de Jesús tenía larga raigambre, incluso en otras organizaciones dentro de la Iglesia Católica.

De un año después, impreso igualmente en Madrid como el resto de su obra, es El remedio de la melancolía, la floresta del año, o colección de recreaciones jocosas e instructivas. Obra nueva que contiene lo que se ha escrito e inventado mas agradable por autores modernos hasta el año de 1821, en clase de anécdotas, apotegmas, dichos notables, agudezas, aventuras, sentencias, sucesos raros y desconocidos, ejemplos memorables, chanzas ligeras, singulares rasgos históricos, juegos de sutileza y baraja, problemas de aritmética, geometría y física, los más fáciles, agradables e interesantes. Traducidas y recopiladas de diferentes autores franceses y otro. Publicado en cuatro volúmenes, este popurrí apenas contiene nada de original, como el mismo autor confiesa, aunque algo debieron encontrar inmoral o contrario a la fe en sus páginas, porque en 1827 la obra fue incluida en el Index Librorum Prohibitorum romano.

Agustín Pérez Zaragoza esta particularmente activo en ese 1821 y entrega también a la imprenta Historia de zorrastrones, o descubrimiento interesante de las finas y diabólicas astucias de los caballeros de la industria, rateros y estafadores. Se trata de una traducción del francés en dos volúmenes, con algunos cambios particulares en su redacción por parte del autor español. Aunque no he tenido oportunidad de leerlo y cotejarlo, apunto para futuros investigadores la sospecha de que, vistos los precedentes, quizá la obra que le sirvió de inspiración fuera otra de Cuisin, pues en ese mismo año había publicado una Les Farces nocturnes des contrebandiers et des fraudeurs. Recueil contenant un grand nombre d’anecdotes très-amusantes et très-récréatives, de tours, ruses, finesses et stratagèmes extrêmement ingénieux, comiques ou audacieux, imaginés et employés pour frustrer les droits. Par un ancien douanier. Paris, Corbet, 1821.

Un exitoso producto de su pluma será La nueva cocinera curiosa y económica y su marido el repostero famoso, amigo de los golosos. Tres volúmenes publicados entre 1823-1825 en la imprenta de Eusebio Álvares. Aquí teoriza sobre gastronomía y ofrece recetas.

Inmediatamente después, Pérez Zaragoza publica otros cuatro volúmenes, el último de ellos en 1826, esta vez de una Enciclopedia de la Juventud, o sea Compendio general de todas las ciencias, para el uso de los colegios, escuelas y pensiones de ambos sexos, de nuevo una traducción que el autor español enriqueció a su criterio. De esta obra pedagógica, la parte consagrada a la mitología gozó de una reedición como volumen exento.

De carácter edificante, y también de 1826, es La virtud, o sea, retrato perfecto de un hombre honrado, un compendio de recetas morales. En este caso el autor no confiesa traducción alguna, pero tan aficionado era Pérez Zaragoza a hurgar en obra ajena que la originalidad de esta obra habrá que dejarla en cuarentena a la espera de que algún investigador le dedique un estudio detallado.

Sí son traducciones reconocidas algunos textos autógrafos llegados hasta nosotros fechados en 1830 y que seguramente nunca llegaron a la imprenta. Uno de ellos es La Resurrección de los muertos. Diálogo de los modernos. Desconozco su procedencia, pero dado el historial de Agustín Pérez Zaragoza y que la obra consiste en una serie de diálogos imaginarios entre personajes históricos, la mayor parte franceses, podemos suponer el origen gálico. Otro de esos manuscritos procede de Goldoni, la obra teatral El hombre adusto y benéfico: comedia nueva en tres actos (Il burbero benefico).

Todo lo referido hasta ahora no habría merecido alusión alguna de Agustín Pérez Zaragoza en los tratados sobre literatura decimonónica. Si le tenemos en alguna estima es por la empresa que le embarcará durante 1831: la publicación a costa de su bolsillo de la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas.

La mezcla de lo melodramático y lo moralizante ya venía gestándose y logrando un gran éxito entre el público burgués desde mediados del siglo XVIII con las novelas de Samuel Richardson. Este tipo de narrativa sentimental, aún de corte clasicista, irá poco a poco impregnándose de una nueva sensibilidad más oscura y fantasiosa, como la que ya revela su contemporáneo Edward Young, cuyos Pensamientos nocturnos se publicaron en el periodo 1742-1745, muy pocos años después que la célebre Pamela. Fantasmas y diablos, sepulcros, mazmorras y ruinas a la luz de la luna, tormentas cruzadas por el rayo, bajeles azotados por las olas… Toda esa imaginería se convertirá en cotidiana en la novela de las últimas décadas del ancient régime y servirá como heraldo del Romanticismo. En España nos procura en 1789 las Noches lúgubres, de Cadalso, imitación de Young; pero es la influencia de la novela histórica a la manera de Walter Scott y también los novelistas góticos, en especial Ann Radcliffe y sus émulos, los que acabarán por dejar una huella duradera en la literatura en castellano. Tanta abundancia de traducciones de originales galos y anglosajones llega a preocupar a muchos críticos: «Nuestra nación en otros tiempos original, no es otra cosa en el día que una nación traducida. Los usos antiguos se olvidan y son reemplazados por los de las otras naciones. Nuestros libros, nuestras modas, nuestros placeres, nuestra industria y hasta nuestro modo de pensar, todo es ahora traducido», escribe Mesonero Romanos en 1828.

No obstante, cuando Zaragoza publica sus relatos aterradores, E. T. A. Hoffman sigue inédito en español. Tampoco clásicos de la novela gótica inglesa, como los irreverentes Frankenstein, Vathek o Melmoth se habían publicado aún en la península. Existía, por ejemplo, una versión de 1822 de El monje salida de imprentas francesas para burlar la censura o de El vampiro de Polidori, atribuyéndolo a lord Byron. Sobre todo lo que más triunfa son las traducciones de Radcliffe —tres de sus novelas ya se habían publicado en nuestro país antes de 1831, aunque su obra más famosa, Los misterios de Udolfo aparecería por primera vez un año después que la Galería fúnebre— y arrastran tras ella apócrifos procedentes del francés y textos menores de sus discípulas, como las novelas escritas por Sophie Lee, Elizabeth Helme o Regina Maria Roche. No parece que Agustín Pérez Zaragoza conociera el inglés, aunque se manejaba con soltura en la lengua francesa, así que tuvo a su disposición abundantes obras no traducidas al español.

Muchos lectores españoles, cansados de textos de instrucción religiosas, evocaciones a Grecia y Roma o amores entre pastores, mostraban interés por estas novelas rebosantes de emociones fuertes. No todos los escritores estaban dispuestos a ofrecérselas. Los debates literarios entre «romancescos y clasiquillos», es decir decir entre los seguidores de la nueva invasión romántica y los defensores del baluarte neoclásico, hacían a menudo hincapié en los desafueros de la imaginación excesiva y el gusto enfermizo por lo lúgubre, delirante y pasional. Los detractores de todo lo romántico encontrarían buena argumentación en el sensacionalismo lúgubre de la novela gótica. Así opinaba un crítico anónimo en la Crónica científica y literaria el 16 de noviembre de 1819:

«¿Qué legión de espíritus tenebrosos se ha apoderada de los escritores de nuestros días? ¿Qué sed de horrores atormenta sus desarregladas imaginaciones? Los griegos, en sus obras de imitación. no pintaban otros crímenes sino aquellos que formaban parte de la historia mitológica, y que emanaban de los irresistibles decretos de la fatalidad. Aun en estos casos usaban con mucha parsimonia de las ideas atroces y horrorosas, y no cargaban la mano a la pintura del mal, contentándose a veces con indicarlo. Pero en nuestro siglo hemos adelantado mucho en esta carrera. Gracias a la literatura de los pueblos septentrionales, los personajes de los dramas y novelas son asesinos, salteadores, brujas, magos y corsarios, diablos y hasta vampiros. Sí, señores. Un vampiro es el héroe de cierto poema que se atribuye a lord Byron, por la conocida propensión de este alegrísimo joven a semejantes personajes».

En este panorama, alguien que había vivido en Francia las modas que recorrían Europa decidió tomar papel y pluma y producir una obra a la que augura éxito comercial. Se trataba de una colección de relatos y novelas cortas agrupadas bajo el epígrafe Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas.

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Constaba de doce tomos en octavo con una media de doscientas páginas cada uno 172 tenía el primero; 282 del último, aunque este contenía la lista de suscriptores. El autor firmaba como Agustín Pérez Zaragoza Godínez en la portada y como Agustín Zaragoza y Godínez en la dedicatoria a la regente Doña María Cristina de Borbón. Se estampó en la imprenta de J. Palacios, en la calle del Factor, que al menos en la segunda década del siglo XX todavía estaba en actividad, aunque con sus talleres trasladados a Arenal 27. En Madrid estaba a la venta en la librería de la viuda de Cruz, «frente a las covachuelas». El autor y financiador de esta empresa literaria preparó un prospecto con las características y contenidos de la edición, a la espera de captar suscriptores o compradores de números sueltos. De este prospecto, que pasaría a formar parte del libro como texto del «Prolegómeno», hizo una amplia difusión en la prensa de la Corte. Posteriormente, en lugares como el Diario de avisos o El Correo fueron apareciendo recordatorios, a medida que se publicaba cada uno de los nuevos volúmenes.

El medio periodístico que más se ocupó de la obra de Pérez Zaragoza fue el Boletín de Cartas Españolas, publicado por el afrancesado José María de Carnerero tras regresar a Madrid de su exilio parisino, siguiendo el modelo de la Revue Française. Durante su primer año de vida, 1831, en la sección de «Miscelánea», donde igual se habla de un temblor de tierra que de un espectáculo de fieras, aparece en la página 200 una reseña de la obra de Pérez Zaragoza:

«PUBLICACIÓN NUEVA. — Pocas habrá, entre cuantas se ofrecen al Público, que presenten un título más sorprendente que la que se se anuncia en un Prospecto que tenemos a la vista. Su autor, D. Agustín Pérez Zaragoza Godínez, si la venta de su libro corresponde al aliciente, puede luego contar con que le ha caído la lotería. Por de pronto digo que hay que apostar ciento contra uno a que no ha errado el cálculo. ¿Qué niño, qué criado de servir, qué aguador de fuente, qué artesano por las noches de invierno, qué dama sentimental y patética, dejarán de saborear el deleite que han de proporcionarle las páginas que se están imprimiendo en casa de Palacios? ¿Y en qué Palacios ni en qué chozas, tómese la cosa por alto o bájese al vuelo, dejarán de dar pasto a la curiosidad las inauditas e incomparables aventuras con que rechinan las prensas de la calle del Factor? Bromita parece; pero no lo es, y desde luego preveo las convulsiones, las agitaciones nerviosas, los calofríos y trasudores que amenazan a la turba leyente. Para que no se diga que exagero, ni me tenga por visionario, me limitaré a copiar el título de la enunciada obra y dice así:

»OBRA SINGULAR, osea GALERÍA FÚNEBRE de especros y sombras ensangrentadas; o bien: El historiador trágico de las catástrofes del linaje humano; colección curiosa, instructiva y divertida de prodigios, acontecimientos maravillosos, apariciones nocturnas, sueños espantosos, delitos misteriosos, fenómenos terribles, crímenes históricos y fabulosos, cadáveres ambulantes, cabezas ensangrentadas, venganzas atroces, casos sorprendentes; y en fin, un cuadro histórico de los tristes efectos de las pasiones humanas, para lograr las fuertes emociones del terror, que son las que inspiran horror al crimen.

»Solo resta que añadir que esta Galería fúnebre constará de unas treinta historias trágicas, interpoladas de algunas novelas, y que hay que acudir para adquirirla a la librería de la viuda de Cruz. Aunque dicha librería es fronteriza a las Covachuelas, no se crea por eso que la lectura del Historiador trágico sea cosa de juguete.»

Aunque sabemos que en las páginas de Cartas españolas colaboraron Estébanez Calderón, Mesonero Romanos, Ventura de la Vega y Bretón de los Herreros, entre otros, ignoramos la autoría exacta de esta reseña, como tampoco la de las que seguirán. En la página 228 —cada entrega tenía dieciocho páginas, sin fecha impresa, pero llevaban numeración correlativa para ser encuadernadas en tomos—, vuelven a ocuparse de lo que parece haberse convertido en fenómeno, al principio con comentarios que parecen tomarse con sorna el éxito; después con franca admiración. En este caso arranca en la misma primera página, bajo el título de cabecera:

»PUBLICACIÓN NUEVA. Galería fúnebre, o sea El historiador trágico. Obra de don Agustín Pérez Zaragoza Godínez.

»Hemos hablado de la obra singular, que con título Galería fúnebre debía darse a la luz. En la Gaceta del 25 del corriente ha circulado con efecto el Prospecto. Dijimos que esta producción tendría gran despacho… Dígalo el librero, que el primer día no tuvo manos para apuntar suscripciones y despachar ejemplares. La obra es terrible; ¿pero quién duda de la eficacia de la mostaza, cuando se trata de que las salsas sean picantes?

»Desde luego volvemos a asegurar que con esta publicación le ha caído al señor Zaragoza la lotería. La venta del libro ha de tocar en locura; y para Zaragoza, lo mismo que para otra ciudad, pueblo, aldea o villorro, este lucrativo modo de loquear es lo que se llama encontrar la piedra filosofal. En cuanto a nos, hemos leído los dos primeros tomos y hallado en ellos un interés extraordinario. El que lea un volumen, leerá los siguientes. En el primero se halla la historia de Bristol o el Asesino carnicero, y la de la Morada de un Parricida. El segundo contiene La Princesa de Lipno y El alcaide de Nochera. Los extravíos y horrores a que suelen concudir las pasiones amorosas, cuando no hay freno que las contenga, forman por lo regular el fondo de las aventuras que se describen en esta obra. Por eso dice el señor Zaragoza Godinez en su Prolegómeno o Introducción analítica, que al ver sus historias “se estremecerán sus lectores, perderán sus facultades intelectuales y se inflamará su corazón”. Sabemos muy bien que este es un modus loquendi, y convenimos con el autor en que la lectura de los grandes infortunios del hombre no deben tener el simple objeto de la diversión, sino también el de preparar el camino a todas las desgracias de la condición humana. Familiarizarse con la imagen de la adversidad, puede ser a veces muy conveniente para saber evitarla.

»El autor no presume que su obra no sea criticada, y de antemano prevé quienes serán los que más se ceben en su censura. Conviene oírle a él mismo, en ciertas pinturas que presenta:

»”Si esta obra (dice) llegase a manos de un petimetre, de los muchos que hay tan ignorantes como afeminados, y que nunca conocieron el placer de las grandes impresiones del alma, es posible que al momento la arroje con desprecio, sin haberla leído. Siempre tonto, siempre lleno de ámbar y de insolencia, empalagoso en todas partes, no podrá distraer su vista, consagrada exclusivamente al tocador, ni revivir sensación alguna, aunque sea la copa emponzoñada de Rodoguna”.

»Para pintar lo superficiales que suelen ser semejantes entes añade:

»”En el momento mismo en que Orestes, cruelmente vendido por Hermione, despliega sus furiosos celos, he visto yo en el teatro a un Adonis, de estos que hoy día se conocen por el nombre de lechuguinos, merengues, suspirillos y otros, salir de un palco con la mayor indiferencia y frialdad, haciendo ruido con aire burlón, y marcharse a hacer señas y carantoñas con sus gemelos a otro palco, interrumpiendo la atención del público. Este mono tiene muchos imitadores”.

»Las mujeres críticas, que podrán no gustar de esta obra, dan también materia a los epigramas del señor Godinez. Oigámosle:

»”También hay en el bello sexo muchas figureras remilgadas, que con unos paracaídas por gorros llaman a todo el mundo la atención en el palco. Y estas, en la escena más sorprendente de una pieza, momeras de profesión, revientan de risa o más bien afectan reírse, por enseñar el esmalte de sus dientes y el carmín de sus labios de rosa, color comúnmente prestado. Los chulitos que las rodean, la espalda al actor, apuntan en todas direcciones con su lente, hacen mil movimientos, se componen el pelo ensortijado y salen con sus gesteras del teatro… Los aplausos no son ya de gente de tono: un caballerito comme il faut, es decir, un elegante, un lechugino, un flamante, un merengue, debe tener un gusto estragado sobre todas estas cosa, y fuera vergonzoso tener el menor sentimiento de aquellos que inspira la misma naturaleza. Es, pues, inútil escribr para esta clase de entes, que hasta en su figura degeneran de la especie humana: muñecos almivarados, pajas doradas que nunca fueron más que el simulacro de la virilidad, etc.”

»Así como el autor explica los efectos que la lectura de su obra podrá producir en loso varones, da una pincelada sobre los resultados que producirá en las hembras que la lean. La descripción siguiente es digna de figurar en este extracto. Dice así el señor Godínez:

»”La joven que, hallándose en su cuarto, en medio de un desierto lleno de malezas y bosques, no teniendo otra música que los gritos lamentosos de lechuzas y mochuelos, en una noche tempestuosa, tuviese el arrojo de ponerse a leer esta Galería fúnebre, graduaría de imprudente muy en breve su resolución; pues ya veo erizados sus cabellos, palpitar velozmente su corazón y ofrecer en sus ojos la imagen del terror. La situación de esta señorita debe ser muy crítica, si llevada de su afición a esta clase de obras horrorosas se le ocurre tomar un tomo de la Galería mientras la rinde el sueño. Es media noche: hora fatal del crimen y del silencio. Este es el momento que ha escogido para leerla; más apenas lee algunas páginas, se llena de inquietud, mira a todos lados, tiembla, se atraganta, se abraza de una silla, se erizan sus cabellos, ve revolotear fantasmas espantosas detrás de su asiento… Un espectro en su alcoba, corviéntense en figuras espantosas los dobleces de sus cortinas, cruzan duendes por todas partes; sus vestidos, colgados de una percha, son ya en su imaginación fantasmas que la amenazan con feroces miradas; su gorro, adornado de guirnaldas, al través de las sombras de la luz, es un dragón volando; oirá el estruendo de cadenas estrepitosas; y en fin, tal será el estado de su imaginación que hasta el gato será para ella un ser mágico sospechoso y todo se le transformará en visiones. Últimamente, para colmo de su desgracia, el viento agita y hace crujir las puertas, y cree ser una cuadrilla de asesinos que sube sordamente la escalera. Se arrebata: su primer impulso es arrojarse de la cama. Se arroja, en efecto, y con tal celeridad y aturdimiento que apaga la luz; quiere tirar de la campanilla, no acierta. Grita. Se enreda en las cortinas y, no dudando ya de que la detiene una mano homicida, se queda inmóvil y cae desmayada. Se anuncia entretanto la aurora y, al presentarse el brillante astro luminoso, vuelve en sí despavorida; respira con libertada y, examinando con espíritu tranquilo los objetos de sus visiones, se ríe y se avergüenza de su pusilanimidad.”

»Por fin dejemos a la señorita, vuelta en sí, después de tan tremendas angustias, dar gracias al señor Godínez por el buen rato que la ha proporcionado y si, generalizando algo más el cuadro, queremos enriquecer el efecto que producirán estas lecturas, no tenemos más que trasladar las breves líneas siguientes:

»”Mayor será el placer y diversión de las tertulias y reuniones que comúnmente hay en las lóbregas y mugrientas cocinas de las aldeas, en las que nunca falta un sacristán o barbero que entretenga a las viejas con cuentos o lea algún libro para que bailen el huso y no se duerman, pues a cada página de Galería se mirarán unos a otros, con sus caras macilentas, clavándose los ojos, espantados al oír tan tristes tragedias y casos tan lastimosos.”

»En vista de los dicho, ¿habrá quien dude que tiene muchísima razón el autor cuando, ponderando el motivo de su obra, establece que “bien coloque la escena en la abrasadora Andalucía o bien transporte a la mortífera Calabria, bajo los fuegos del cielo italiano, por todas partes se lisonjea de poder inspirar el mayor interés”?

»Hace muy bien el señor Godínez de aconsejar al lector que le siga a la luz opaca de sus lámparas lúgubres, hasta aquellas sinuosidades pérfidas y catacumbas infernales; y nosotros también le aconsejamos que vaya a la librería de la viuda de Cruz, y que se suscriba a esta obra singular y extraordinaria. Así será sin remedio, y desde luego anunciamos al señor Godínez que el despacho de su libro no será menos portentoso que le material que le compone. Como especulación de librería, creemos que el Espectador trágico tendrá mucho de cómico y de ameno para el que le ha escrito.»

No toda la prensa en aquellos días se limitó a reproducir reseñas más o menos elogiosas o a ponderar lo que se estaba convirtiendo en fenómeno, en un verdadero éxito de ventas. El 8 de julio de 1831, el Correo de Madrid publicaba una carta abierta de una pareja de escritores, Julián Anento y Benito Sebastián Castellanos, que no solo cuestionaban la originalidad de la Galería fúnebre, sino que también se titulaban como damnificados por la actividad editora de Agustín Pérez Zaragoza:

»CORRESPONDENCIA. CRÍTICA.

»Señor editor: acabamos de ver con sorpresa un larguísimo prospecto, por el que ofrece al público el Sr. D. Agustín Pérez Zaragoza Godínez una famosa Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, de la que tiene la gracia de llamarse autor. Tanto por este engaño con que el dicho señor pretende elevarse, cuanto porque la obra que está publicando con el modesto y más adecuado título de La poderosa Themis o los Remordimientos de los malvados es la misma, y aún podría decirse que tal vez es el modelo por donde se hayan escrito las exageradas catástrofes del linaje humano, pues que apenas se muda el lenguaje, nos vemos como verdaderos traductores y legítimos autores de tres novelas aumentadas en dicha obra en la precisión de hacer al público una sencilla manifestación para que aparezca cada uno como realmente sea. En los dos tomos publicados hasta ahora de la fúnebre galería se comprenden cinco novelas de las que están ya publicadas en La poderosa Themis, que son: Bristol o el Carnicero asesino con el nombre de El Carnicero inglés o La lámpara pavososa; La morada de un parricida, con el de El Parricida; La Princesa de Lipno con el de La Morada del asesino, y La bohemiana de Trebisonda, esta ya impresa en el tomo cuarto y último de nuestra obra, que va a publicarse en breves días con el mismo título.

»Acaso la anunciada para el tomo tercero con el nombre de La Duquesa de Malfi será, según es de esperar, alguna como las anteriores; pero por lo menos prevenimos al público que las Catacumbas españolas aunque se hallan en el original francés no nos pareció decorosa traducirla, por ser un cuadro ridículo de horrorosos excesos supuestos en la gloriosa guerra de la independencia contra los franceses, cometidos por los partidarios que en aquella época fueron héroes defensores de la península y de nuestro amado Soberano, pues aunque algunos de ellos hayan posteriormente desmentido de sus intentos, en aquellos tiempos no por eso los deja de citar la historia como beneméritos en el año de 1808; y aunque, como supone el autor francés de la Galería, fuesen verdaderos sus crímenes, no estaba en nosotros sino desmentirlos: esta razón, y lo poco que favorece a la religión este escrito, es lo que nos movió a no traducirlo, y la razón última fue la que nos movió a no hacerlo tampoco de la denominada La Guerité de la religieuse ou la Vestaie prevaricatrice, la cual ofendería a nuestros religiosos lectores, pues por mucho que ambas se disfracen no puede ser tanto que no ofenda a nuestras sanas costumbres. En vista de estas razones, el público podrá juzgar si es o no justa la reclamación de os traductores de La poderosa Themis, mayormente cuando además de verter las ideas de las dos obras que les han servido de original, han hecho una porción de reformas, la han aumentado con tres de su propio caudal y añadido con ciento y tantas notas geográficas, históricas y mitológicas.»

Poderosa Themis

Aunque en aquella época la protección de la propiedad intelectual no contaba con las actuales garantías, la acusación de plagio era suficientemente deshonrosa como para que Agustín Pérez Zaragoza se apresurara a responder, publicándose su argumentación una semana después:

«Señor Editor del Correo. Muy señor mío:

»Aunque me sea sensible ocupar el periódico de vmd. con artículos que algunos tacharán quizá de impertinentes, mi honor, y más que todo la circunstancia de haber admitido nuestra amada Soberana con la bondad que la caracteriza la dedicatoria de mi obra, Galería fúnebre, y publicarse esta bajo la Real protección del Rey nuestro Señor (que Dios guarde), me imponen la imprescindible obligación de responder al artículo firmado por D. Julián Anento y D. Benito Sebastián Castellanos, inserto en el número 468 de este periódico, lo que de otra manera no hiciera, por ser demasiado precioso el tiempo para perderle en defensas cuando no hay delitos, y en dar satisfacciones en vez de pedirlas por insultos combinados con sofismas, a los que el silencio es la contestación más prudente, si no mediase también un público respetable y demasiado benigno para mí, a quien cautelosamente se ha intentado fascinar, y a quien yo reverentemente suplico me haga justicia, teniendo en consideración al intento lo que con la debida moderación voy a decir.

»La crítica es una cosa muy cómoda, porque cuando se ataca con una palabra sola por débil que sea, es preciso ocupar páginas para desvanecerla; sin embargo pienso no ser muy difuso para lograrlo, pues el sol y la verdad abaten la niebla y la calumnia solo con su presencia. Tengo en mi favor la luz de la razón que reside en todos los hombres, y esta siempre disipará, como dice L’Harpe, los más brillantes sofismas: L’sprit humain fait en vain des efforts pour corrompre la verité; elle laisse toujours quelque trace lumineuse que la fait reconnaitre.

»Los señores articulistas, verdaderos traductores y legítimos autores de La poderosa Themis o Los remordimientos de los malvados, me acusan ante el tribunal de la opinión pública de que, siendo las novelas que comprenden los dos tomos publicados de mi obra las mismas que ellos han traducido en la suya, tengo la gracia de llamarme su autor. Lástima es que haya yo gastado el tiempo, la paciencia y el dinero en componer e imprimir el larguísimo prospecto de la Galería fúnebre, y los no cortos prolegómeno e introducción analítica con que principia el primer tomo, a fin de que (como digo a la página 22 de este) todo el mundo sepa lo que compra, y nadie se diga engañado, pues a pesar de la claridad y extensión con que me explico todavía hay quien no me ha entendido como deseaba. Me lisonjeo de que no habrá muchos de este número, porque serán pocos los que juzguen con las miras de los autores del artículo a que contesto.

»El que quiera tomarse el ligero trabajo de pasar la vista por el prospecto y prolegómeno de la Galería, no podrá menos de tachar de injusta y temeraria la acusación de los Sres. Anento y Castellanos. Léase el párrafo tercero del prospecto, donde digo: “Si algunas novelas fundadas en la sana moral suelen producir efectos saludables, con mayor causa parece deben lograrse presentando acontecimientos verídicos, horrorosos y sorprendentes, como los que en esta obra consagra su autor a la virtud contra el vicio, tomados los unos de varias obras, y los otros compuestos originalmente sobre los casos que nos han trasmitido las diferentes historias de las naciones.” Léase también el prolegómeno, página 10, donde con distintas palabras repite lo mismo: “Si algunas novelas fundadas en la sana moral suelen producir efectos saludables en las criaturas, con mayor causa deben lograrse estos presentándolas acontecimientos verídicos, horrorosos y sorprendentes, como los que en esta obra se consagran a la virtud contra el vicio, tomados los unos de algunas obras, y los otros sacados de las diferentes historias de las naciones”. Léase igualmente la introducción analítica, donde digo a la página 49: “Pero vaya una introducción (dirán algunos al ver estas digresiones); mas no es intempestivo lo que ilustra sobre la materia y efectos que debe producir una obra; y en caso de ser demasiado prolijo un autor en sus prólogos, siempre merecerá la indulgencia de sus lectores, cuando su profusión se dirija a manifestar su buena fe y sinceridad, y darles la muestra del paño que compran”.

»Diga ahora toda persona imparcial si pretendo elevarme con engaños, y si quiero aparecer de otro modo que como realmente soy.

»Para que pudiese acusárseme con fundamento de que trataba de engañar al público sería necesario se me probase, no que algunas historias de mi colección son traducidas, pues esto harto lo confieso en los párrafos del prospecto y prolegómeno citados, sí que todas lo eran; y aun en este caso no dejaría de ser autor de la colección formada, no de uno sino de muchos autores, sin dejar tampoco de merecer alguna consideración, no por traducciones literales que necesiten después para entenderse un nuevo diccionario, sino por traducciones algo castellanas, inteligibles, libres a veces, reformadas o modificadas según me ha parecido conveniente. Tan lejos de ser cierto cuanto dichos articulistas tienen la gracia de verter en su belicoso y descomedido comunicado, se convencerían por sus propios ojos de lo contrario si tuviesen la paciencia suficiente para esperar el fin de esta obra, que constará de catorce a quince tomos, y ver en ella que de unas cuarenta historias que tengo ya preparadas (con las licencias necesarias), y que probablemente se imprimirán todas por justo tributo de mi gratitud al excelso mecenas que tanto la honra con su soberana protección, las diecinueve son mías: confieso no tendrán el mérito de qu pudieran estar dotadas si hubiese yo tenido la dicha de conocer los talentos y producciones de los señores articulistas, como ellos presumen: mi tosca pluma los hubiera tomado por modelos para realzar con su estilo y castizo lenguaje mis despreciables composiciones y traducciones, considerándome entonces tan venturoso como Cadmo al pie de la fuente de Castalia; los hubiera rogado ser mis mentores y hubiera podido elevarme con sus luces para salir, siempre codicioso de gloria, del triste rango de plagiario y adocenado traductor.

«Nada me admira tanto como la obcecación de estos señores, que no contentos con no confesar de buena fe que una novela de las impresas hasta el día no es traducida, desfiguran la verdad de un modo cauteloso para desacreditarme a la faz del público, que tan benigno fue siempre en dispensar su aceptación a mis cortas producciones.

»Dicen en su artículo que “en los dos tomos publicados hasta ahora de la fúnebre Galería se comprenden cinco novelas de las que están ya publicadas en La poderosa Themis”. Pasan en seguida a enumerarlas, y continúan: “Bristol o el carnicero asesino, La morada de un parricida, La princesa de Lipno y La bohemiada de Trebisonda”. O yo no sé contar o por más que la cuenta se repita nunca saldrán más que cuatro historias de la publicadas en La poderosa Themis. Ni puede ser otra cosa, porque El alcaide de Nochera, segunda del tomo segundo, no está ni es posible esté en dicha obra, pues la he compuesto yo sobre el suceso tomado de la historia.

»Si hubiese tenido la osadía de intentar apropiarme una producción ajena, no soy tan estúpido ni tan insensato que hubiese conservado en la traducción el mismo título del original y la lámina de su segundo tomo, que mandé copiar y grabar exactamente, pues hubiera sido el “borrico hurtado con las orejas de fuera” para hacer más patente mi delito.

»Galería fúnebre se llama la obra francesa, y no me hubiera sido imposible inventar otro título diferente y otra lámina siguiendo el ejemplo de los articulistas, y acaso más adecuado que el suyo; con ese disfraz hubiese conseguido ocultar mi robo a la penetración de estos señores, así como a mí ni aun me pasó por la imaginación, hasta que he visto su fino y modesto artículo, que las novelas de que se compone La poderosa Themis fuesen las mismas que yo pongo en la Galería, pues al ver un cartel me figuré, como algunos se figuraron, sería una obra de jurisprudencia.

»Advertiré, de paso, que aun cuando me hubiese propuesto variar el título de la obra, nunca me hubiera parecido propio el de La poderosa Themis (Themis poderosa hubiera dicho en tal caso), como quieren los señores articulistas, salvo el debido respeto a las razones que pueden tener para fundar su fallo; rasones que no se han dignado manifestar. Para que mi obra se llamase Themis poderosa sería preciso que todos los principales delincuentes que en ella figuran pereciesen a manos de la justicia; pero, no siendo esto así, habiendo muchos a quienes la Providencia castiga del modo propio de su irresistible poder y sabiduría, a la que no pueden ocultarse los delitos que ignorados en la tierra quedan fuera del alcance de sus leyes, no pueden presentarse en una obra, en la que Themis solo debe hacer expiar el crimen a los malvados, y sí en la que por sus título y sucesos se demuestran los tristes efectos de las pasiones, que la espada de la justicia divina, a falta de los tribunales humanos, está siempre levantada sobre todo delincuente encubierto, aunque se oculte en el seno de la tierra. Así se hace ver que ninguno queda sin castigo: este cuadro intimista, reprime al delincuente y produce el fruto saludable de prevenir los delitos antes que Themis poderosa levante el patíbulo para imponer la última pena.

»Inútil será entrar en el examen (hecho ya por la autoridad a quien compete solamente) de si las Catacumbas españolas son un cuadro ridículo, y si la Vestal prevaricadora ofende a los lectores religiosos: el público las leerá, y entonces jugará por sí mismo sin necesidad de que le prepare de antemano. A mí me basta decir, y debiera haber bastado a esos señores articulistas, saber que el respetable religioso tribunal de imprentas ha permitido su impresión.

»Si yo he podido copiar de la Themis júzguelo todo lector: esta parece se publicó en noviembre último; mi prospecto se imprimió ya en enero. Es de creer que entonces ya estaría aprobada la obra, impreso un tomo al menos, y grabadas con anticipación, como lo estaba, una docena de láminas. Cualquiera puede graduar el tiempo que se necesita, y el que se habrá invertido en la censura de una obra tan voluminosa, y en el grabado de doce láminas con el mayor esmero. Las licencias fueron concedidas hace trece meses, como puede informarse el que guste en la secretaría del juzgado de imprentas, y los manuscritos fueron presentados en ella seis meses antes; es decir, que no pensarían aún los articulistas poner a la Poderosa Themis a la cabeza de bandoleros y asesinos cuando ya había yo procurado prevenir la desgracia de que por esa gente fuese inmolada a la menor amonestación que les hiciese, hallándose la pobre señora sola entre forajidos armados de trabucos y puñales, y, lo que es más, siendo el azote y martirio del bellos sexo. En fin, yo no entiendo el griego.

»En cuanto a traducir, tengo el mismo derecho que los señores articulistas, antes, después o al mismo tiempo: aprovéchense de la ventaja que me llevan en su publicación y no pretendan privar al público de tomar lo que más le acomode.

»Algo me resta que decir; pero queda ya a cubierto mi honor para con el público, que es lo que yo más respeto. Por lo demás, baste el silencio diciendo con Fontenelle: Il n’y a rien ou la patience eclate avec plus d’avantages que dans les injures. La injuria perdonada es para el ofendido un título de superioridad sobre el ofensor, y no pretenderé renunciar a esta ventaja. Y concluiré diciendo a los señores Anento y Castellanos, por vía del consejo con el mayor respeto y consideración, que tales artículos o advertencias son cierta especie de remedios que se deben aplicar siempre con las mismas precauciones que los médicos los suyos, pues fuera obrar como empíricos ignorantes el proponerlos sin moderación ni discernimiento. Si no siempre se debe decir lo que se piensa, siempre se debe pensar mucho lo que se dice.

»Dígnese vuestra merced, señor editor, dar lugar a este artículo en su apreciable periódico, y quedará agradecido este su atento servidor Q. S. M. B. 7 de julio de 1831. —El autor de la Galería fúnebre— Agustín Zaragoza y Godínez.

»Post scriptum. Para demostrar su deferencia el autor de la Galería a los de la Themis ha dispuesto que desde este día se halle también de manifiesto al público en un cuadro a la puerta de la librería de la viuda de Cruz la estampa original por la que mandó sacar el diseñó y lámina para la historia de Bristol con la misma exactitud que se verá. De este modo podrá enterarse de ella, pues anunciándola los articulistas como un fenómeno raro y cuerpo de un delito soñado por su buen deseo, no es justo quede sin cumplimiento esta sorprendente resolución sofística, convirtiéndose en prueba a favor del agraviado.»

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La polémica sobre la autoría de estas obras debió llamar la atención del público, porque años después todavía se recordaba y era motivo de chiste, como demuestra un artículo aparecido en El Correo de las Damas el 15 de marzo de 1834: «No sé qué ideas melancólicas y tristes me acompañan hace algunos días y me atormentan de tal manera que no parece sino que he leído la Galería fúnebre del señor Zargoza o la famosa e inmortal Themis traducida por… Pero, ¿qué importa a las bellas el nombre de los traductores?»

Detengámonos un momento en la obra competidora en este rifirrafe entre escritores por argumentar quién copiaba más honestamente. La poderosa Themis o Los remordimientos de los malvados, en cuatro tomos, se publicó ese mismo 1831 en español en la imprenta madrileña de Ramón Verges, atribuyendo la autoría en su portada a un Monsieur David, y traducida y aumentada por Julián Anento y Basilio Sebastián Castellanos, marqués de Saulí, notable erudito y personalidad cultural de enorme protagonismo en el Madrid de la época. Hay que decir que, aunque hoy recordamos más a la Galería fúnebre, en su día La poderosa Themis fue una obra que alcanzó bastante divulgación entre los lectores.

La coincidencia de ambas obras imprimiéndose en fechas cercanas resultaba sospechosa, evidentemente, y lo mejor que podemos decir de esta polémica es felicitarnos de que no terminaran en el absurdo de batirse en duelo. Dado que la obra de Pérez Zaragoza incluye episodios que la de Basilio S. Castellanos y Julián Anento obviaron, es razonable suponer que, sencillamente, ambos se apropiaron de las mismas obras, los dos últimos reconociéndolo de principio —la traducción, no la auténtica autoría, que ellos atribuían, recordémoslo, de forma mentirosa a un tal Monsieur David— y Agustín Pérez Zaragoza callándoselo hasta que fue descubierto. En concreto los dos textos de donde procede el contenido casi entero de La poderosa Themis y una parte importante de Galería fúnebre pertenecen a J. P. R. Cuisin (1777-¿1845?), que los daría a conocer en Les ombres sanglantes, galerie funèbre de prodiges, evénemens mervéilleux, apparitions noctures, songes épovantables, etc (Paris, 1820) y Les fantômes nocturnes, ou les terreurs des coupables (Paris, 1821).

En la réplica de Agustín Pérez Zaragoza es interesante el detalle de su plan inicial de catorce o quince tomos que contendría unas cuarenta historias, cuando sabemos que al final la Galería fúnebre se contentó con veinticuatro historias. Y de esas veinticuatro narraciones, unas con extensión de cuento y otras de novela, no todas proceden de Cuisin. Eso no puede llevarnos a inferir que el resto es invención de Zaragoza, solo que desconocemos otras fuentes, si existen. El alcaide de Nochera, que el autor español se atribuye como original, en realidad es versión de una de las historias del renacentista italiano Matteo Bandello, según señala María José Alonso Seoane, y Luis Alberto de Cuenca aporta una semejanza entre «La princesa de Lippo» y un episodio de la novela traducida del francés y publicada en España en 1799 como Las memorias del caballero Lovzinski, historia de la Polonia, aunque después de haber leído ambas obras encuentro ligera la semejanza: el hecho de que una dama es secuestrada en un castillo y que el señor de ese castillo tiene idéntico nombre, Dourlinski.

Solo una búsqueda de títulos similares a los incluidos en la Galería en catálogos de novela francesa de las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX podría proporcionar nuevos parentescos literarios. Aún así, este tipo de investigación no generaría una certeza absoluta sobre la originalidad o la copia en la obra de Agustín Pérez Zaragoza, pues sería necesario un conocimiento de esa literatura por lectura exhaustiva y siempre quedaría la posibilidad de textos desapercibidos. Sería hora de que los estudiosos españoles cedieran el testigo en este apartado a sus colegas franceses especialistas en narrativa decimonónica.

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¿Hasta qué punto la Galería fúnebre copia al pie de la letra la obra francesa donde sí es coincidente? Si nos sumergimos en una lectura comparada, vemos pronto que en gran medida. Al «Prolegómeno del autor a los lectores» le sigue la «Introducción analítica», donde se recoge de forma extensa la teoría estética y moral que anima la obra. Sin ningún rubor emplea la excusa de que el terror puede servir de enseñanza y apartar al lector de tentaciones que les conduzcan al pecado o al delito, como aquellos padres que —cuentan— llevaban a sus hijos pequeños a contemplar ejecuciones, cuando todos sabemos, y Pérez Zaragoza también, que el escalofrío proporciona un placer propio y cualquier otra argumentación es una coartada hipócrita ante posibles censuras morales. No obstante, el alegato no es propio sino un calco de la introducción de Cousin a Les ombres sanglantes. Veamos un fragmento:

«Que las personas de un gusto relajado, de una instrucción escasa, y poco codiciosas de adquirirla, se ocupan comúnmente de composiciones superficiales y estériles, ya sea en literatura, ya en espectáculos; mas no así las almas bien organizadas, de un carácter reflexivo y sensible que buscan con anhelo las emociones interesantes y aquellos golpes vigorosos, que dirigiéndose al momento a los resortes del corazón, le causan aquellos estremecimientos repentinos que los poetas llaman dulces temblores del terror. El Aristarco francés dice, que en los discursos se debe buscar siempre el corazón hasta conmoverle; porque si por un movimiento natural no se logra inspirarle terror, placer ó compasion, en vano es presentarle una escena importante, pues con frios razonamientos no se hallará mas que tibieza y fastidio en todo lector, que perezoso siempre en aplaudir, y dispuesto a dormirse y criticar los esfuerzos, de la retórica, no hallando cosa que ponga en movimiento sus pasiones, arrojará con enojo el libro y renunciará á volverle a mirar; y últimamente dice, que el gran secreto está en agradar y despertar la curiosidad por ver el fin de una materia que le ha llegado á interesar».

Mientras, el autor francés se pronuncia en términos muy semejantes, casi idénticos, incluso con la misma cita de Boileau:

«Les esprits légers et superficiels se plaisent dans les colifichets, soit en littérature, soit en spectacles; mais les âmes fortement organisées, ainsi que les caractères sérieux et sages, préfèrent de passion ces émotions intéressantes, ces touches vigoureuses qui, s’adressant de suite aux ressorts de l’âme, y causent ces ébranlemens soudains que les poètes ont souvent nommés les doux frémissemens de la terreur. Ma pensée, à cet égard, ne peut manquer de rappeler aussitôt les préceptes du fameux Aristarque français:

«……………………………………………………

Que dans tous vos discours la passion émue
Aille chercher le cœur, l’échauffe et le remue.
Si d’un beau mouvement l’agréable fureur
Souvent ne nous remplit d’une douce terreur,
Ou n’excite en notre âme une pitié charmante,
En vain vous étalez une scène savante.
Vos froids raisonnemens ne feront qu’attiédir
Un spectateur toujours paresseux d’applaudir,
Et qui, des vains efforts de votre rhétorique
Justement fatigué, s’endort ou vous critique.
Le secret est d’abord de plaire et de toucher.
Inventez des ressorts qui puissent m’attacher

En descargo de Agustín Pérez Zaragoza, y para no inducir una idea falsa, debo señalar que no todo el texto sigue con tanta fidelidad el original. Se guía por su misma estructura y repite argumentos, aunque en algunos casos obvia párrafos mientras añade otros, resultado al final el texto del autor español más extenso que el del francés. Los paralelismos en las piezas narrativas de la colección, cuando coinciden con Cuisin, son de mayor importancia. Estamos ante algo más que una reelaboración de materiales prestados, aunque no sea tampoco una traducción con las demandas de rigor que ahora exigiríamos. Zaragoza se toma ligeras libertades narrativas, mientras sigue el discurrir del relato francés copiando casi párrafo por párrafo. Para no extendernos más con ejemplos innumerables, veamos cómo Agustín Zaragoza se apodera del texto ajeno en el inicio del relato «La morada de un parricida, o el triunfo del remordimiento».

«Si fuese cierto que el genio profético del fatalismo tiene trazados anticipadamente sobre un libro de cobre los destinos prósperos o adversos de los mortales, no hay duda en que bajo este falso principio de los fatalistas, el hombre destinado ya para empapar sus manos en la sangre del autor de sus dias, es el mas desgraciado de todos los hombres. ¿No valiera mil veces mas entonces que no hubiese nacido, para no venir a ocupar el primer rango entre los seres mas execrables de la naturaleza?»

Apenas hay diferencias con el texto de Cousin:

«S’il est vrai que le génie prophétique du fatalisme ait tracé d’avance sur un livre d’airain les destinées prospères ou malheureuses des mortels, il n’est pas douteux que l’homme qu’il destine à tremper ses mains dans le sang de l’auteur de ses jours est de tous les hommes le plus infortuné. Ne vaudrait-il pas mieux mille fois qu’il ne fût jamais né, que d’occuper le premier rang parmi les êtres les plus exécrables de la nature?»

De vez en cuando, como rasgo divergente, Agustín Pérez Zaragoza se introduce a sí mismo como personaje narrador para expresar sus sentimientos ante los sucesos o unos sentimientos ficcionados, más bien:

«En medio de este espantoso aparato de los elementos enfurecidos, Amedeo… (la pluma tiembla, se resiste, y mi corazón se aterra) sí, Amedeo toma su puñal en la mano, emprende el camino del cuarto del Baron, y guiado por los relámpagos que frecuentemente guían al crímen, llega… entra, y con el rostro enmascarado… marcha, se lanza sobre la lámpara… la apaga, y después… ¡cielos, dadme fuerzas!… se arroja ferozmente sobre el Baron, sobre su padre que soñaba, y le da en el corazón un golpe parricida que el cielo indignado mira con toda su reprobación, haciendo caer un rayo en el mismo cuarto…»

En cambio, el original carece de esas efusiones:

«C’est dans cet appareil épouvantable des élémens en fureur qu’Amédée prend, son poignard à la main, le chemin de l’appartement du baron… C’est, guidé par les éclairs, trop souvent les guides du forfait, qu’il y entre ; le visage enveloppé d’un masque, il marche, il s’élance d’abord vers la lampe qu’il étouffe, ensuite vers le baron qui sommeille, et lui porte dans le cœur un coup parricide, dont le ciel en courroux marque sa réprobation, en faisant en même temps tomber le tonnerre dans l’appartement…»

Lo curioso es que La poderosa Themis, que sí se reconoce en su portada como traducción de una obra francesa, rehace el texto y lo sintetiza en muchos más puntos que la obra de Agustín Pérez Zaragoza, más cercana al texto francés.

¿Qué fue de Agustín Pérez Zaragoza después de la publicación de la única obra que le procuraría alguna fama póstuma? No aparecen giros sorprendentes en su trayectoria, de momento, y en 1832 nos lo encontramos de nuevo con un libro misceláneo de esos que, partiendo de la copia, no debía costarle gran trabajo confeccionar: El entretenimiento de las nayadas: colección de 329 charadas o enigmas puestas en quintillas para dar honesta distracción a las señoritas y hacer más dulces sus labores de invierno. En realidad en este caso Pérez Zaragoza ni se molestó en traducir, pues según Luis Alberto de Cuenca, que debe haberlo leído, se trata de un plagio casi exacto de los Enigmas filosóficos, naturales y morales, publicados por Cristóbal Pérez de Herrera en 1618.

nayadas

Ya casi no nos queda más remedio de calificar a este escritor como un filibustero de la pluma, que publicaba como negocio y, cuando otras actividades le parecieron más productivas, dejó a un lado las letras sin aparente reparo.

Como ya hemos dicho, nos falta una biografía; pero los documentos oficiales —si algo sobrevive a guerras y catástrofes es el papeleo generado por la burocracia— nos dan noticias de que nuestro autor no se alimentaba solo de laureles literarios, ni siquiera de lo que le producía la venta de sus libros. Su trayectoria fue la de un funcionario que fue escalando puestos hasta alcanzar altos nombramientos pero al que los vaivenes políticos tan propios de nuestro siglo XIX llevaron a la cesantía. La primera pista de su carrera nos lo proporciona un Real Decreto firmado el 14 de abril de 1834 en Aranjuez donde se le nombra secretario de la Subdelegación de Fomento, en Ávila, y aclara que hasta ese momento había sido «empleado en la Renta de Loterías».

Su carrera parece que despega. En agosto de ese mismo año lo encontramos en Lérida como gobernador civil interino, combatiendo una epidemia de cólera. Durante los motines anticlericales del verano de 1835 en Zaragoza, donde se asaltaron conventos y se asesinaron a varios religiosos, nuestro autor es secretario del Gobierno Civil de la provincia, desde primeros de año, bajo las órdenes de Pedro Clemente Ligués Navascués, político liberal cesado de sus cargos públicos con la vuelta del absolutismo e incorporado de nuevo a la Administración con la muerte de Fernando VI. Dado que Ligués nació en Cintruénigo, y cabe en lo razonable que por conocimiento personal intercediera para que Agustín Pérez Zaragoza consiguiera el cargo, tal vez nos encontremos con otra pista que nos conduce a un origen navarro de nuestro autor.

En la Junta organizada tras el pronunciamiento del 9 de agosto, Agustín Pérez Zaragoza es nombrado Gobernador Civil interino. Aunque la Junta sería disuelta pronto, las revueltas liberales forzaron un giro político en la reina regente, quien en septiembre destituía al conde de Toreno como presidente del consejo de ministros y colocaba en su puesto al progresista Juan Álvarez Mendizával. En octubre, María Cristina firma el nombramiento de Agustín Pérez Zaragoza y Godínez como Gobernador Civil de Huesca.

Solo un año disfrutó el escritor de tan alto puesto. Es enviado unos meses a Girona para cubrir interinamente la plaza y el 4 de enero de 1838 se le otorga en propiedad el cargo de Jefe Político de Castellón, lo que en aquel entonces equivalía a Gobernador Civil. No arrancó en la costa mediterránea la última hoja del calendario aquel año, pues fue sustituido por José Melchor Prat. Seguramente la pérdida de influencia de Mendizával durante el «trienio moderado» (1837-1840) trajo consigo el desplazamiento de muchos de sus partidarios de cargos públicos en la Administración. El caso es que en 1837, tras un silencio literario de un lustro, vemos a Agustín Pérez Zaragoza empeñado de nuevo en trabajos literarios, publicando en Madrid una traducción de Antoine Pigault-Lebrun: Mi tío Tomás; o sea, el hijo natural de Rosalía la morena.

Estás son las últimas noticias que hemos podido reunir sobre el personaje. A partir de ese momento se desvanece y no deja huellas que podamos seguir. No volvió a publicar nada con su nombre. No hemos encontrado en la prensa ninguna nueva relación de actividades políticas o artísticas. Nadie se preocupó de redactar una semblanza o reivindicar su figura, de ahí nuestra imposibilidad de trazar un retrato de su vida íntima. No aparecieron esquelas o elegías que nos señalen el momento de su muerte.

Más de cuarenta años después, el 5 de julio de 1879, la Gaceta de Madrid publicaba la siguiente nota, en función de Boletín Oficial del Estado:

«MINISTERIO DE GOBERNACIÓN.

Ordenación de pagos por obligaciones de este Ministerio.

Por la presente se cita y emplaza por segunda y última vez a D. Agustín Zaragoza y Godínez, Jefe político que fue de la provincia de Gerona en los meses de abril a diciembre de 1837, para que por sí o por medio de apoderados o herederos si hubiese fallecido, se presente en esta Ordenación o en el Gobierno civil de Gerona dentro del plazo de 30 días, contados desde la publicación de este anuncio, a recoger y contestar un pliego de reparos deducido por el Tribunal de Cuentas del Reino en las de totales y líquidos de la citada provincia; en la inteligencia de que si no lo verificase le parará el perjuicio a que haya lugar.

Madrid 3 de julio de 1879. —El Ordenador, Diego Vázquez.»

Está claro que si el escritor y futuro gobernador civil se acercaba a los treinta años cuando los españoles se levantaron contra la ocupación francesa, en 1879 sería casi centenario, así que lo más probable es que estuviera muerto. El documento, sin embargo, es sintomático: el autor de la Galería había desaparecido de escena sin que nadie, ni la Administración que le había empleado, tuviera la más mínima noticia de él. ¿Ese pliego de reparos del Tribunal de Cuentas pueden hacernos sospechar una mala gestión durante sus años en altos cargos, descubierta después por una auditoría, suficientemente delictiva para animarle a desaparecer? ¿Su nombre y presencia dejó de ser evidente, dejó incluso de publicar porque no le interesaba ser localizado? ¿O todo se explica de forma mas sencilla: un fallecimiento repentino, quizá lejos de todos quienes le conocían? Especulamos con opciones novelescas, aunque no me negarán la extrañeza de que una persona que ocupó puestos de designación política no mereciera ni unas líneas en los periódicos a raíz de su muerte, de haberse conocido. Hay momentos en los que la investigación literaria adopta giros propios de las narraciones policíacas.

A la espera de que algún historiador avezado en desbrozar archivos nos desentierre nuevos documentos reveladores, lo que aquí les he referido es cuanto sabemos sobre Agustín Perez Zaragoza y Godínez, uno de los padres de la novela gótica en España.

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APÉNDICE: Sumario de «Galería fúnebre».

Volumen I:

«Historia Trágica 1ª: Miladi Herwort y Miss Clarisa, o Bristol, el carnicero asesino».

«Historia Trágica 2ª: La morada de un parricida, o el triunfo del remordimiento».

Volumen II:

«Historia Trágica 3ª: La princesa de Lipno, o el retrete del placer criminal».

«Historia Trágica 4ª: El alcalde de Nóchera, o Nicolo, señor de Forliño».

«Historia Trágica 5ª: La bohemiana de Trebisonda, o un sequín por cabeza de cristiano».

Volumen III:

Historia Trágica 6ª: La duquesa de Malfi.

Historia Trágica 7ª: Las catacumbas españolas.

Volumen IV:

Historia Trágica 8ª: Camila y Livio, o los efectos de un amor desgraciado.

Novela: El pescador, o rasgo de nobleza de Mansor, rey de Marruecos.

Historia Trágica 9ª: Las víctimas de Belona, o la muerte gloriosa del príncipe Poniatowski.

Volumen V:

Historia Trágica 10ª: El falso capuchino.

Historia Trágica 11ª: Cornelio y Camila, o locuras de amor.

Historia Trágica 12ª: Dompareli Bocanegra.

Volumen VI:

Historia Trágica 13ª: Blanca María, o la condesa de Celán.

Novela: Angélica, o los Salimbenes y Montanes.

Vol. VII:

Historia Trágica 14ª: La bella mantuana, o Julia de Gazola.

Historia Trágica 15ª: Emilia y Fabio, o tristes efectos del amor.

Historia Trágica 16ª: Carmosina y Maximino.

Vol. VIII:

Historia Trágica 17ª: Los dos crímenes.

Novela: Los castillos del aire.

Vol. IX:

Historia Trágica 18ª: Varinka, o efectos de una mala educación. Historia rusa.

Historia Trágica 19ª: El esclavo moro, o crueldad sobre crueldad.

Historia Trágica 20ª: Clotilde y Lirinio.

Vol. X:

Historia Trágica 21ª: El judío bienhechor, o Elvira y Teodoro. Tomo I.

Vol. XI:

Historia Trágica 21ª: El judío bienhechor, o Elvira y Teodoro. Tomo II.

Vol. XII:

Historia Trágica 21ª: El judío bienhechor, o Elvira y Teodoro. Tomo III.

Una lectura de Paisajes del Apocalipsis

(y demás redundancias interminables del gran final)

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  El fin del mundo (con su frase imprescindible “tal cual lo conocemos”) siempre ejerció una fascinación morbosa sobre muchos de nosotros. Al igual que en los sesenta, cuando los ensayistas franceses señalaron que el mito tarzánido era liberador para la enajenación citadina del hombre, el debacle humano también parece influir una atracción irresistible para los desesperados. Ante el desgaste indefectible que nos produce el roce diario de la sobrepoblación urbana, y las miserias y penurias grises que gran parte de la humanidad está condenada a vivir, el hombre presiente que puede recuperar su gloria heroica ante la inminencia del fin de los tiempos. El mundo, para el hombre alienado, no es otra cosa más que una manzana podrida y sembrada de larvas humanas que la devoran.

Sin el incordio de la civilización pondríamos coto a las responsabilidades económicas que caen sobre nuestras cabezas, fin a lidiar diariamente con transportes atestados para ir al trabajo y fin a los compromisos familiares y laborales. Se acabaría, en pocas palabras, los problemas que asumimos para vivir cómodamente. Claro que esto es, y asumo la culpa, una resolución infantil e inmadura y es probable que casi todos nosotros pereciéramos en un escenario hostil como el que pintan los mejores libros del género. Pocos tenemos madera para ser “guerreros de carreteras”, enfundados en camperas de cuero y tachas de acero, conduciendo vehículos adaptados con motores V-8 y con un perro dingo en el asiento trasero. Y menos aún, tenemos la maldad necesaria para transformarnos en punks desalmados o en niños cavernícolas que enarbolan por toda arma un boomerang de filo mortal. Pero eso no quita que no disfrutemos de la imaginería de estos universos casi despojados de seres humanos, de escenarios violentos y paupérrimos que, por regla general, son calurosos y desérticos. En lengua anglosajona lo anterior se define con el sustantivo de wastelands; en castellano con el de tierras baldías.

  El libro que nos compete: Paisajes del apocalipsis (The End of the Whole Mess, hermoso título que podría traducirse en porteño como El fin de todo el quilombo), se trata de una compilación realizada por John Joseph Adams que fue publicada  en el año 2012 en la colección “Gótica” de Valdemar. Un título absolutamente atípico para la colección que, sin embargo, merece la atención del lector, por su excelsa calidad y su exótica naturaleza. Pero antes de abordar el libro, el género merece un breve repaso que ensayaré a continuación, con más capricho literario que ánimo abarcativo, por lo que deberán disculparme las fragantes ausencias que, seguramente, los lectores avezados descubrirán en breve. El género literario post apocalíptico es, por contradictorio que suene, prolífico y goza, casi siempre, de buena vida. Sería baladí y casi imposible realizar un racconto de todas las novelas, relatos y folklores religiosos que se han sucedido a lo largo de los años (y de los siglos) alrededor de este género. Simplemente nombraré, a modo de pantallazo introductorio, algunos textos que me parecen memorables para acompañar la reseña del libro que hoy traigo a colación.

  Si bien el texto por antonomasia es el Apocalipsis  o Libro de la Revelación de San Juan, pocos se detienen a pensar que el Génesis se puede leer como el comienzo tras un final. Adán y Eva son, a la vez, los primeros y últimos hombres y sus descendientes no son menos violentos y trágicos que los sobrevivientes habituales de los relatos del género. Más allá de la mirada religiosa, el género parece sentar sus bases a inicios del siglo diecinueve con dos obras esenciales, por un lado el poema en prosa de Jean-Baptiste Cousin de Grainville llamado Le dernier homme publicado en 1805 (plena era napoleónica) que desarrolla la historia del último hombre y la última mujer sobre la Tierra (la inversión del mito adámico) llamados  Omegarus y Syderia, quienes fracasan en reproducirse y su muerte desemboca en el apocalipsis y en la consecuente resurrección de los muertos. Pocos años después, la creadora de Frankenstein, Mary Shelley, escribió la novela The last man (1826) donde un hombre intenta sobrevivir con su familia a una plaga que asola a la humanidad.

  Pero es en el siglo XX donde el género alcanzó sus verdaderas cuotas de genialidad y donde se sucedieron los mejores libros del género. En los albores del siglo XX, los autores franceses encontraron en esta vertiente literaria un verdadero oasis a sus angustias, a esa nube negra que se perfilaba en toda Europa ante la inminencia de una crisis a escala planetaria. El ninguneado Miguel Verne –hijo del famosísimo Julio- escribió, apañado bajo el nombre de su padre, algunas novelitas memorables. En El Eterno Adán -1910- retomó el concepto de una humanidad cíclica que renace de sus cenizas, en este caso, un arqueólogo descubre un manuscrito milenario que retrata la extinción masiva de la apo5especie tras una inundación que cubre los continentes. Idea recurrente en la ciencia ficción –y en la realidad- que también usó el autor J. G. Ballard en su novela El mundo sumergido -1962-, donde las aguas y el propio pasado Cretácico comienzan a anegar a una humanidad atontada por los cambios abruptos a la que es sometida. Camille Flammarion, una especie de Carl Sagan de la Belle Époque, escribió en 1894 una deliciosa novela en cuyo título lo decía todo: El Fin del Mundo. El libro tuvo un acierto que lo eleva por encima de producciones similares, el autor describe varios cataclismos que golpean la sociedad futura, pero ninguno alcanza a quebrantarla. La humanidad, tras un largo apogeo, se desinfla y muere víctima de su propia decadencia como especie. En un arrebato morboso, Flammarion elige su urbe, la ciudad luz, como la primera capital que desaparece tras la hecatombe inmensa que producen las aguas. Las descripciones frías, distantes y asépticas, propias de un científico desalmado, fueron expropiadas por el británico Olaf Stapledon en sus cosmogonías antinovelísticas de El Hacedor de Universos -1937- y Los primeros y últimos hombres -1930.

  J. H. Rosny, otro autor francés, tuvo la virtud de escribir sobre tópicos que utilizaría la ciencia ficción 40 o 50 años después, redactando fantasías de una fuerza inimaginable. La muerte de la Tierra -1910-, una novela breve, posee la audacia de retratar la extinción absoluta de la humanidad, describiendo los últimos momentos del único sobreviviente humano, que lega el planeta a unas criaturas raras, extrahumanas, los ferromagnetos. El ignoto autor galo, Jacques Sptiz, desarrolló una hipótesis que suena ridícula así narrada: la de que la humanidad se extinga a causa de una invasión masiva de moscas. Sin embargo, la novela, La guerra de las moscas -1938-, sienta cátedra de cómo escribir un libro sobre el fin de la humanidad. Los insectos sufren una mutación que los vuelve inteligentes y le declaran la guerra a la otra plaga que puebla el planeta, la de los humanos. La novela está plagada –y apo3recalco este verbo adrede- de aciertos que pronto incorporarán otros autores. Una invasión ilustrada de forma verosímil, donde las potencias reaccionan tarde, dejando que la crisis se cuele por los países más desposeídos. Hay imágenes terribles como la bandera blanca que enarbola la humanidad, rindiéndose ante el invasor, bandera que es cubierta por la mierda que lanzan las moscas desde el aire.

  Cruzando las aguas, en Inglaterra, M. P. Shiel fue el autor de una novela perfecta: La nube púrpura -1901-. Este libro, que no da concesiones, está lleno de aciertos. El primero de todos es que el sobreviviente es por completo antipático y desagradable. No es lo mejor de todos nosotros, sino casi lo peor. El último representante de la raza humana es casi un desecho de la misma, un desclasado. Un misántropo que se pasa la mitad del libro quemando las ciudades que siguen en pie, para borrar el recuerdo del hombre y temiendo a los fantasmas que acechan en las ruinas. También inglés fue W. H. Hogdson cuyo inmenso genio muchos reducen al de ser un mero precursor de Lovecraft. Hogdson fue un autor de una imaginación tan excéntrica y exuberante que aún hoy día es leído con reticencia. Su obra magna fue El reino de la noche -1912-, donde la última humanidad se recluye en pirámides gigantescas que se alimentan de la poca energía que pueden extraer de la Tierra, mientras el exterior está sumido en la negritud más absoluta, producto de la ausencia casi total de la luz del sol; el exterior está poblado por seres gigantescos, babosas horrendas y de fuerzas maléficas, invocadas milenios atrás, por nigromantes enloquecidos que experimentaban con otras dimensiones. La sensación de vacío y soledad que trasmite el libro es desoladora.

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  Y fue una mujer, Andre Norton, quien sentó los tópicos novelísticos de la Tierra tras un debacle nuclear. El libro Star man’son, 2250 A.D. -1952- habla de un mundo devastado por la guerra atómica, del hombre que olvida ese pasado y lo restringe a leyendas terribles, donde las ciudades en ruinas, sembradas de selvas y cráteres, sólo sugieren, a la memoria dormida, su esplendor de antaño. Lo mutante y lo monstruoso adquieren un protagonismo absoluto. Esta novela, sin dudas, inspiró el mundo de post humano de Thundarr the barbarian, serie animada creada por Ruby-Spears  que se mantuvo en el aire durante tres años (1980-83) con un total de 23 capítulos.

IMAGE0372Tampoco podemos olvidar novelas esenciales como Soy leyenda de Richard Mathenson (1954), El día de los trífidos de John Wyndham (1951), La máquina del tiempo de H. G. Wells (en su viaje más extenso hacia el crepúsculo de la historia del mundo, el viajero se encuentra con una criatura tentaculada, de color oscuro, que emerge sobre la orilla del mar), La tierra permanece de George R. Stewart (entre las mejores novelas jamás escritas sobre el género) o la extrañísima Castaway (1934) de James Gould Cozzens que no habla específicamente del fin del mundo, pero desarrolla el peculiar comportamiento de un hombre, parapetado en soledad, dentro de un centro comercial abandonado; El fin de la infancia de Arthur C. Clarke (1953) o las titánicas obras Apocalipsis de Stephen King (1978), El canto del cisne de Robert R. McCammon (1987) y la trilogía de El autocine (The drive-in series, 1988-2005) de Joe R. Lansdale que mezcla zombis, dinosaurios, vaqueros y toda clase de delirios en un mismo plató. De este mismo autor no podemos olvidar su nouvelle On the Far Side of the Cadillac Desert with Dead Folks, 1989, que combina con absoluta destreza Apocalipsis zombi y destrucción.

  Basta lo dicho para tener un pantallazo breve del fin de los tiempos en la literatura de los pasados dos siglos. Como dije más arriba, Paisajes del apocalipsis es una antología que se destaca por su inusitada selección de relatos que, muchas veces, van a contrapelo de lo que un lector experimentado o no espera del género. La antología resguarda en todo momento un vector característico que es el de la esperanza: a pesar de que la especie parece haber llegado a su final, detrás de la última línea parece haber siempre otro amanecer.

Hay cuentos donde la angustia se sobrecarga, como el relato que abre la antología, El sonido de las palabras de Octavia Butler. Aquí  la humanidad pierde la capacidad del habla y eso, por sí solo, basta para desencadenar asesinatos y caos contra los pocos que aún son capaces de comunicarse con sonidos y que, en sociedad, se guardan muy bien de hacerlo saber. Inercia de Nancy Kress relata la vida dentro de una colonia de sobrevivientes a una plaga, que están aislados, porque son contagiosos y tienen el aspecto de leprosos. Mientras que los enfermos sobreviven contra todo pronóstico a la hambruna y la violencia, en el exterior la humanidad comienza a destruirse.

Otro relato que posee un desarrollo espléndido y un trabajo documental digno de mérito es Cuando los admindesis gobernaron la Tierra de Cory Doctorow que se encarga de describir con minúsculo detalle qué pasaría con Internet si el fin de los tiempos no alcanzara. ¿Cómo nos las arreglaríamos para mantener funcionando las redes? Doctorow lo explica en un verdadero tour de force que pone los pelos de punta. En Gentecasta de arena y escoria Paolo Bacigalupi habla de la deshumanización en un cuento espeluznante sobre unos guerreros cyborgs que recuerdan a las creaciones del cine zetozo de los 80 como Eliminators (1986) de Peter Manoogian o Hands of steel del italiano Sergio Martino. Los Ángeles de Artie de Catherine Wells puede leerse como una de las la inspiraciones que los directores canadienses tomaron para filmar Turbo kid (2015). La autora construye su trama alrededor de un mundo escindido en dos sociedades, una condenada a agonizar en una Tierra moribunda y la otra que se fuga a las estrellas. La humanidad vive recluida en ghettos violentos, donde un chico con mucho genio vuelve a hacer uso de las bicicletas para impulsar la dinámica del hombre, todo esto enmarcado por un rígido código moral, que se inspira en las leyendas artúricas.

 

Pero las frutillas del postre son los cuentos Y el profundo mar azul de Elizabeth Bear y El apo1circo ambulante de Ginny Caderasdulces de Neal Barret Jr. El primero relata el viaje de una mensajera en una moto Kawasaki que atraviesa el desierto radioactivo de Nevada para hacer una entrega a vida o muerte. La descripción del paisaje es desoladora, pero la fuerza y la voluntad que emana la protagonista insufla energía al lector. El segundo es un cuento que recuerda, en su ambientación, a las mejores historietas post nucleares de Richard Corben. Amalgama sideshows junto a animales humanizados muy mala leche. El detalle de unos perros Chow motociclistas, en plan Hells Angels, encuerados con unas camperas que tienen bordado el logo de Purina sobre sus espaldas es, la verdad, un toque de genio. Hacia el final, quedan otras dos piezas magistrales: El fin del mundo tal como lo conocemos de Dale Bailey en que se deja de lado los clichés catastróficos del género y se habla, más bien, de un fin del mundo aburrido, donde el protagonista se hace alcohólico y duerme hasta tarde, porque no sabe muy bien qué hacer con su tiempo. Y, por último,  Una canción antes del ocaso de David Grig que elucubra sobre qué pasaría con un músico virtuoso en un mundo en manos de vándalos salvajes. Tal vez en los autores más reconocidos es donde la antología decae un poco, por ejemplo en el cuento de George Martin Oscuros, oscuros eran los túneles que es algo predecible y soso o en Modo silencio de Gene Wolfe.

Queda pendiente, para un futuro artículo, hablar del desarrollo del género en estos lares, ya sea en la Argentina o en el resto de Hispanoamérica que, a pesar de no ser tan prolífico como en el norte del hemisferio, hubo y hay algunas gemas literarias.

En 1947 el Boletín de científicos atómicos creó el llamado “reloj del apocalipsis” con el objetivo de dar un pronóstico real de cuán cerca estamos de una conflagración atómica. La medianoche señala la destrucción total del hombre. Los últimos ajustes de los relojeros del fin del mundo dicen que apenas estamos a dos minutos del desenlace absoluto. Eso nos deja, lamentablemente, con menos tiempo del que pensábamos para sumergirnos en estas terribles lecturas sin final o, mejor dicho, con finales a todo trapo.

Mariano Buscaglia

El pozo

Autora: Lauri Fernandez

Edita: Maten al Mensajero, Buenos Aires, 2017

Primero un aviso: he hecho algunas historietas junto a Lauri Fernandez en conjunto. Me gusta su estilo de dibujo, su vibrante uso del color, su capacidad de dibujar gente real sin caer en el realismo detallista, con solo unos trazos. Me gusta su forma de contar, sólida y sin estridencias, que no abusa de la pirotecnia visual. Así que de entrada les digo que ya esta crítica venía viciada de mi prejuicio a favor de ella. Hubiera sido muy difícil que alguno de sus trabajos NO me gustara.

Una vez dicho esto, dejémoslo asentado: El Pozo es una GRAN HISTORIA. NO “gran historia dentro de la historieta”. No. GRAN HISTORIA, ASI A SECAS, USANDO EL LENGUAJE QUE SEA.

La historia trata sobre cómo el paseo de cuatro niños (tres pre adolescentes y uno mas pequeño) a una fábrica abandonada de un pueblo se convierte en tragedia y desaparición, y convierte al lugar en un hervidero de desconfianzas, sospechas y destrucciones familiares. Esto, que en manos menos hábiles podía generar en un melodrama exagerado que machaca insistentemente con los temas en nombre del “mensaje”, en manos de Lauri se convierte en una obra potente, intima, que no esquiva los dilemas morales, sino que los arropa en personajes sumamente creíbles y tridimensionales , con miedos, ilusiones, dudas y convicciones. Y con un final que nos dice que, más allá de los cambios que este hecho trae en las vidas de todos, la vida sigue, con su cuota de alegrías y tristezas.

Por cierto, el libro tiene la misma historia contada en dos lenguajes distintos: como novela gráfica y como novela escrita. Tal vez mi principal crítica al libro sea la redundancia entre ambas, ya que es la misma historia contada desde diferentes lenguajes. Sí, hay diferencias pero son menores. Y ambas están buenas. Pero no veo leyendo al lector de narrativa leyendo el comic y viceversa. Hubiera preferido dos ediciones diferentes.

Pero estoy rizando el rizo. El pozo es una gran novela (grafica o narrativa, como les guste más). De esas que generan algo difícil: resonancia en el lector. No duden en comprarla y disfrutarla.

Librerías de viejo: crónicas de una disciplina que nunca muere

 

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Mariano Olmedo, propietario de la librería Kafka & Cía en Av. Corrientes

Uno de los máximos placeres para cualquier persona que se considere amante de la literatura consiste en ingresar a una librería de viejo y descubrir, en el maremágnum de libros usados, rotosos y despreciables, un volumen que se destaque sobre la basura como un diamante en una pila de carbones. Un libro entre muchos que sea una pieza solo apreciada por unos pocos. Hallazgo que despierta en el descubridor los sentimientos mezquinos, egoístas y enloquecidos que el oro despertaba en los conquistadores. Entre los bibliófilos ese tipo de hallazgo se percibe como un augurio de que lo bueno aún está por llegar. Ningún coleccionista que se precie de tal abandonará la librería hasta no haber hurgado cada rincón del local, en especial los anaqueles bajos y los ángulos más inhóspitos. Ahí donde el librero olvidó actualizar un precio o se le pasó alguna edición de valor. La relación entre libreros y clientes está sembrada de reglas secretas. Un librero fogueado en su arte, conoce todos los pormenores y las variopintas excentricidades de sus clientes.

Domingo Buonocuore, autor de «Libreros, editores e impresores de Buenos Aires» (1974) llamaba a los libreros de viejo como “bibliómanos especuladores o eternos nuevos ricos de la cultura”. Eduardo Orenstein, dueño de la librería Rayo Rojo (Galería Bond Street, Av. Santa Fe), escritor y artista plástico, escribió una novela-crónica, aun inédita, donde relata las vivencias de un conocido librero del Parque Rivadavia. Para describir sus habilidades dice: “era un librero puro, como los libreros son en realidad, un comerciante que con mayor o menor astucia trataba de hacer dinero con el menor esfuerzo. Paradójicamente, el librero puede ser analfabeto. Así como los iletrados saben muy bien reconocer los billetes, el dinero con el que intercambian en la sociedad, algunos libreros se manejan con la imagen de la tapa, el aspecto, la encuadernación y un poco de instinto”. Orenstein sostiene que el librero es un tipo “que sabe mucho”, sin ser un erudito, y que cuenta con la capacidad de ubicar un objeto cultural, por la época, colección o editorial.

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Librería L&L en San Martín de Juan Ferrari

El librero de viejo es un auténtico Proteo. Puede ser un vil comerciante, un bibliófilo o un absurdo ignorante con mucho tino para los precios.

Una regla tácita entre libreros de viejo y clientes es el diálogo. En los primeros encuentros entre uno y otro, el intercambio de palabras se limita a lo monosilábico. Cualquier signo de exaltación o alegría puede disparar el precio de tapa de un libro a una cifra sideral. De aquí que el cliente rara vez demuestre sentimientos empáticos. Una vez que el lector tiene los libros en la mano no delata interés por los mismos, incluso simula algo de ignorancia o estupidez. Como si la compra la hiciera para otra persona y le diera asco tocar esas páginas avejentadas. Pero rara vez estas tácticas tienen éxito. Si el librero es zorro viejo descubre al coleccionista apenas este rebasa el marco de la puerta de la librería. El temblor de una mano, la exhalación sorda ante un hallazgo o la mirada febril, delatan el cazador ante el ojo avizor del propietario. Juan Ferrari, dueño de la librería  L & L (Mitre 3966, San Martín), formado en las trincheras del Parque Rivadavia, recuerda a un coleccionista de revistas que llegaba muy temprano al Parque para adquirir, antes que nadie, el material que le interesaba. Cuenta que el coleccionista era estafado en todas las ocasiones, ya que no podía disimular su ansiedad. En pleno invierno sudaba la gota gorda y le temblaban las manos cuando tomaba las revistas. Otro loco, agrega Ferrari, era uno que sólo compraba revistas Tit-Bits y que se pasaba la tarde recorriendo todos los puestos, desde la calle Rosario hasta Rivadavia, al grito monocorde de: “¡¡Tibits,Tibits,Tibits!!”.

Pablo De Santis señala en su novela «Los anticuarios»: “He aprendido que una librería debe huir por igual del orden y del desorden. Si la librería es demasiado caótica y el cliente no puede orientarse por sí mismo, se va. Si el orden es excesivo, el cliente siente que conoce la librería por completo, y que ya nada habrá de sorprenderlo. Y se va también. Téngase en cuenta que las librerías de viejo existen sólo para lectores que detestan hacer preguntas: quieren conseguir todo por sí mismos. Además, nunca saben lo que están buscando, lo saben cuando lo encuentran”.

Buonocuore redunda en la dicha de esta búsqueda a ciegas al decir: “El arte de hurgar entre los libros tiene, como se sabe, su estrategia y equívocos. Existen hilos ocultos, itinerarios secretos, pistas disimuladas, factores todos que suponen el conocimiento de una clave orientadora y cierta dosis de ingenio e imaginación para descubrir los ejemplares codiciados”.

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Eduardo Orenstein, dueño de Rayo Rojo, artista y escritor de la Saga de el gaucho sin cabeza

Carlos Noli, propietario de la librería El túnel, situada en Avenida de Mayo 767, sostiene que los libros se van “quemando”, por lo que la mercadería necesita moverse mucho de los anaqueles. A medida que los libros no se venden, estos van bajando de precio o regresan al depósito. Dice que en los tiempos actuales ese movimiento se complica, porque antes la compra de bibliotecas empujaba el material, pero que ahora la venta de bibliotecas escasea.

Las librerías de viejo perduran en la memoria humana de dos maneras. Una a través del recuerdo de sus concurrentes y la otra, más nostálgica, a través de su marca geológica: el sello de la librería estampado en la página inicial del libro. No todas las librerías de viejo marcaban los libros, pero sí lo hicieron muchas. Esas marcas, los ex libris de las librerías de viejo, son el testimonio mudo de una de las formas más particulares del comercio, la venta de libros usados. Algunas librerías que se extinguieron en fechas no muy lejanas fueron La librería el Arca de Juan (Defensa 1476); la librería Antigua (Bartolomé Mitre 1592) de Víctor Contreras, considerado el gran empresario de revistas viejas y publicaciones periódicas; la Feria del Libro (Av. De Mayo 637) de Filkenstein que era conocida por sus continuas y jugosas ofertas o la librería Antiquitas (Sarmiento 1685) del viejo Cafure, verdadera cueva de papel viejo.

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El legendario Yoel Novoa

Hoy día son pocas las librerías que adoptan esta escenografía cavernosa, donde uno debe hurgar entre papeles y mugre hasta encontrar una gema. Tal vez la más auténtica de todas sea la librería El debate (Av. Pueyrredón 731), donde hoy ya casi es imposible dar con algún libro de valor. Prácticamente un depósito de papel viejo que conforma un escenario de lo que era una antigua librería de viejo. Ya hace años que los coleccionistas, reencarnados en langostas, arrasaron con las existencias valiosas de esta librería.

Las librerías de viejo son blancos predilectos de aquellos que, como los llamaba Roberto Arlt, gustan de “ejercitar la garra”. Uno de los episodios más épicos sucedió en la librería Kafka (Av. Corrientes 1117) de Mariano Olmedo, quien tuvo dilatadas experiencias en este sentido. La más aguerrida aconteció un día en que un supuesto comprador, enarbolando un volumen deshojado de D’Annunzio, le echó en cara al propietario la desfachatez de marcar un D’Annunzio a tan mísero precio, cinco pesos de entonces. La discusión creció hasta alcanzar cotos escandalosos, por lo que Mariano decidió echar al alborotador que se alejó sin poner mayores reparos. A los pocos minutos volvió con un balde de pochoclos (esos extra grandes de sala de cine), lleno hasta el borde de vino patero. Sin mediar advertencia lo arrojó sobre la mesa delantera donde se exhibían las ofertas de la librería. Lo que siguió fue una batalla campal entre el librero y el defensor de D’Annunzio, hasta que la superioridad táctica de Olmedo (que consistió en romperle un palo de escoba en la espalda al defensor de la literatura italiana) puso en retirada deshonrosa al agresor (que incluyó el pedido de gracia en un bar lindante, con los pantalones bajos y le exhibición de sus partes pudendas al grito de: “Socorro a un hombre desnudo al que están pegando”). La batalla continuó hasta que el agresor pidió gracia y felicitó al librero por tan linda gresca. Los libros bautizados con tinto, una vez secos, se vendieron igual, a pesar de estar perfumados con un bouquet a uva rancia.

Esta clase de episodios no solo son recurrentes en las librerías de viejo, son más bien parte de lo que puede llamarse su universo intrínseco; como también lo son sus clientes, algunos tan particulares u originales, que parecen extinguirse o diluirse con la propia desaparición de las librerías y el producto que venden.

El nacimiento del término es oscuro. Probablemente surgió en España a fines del siglo XIX. La frase completa sería “librería de libros viejos”. Su uso diario lo sintetizó y, elipsis mediante, pasó a ser “librería de viejo”. Lo que a la vez remite a lo que solían ser sus vendedores, viejos huraños y centenarios, pocos dados a la palabra y a la confrontación con los clientes. Orenstein prefiere el concepto de “libro usado” al de “librería de viejo”. Cree que el libro en sí, como objeto, es mucho más trascendente que su contenido. La trascendencia, dice, la impone el comprador que busca el libro por nostalgia, fetichismo, masturbación, especulación, coleccionismo o lo que fuera. Noli se considera un vendedor de libros usados, viejos o de ocasión. Algunos raros y otros no. Hace un paréntesis con las llamadas librerías de anticuarios que considera que en la Argentina casi no existen. Las librerías de anticuarios trafican con primeras ediciones, ediciones de coleccionismo, libros dedicados por autores famosos o libros antiguos, o sea, de principios del siglo XIX hacia atrás. Mariano Olmedo dice que su librería es más de lector que de coleccionistas, de esos que no llegan a abrir o a tocar el libro. Para referirse a las librerías, Juan Ferrari tiene el recuerdo que le trasmitió su padre cuando salían a comprar libros, las llamaba “quemazones”. Término Peninsular que señalaba la “quema de precios” o “baratas” de libros.

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El librero Juan Ferrari de L&L

Pero antes de continuar con el anecdotario de víctimas y victimarios del libro es aconsejable hacer un repaso sobre el origen y desarrollo de las librerías en Buenos Aires. En 1824 se funda la librería del Colegio, hoy de Ávila, en la esquina de Bolívar y Alsina. Por lo que es consideraba la librería más antigua de la Argentina (y seguramente del mundo). Hoy de Ávila mantiene en su subsuelo la venta de libros viejos que fue su fuerte durante muchos años. Ángel Da Ponte parece ser el primer librero de libro usado, con su local llamado el “Baratillo de libros”, hacia fines de 1860. En la segunda mitad del siglo XIX (de 1870 en adelante) las primeras librerías de viejo, o de lance, se agruparon sobre la calle Potosí (hoy Alsina), que era por entonces la zona céntrica de la ciudad.

A mediados del siglo XX surgieron las primeras librerías grandes como las de los hermanos Palumbo (donde trabajó Roberto Arlt) y donde comenzaron a venderse libros a destajo, hasta en canastas o por kilo. En el ensayo «Los encantadores de serpientes (mundo y submundo del libro)» de Arturo Peña Lillo se cuenta la anécdota de un cliente que compró, incluso discutiendo el precio, una Biblia que resultó ser de Gutenberg y que luego se revendió por diez mil libras esterlinas al Museo Británico. Lito Palumbo, hijo del librero, desmintió esa anécdota a Juan Ferrari y le confesó que esa Biblia se vendió durante el centenario de 1910 a una comitiva alemana, pero a muy buen dinero.

La venta de saldo, que luego sería el pan de cada día de las librerías de la Av. Corrientes, fue creada por la librería Anaconda que comenzó a comprar los fondos de editoriales pequeñas y en bancarrota.

El negocio del libro, como todo comercio, está en la diferencia. Yoel Novoa (artista plástico, fundador de las librerías Rigoletto Curioso, El rufián melancólico y librero del puesto 73 del Parque Rivadavia) confiesa que en sus comienzos, al contar con tan poco dinero, pagar aunque fuera una cifra ínfima por un libro le parecía algo así como una especie de traición a sus principios, por lo que siempre ofrecía cifras absurdas, por lo bajas, a sus vendedores. Gran parte de las personas aceptaban el trato y confesaban que no sabían que se pagara tan poco. Si por alguna razón se daban cuenta que habían sido estafados y regresaban para recriminarle a Yoel el precio de la transacción, el librero les decía con aire absolutamente encantador e inocente: “¡Pero me hubiese pedido más!” El funcionamiento, dice, reside en mantener el costo y obtener ganancia. Eduardo Orenstein sostiene que hay algo despreciable en un oficio que, según los griegos, estaba resguardado por el dios Hermes, figura que velaba por los comerciantes y, también, por los ladrones. Asegura que siempre les advierte a sus clientes que intentará hacer el mejor negocio que pueda y que ellos, a su vez, deberán defenderse e intentar hacer lo mismo. La dinámica, concluye, es comprar lo más barato que se pueda para vender lo más caro posible. Reflexiona: “Porque el capitalismo es así, un robo”. Mariano Olmedo dice que el material llega a sus manos a través de la gente que circula por la calle, de cartoneros que encuentran libros revolviendo en los tachos o, incluso, de personas que compran libros en ferias de cartoneros. Pocas veces adquiere bibliotecas.

Un detalle interesante del rubro es la capacidad de los libreros para colocar los precios, Yoel dice que aprendió el secreto de un librero formador de libreros llamado Juan Carlos Pubil que acuñó la frase “poner a tiro” un precio, o sea, ni muy caro ni muy barato, el precio justo para que los libros no se estanquen y circulen. Mariano Olmedo considera que el precio es un poco una ficción, que lo dicta el interés del lector sobre el libro. Otro librero formador de libreros fue Enrique Sabransky de la librería Ameghino que le costaba desprenderse de los libros, por lo que ponía precios siderales. Eso lo llevó a terminar en la miseria y a salir a buscar dinero tirado en la calle, para alimentar a sus más de cincuenta gatos.

Una práctica en decadencia, pero que era común en las librerías, era la publicación de catálogos. Mediante los catálogos, la mayor parte de los libreros podían asentar un precio sobre un libro dado. Por lo general muchos libreros tomaban los catálogos de las librerías más prestigiosas como referencia, antes de que los mercados virtuales se masificaran. Es en esa zona virtual donde muchos de los libreros consideran que se va a asentar la librería de viejo del futuro. Yoel estima que hay que adaptarse y que la ventaja de la venta online es que los clientes de rarezas ahora están a mano, que se han acabado las distancias. Juan Ferrari dice que en parte se sostiene con las ventas de Internet y concluye que no le interesa la reputación de Mercadolibre, que esa reputación, al fin y al cabo, no influye en sus ganancias. Olmedo y Noli, en cambio, no les agrada Mercado libre por el hecho de que maneja como un banco el dinero de las ventas. Eduardo Orenstein sostiene que la contra de Internet es su sobreabundancia de datos, que impide encontrar algo en concreto, por lo que usa los mercados online para capturar clientes y luego conducirlos a su página de Internet donde pueden encontrar cómodamente lo que buscan. Otra contra de Internet, sostiene, es que ahora algunos libros que siempre tuvieron precios elevados, por ignorancia del vendedor, aparecen con precios ínfimos, depravando así el precio real del libro.

Ferrari recuerda que en la librería La gran Aldea, atendida por Víctor Contreras, se podía comprar el número uno de El Gráfico o de Caras y Caretas en fotocopias en blanco y negro. Por esos años, mediados de los setenta, era prácticamente imposible acceder a esa clase de material, si no era de ese modo. Hoy día, con la masificación de Internet y el hecho de que basta hacer un clic para acceder a toda clase de material digitalizado, se terminó por matar un poco la búsqueda y curiosidad lectora. Ferrari considera que el coleccionista de revistas viejas está en retirada o en franca desaparición, que ese material es casi ilegible para las generaciones de hoy día y la calidad de reproducción pésima, por lo que ya no es buscado. Recuerda anuncios donde se canjeaba un departamento por una colección completa de El Gráfico. Considera que hoy es casi imposible vender esa revista. Concluye que quedan muy pocos locos que hayan tomado la antorcha del coleccionismo.

Sin embargo, el Apocalipsis del libro no llegó. El formato perdurará. Lo que hoy se desprecia por abundante y conocido, mañana será escaso e ignorado. El libro tiene esa cosa loca que tiene la vida: sobrevive al azar, sin hacer caso de gustos, juicios o valores. Sobrevive lo que puede y como puede. Tal vez por eso nos atraiga tanto el libro viejo, esa especie de fósil viviente que refleja un poco la aprensión que sentimos ante un pasado extinto, pero también, de algún modo, cercano e inasible.

Mariano Buscaglia

(Nota publicada en el Suplemento Cultura del diario Perfil el 24/06/2018)

Fantaciencia: Cuando los aficionados a la ciencia ficción fueron a comprar fascículos

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Una de las piezas más insólitas entre los trofeos del aficionado español a la ciencia ficción es la colección de fascículos encuadernables Fantaciencia, subtitulada Enciclopedia de la fantasía, ciencia y futuro. Por su naturaleza de coleccionable que se vendía cada semana en los quioscos en entregas de dieciséis páginas, es seguro que muy pocas personas la deben tener hoy en sus estanterías y los pocos ejemplares que se ofertan en plataformas de compraventa para productos de segunda mano alcanzan cotizaciones bastante altas. Yo mismo, que tenía quince años cuando salió a la calle, la dejé escapar en aquella ocasión y solo un golpe de suerte me permitiría adquirirla en su integridad años después en un conocido mercado barcelonés de libros usados.

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La aparición de este coleccionable en España solo puede entenderse en un contexto muy concreto e irrepetible: una época en la cual las publicaciones impresas periódicas aún gozaban de un número importante de consumidores, los puestos de venta estaban abarrotados de todo tipo de cabeceras y casi cualquier temática podía recibir su versión en forma de fascículos interminables, desde la típica gran enciclopedia al curso de manualidades, pasando por la historia, el arte, las ciencias ocultas e incluso la historieta. A esa época pertenece, por ejemplo, la Historia de aquí, del llorado Forges, o Historia de los cómics, publicada por Toutain, proyectos destinados al mercado de los fascículos y que habrían sido inviables en cualquier otro momento: hoy mismo, sin ir más lejos. Aún recuerdo la promoción televisiva —toda colección de fascículos que aspirara al éxito se precedía con una potente campaña publicitaria— para un nuevo título centrado en la II Guerra Mundial: «Con el número uno le regalamos el dos. ¡Y un disco con los discursos de Hitler!».

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Cuando Fantaciencia llegó a los quioscos en abril de 1982 la única revista del género en nuestro país, Nueva Dimensión, daba sus últimas boqueadas antes de perecer; el lector de ciencia ficción en España puede ser entusiasta y activo, nunca abundante. No obstante, la Space Opera cinematográfica de George Lucas había generado en los primeros años de aquella década un nuevo interés popular hacia la ciencia ficción, pero este solía quedarse recluido en sus manifestaciones audiovisuales. Tal vez fue una falsa percepción del favor que podría recibir entre el público, viendo las colas a la entrada de los cines para ver cada entrega de Star Wars y sus imitaciones de bajo presupuesto, lo que impulsó a EGC, editorial afincada en Barcelona que por aquellos días también publicaba un coleccionable sobre aviación, a embarcarse en esta empresa tan excéntrica. Al menos su riesgo inversor no era tan alto como el requerido para un producto de elaboración propia, porque Fantaciencia, como su título delata, era la versión española de obra creada originalmente en Italia. No se confesaba en la página de créditos, si bien bastaba empezar a leer para darte cuenta de su origen, ya que la mayor parte de los capítulos principales estaban escritos por autores italianos, como el escritor, traductor y guionista de cómics Ferruccio Alessandri —el más activo colaborador—, Roberto Pinotti, Inisero Cremaschi o Fabio Pagan.

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Cada uno de los capítulos trataba de uno de los temas básicos de la ciencia ficción, como son las naves estelares, el viaje en el tiempo, los extraterrestres o los mundos perdidos. Otros textos más breves, en esta ocasión de afamados autores anglosajones como Isaac Asimov, Larry Niven, Arthur C. Clarke o James Blish, servían de complemento al tema principal. Especialmente interesante fue la serie de artículos que Harry Harrison dedicó a el erotismo y la ciencia ficción. También el cómic y el cine merecieron la atención de esos complementos, generalmente impresos sobre fondo amarillo para distinguirlos del texto principal. Uno de los placeres para el lector de aquel entonces era lo profusamente ilustrada que estaba la edición, con obras de grandes artistas contemporáneos y numerosas portadas antiguas de revistas del género, ventana a un fértil universo literario que aumentaba nuestras ganas de conocer todas aquellas obras mencionadas y que en gran número seguían inéditas en español.

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El original del que procedía la edición española era La Grande Enciclopedia della Fantascienza, publicada por Editoriale del Drago muy poco antes, en el periodo 1980-1981. Estuvo formada por sesenta y cuatro fascículos encuadernables en ocho volúmenes, más un noveno, decimo y undécimo que servían para recoger diversas separatas. La versión española seguía con bastante proximidad el diseño de página de su referente; sin embargo se canceló tras haber publicado solo cuarenta entregas —en realidad esos cuarenta fascículos españoles solo recogían el contenido, mutilado de algunos apéndices, de los primeros treinta y cinco números de la colección italiana—. Es, por tanto, fácil predecir que apenas gozó del favor de los compradores. En España son muy pocos los libros publicadas sobre la historia y los temas de la ciencia ficción; prácticamente habría que esperar a mediados de los años noventa para ver por primera vez en castellano algunos libros sobre el tema con gran formato y abundante aparato visual.

Galería: Don Fausto

De acuerdo con el libro “Comics en Chile: catálogo de revistas 1908 – 2000” de Moises Hasson (libro de consulta obligatoria para saber sobre el Noveno Arte en este país) la revista don Fausto empezó en 1924 como una revista de historietas pero prontamente priorizó la publicación de relatos por entregas cada semana (si bien siempre tuvo alguna historieta en sus páginas). Será este formato el que le permitirá existir hasta 1964, publicando la friolera de 2098 números.

Justamente de ese período les traigo una selección de tapas de esta revista, sacadas directamente de las bóvedas de nuestra biblioteca. Como ven, había relatos para todos los gustos, si nos guiamos por las tapas: desde aventura históricas, hasta historias de terror, pasando por policiales y románticas. Lectura para toda la familia que le dicen

Bueno, me callo y los dejo con la galería…

 

Siguiendo a los sajones, vikingos y normandos

Northumbria, el último reino (The Last Kingdom, 2004).

Svein, el del caballo blanco (The Pale Horseman, 2005).

Los señores del norte (The Lords of the North, 2006).

La canción de la espada (Sword Song, 2007).

La tierra en llamas (The Burning Land, 2009)

Autor: Bernard Cornwell

Edita: Edhasa

 

Me habían recomendado mucho esta serie de novelas, vendiéndomela como el equivalente en novela histórica de la Canción de Hielo y Fuego de George R.R. Martin. Saber que la BBC la estaba adaptando para televisión también era un punto a favor, teniendo en cuenta le buen gusto que habitualmente tiene la BBC con lo que produce, con lo que me aseguraba que no podía ser un desastre el producto original. Así que me embarqué en la lectura de esta saga escrita por Bernard Cornwell. Normalmente habría comentado tomo a tomo las incidencias de la lectura pero ocurrió algo que no me pasa tan seguido (échenla la culpa al síndrome del lector veterano), que es leer una novela de un tirón y querer leer enseguida la que viene.

Sí, así de bien escribe Cornwell. Es de esa prosa pegadiza, que no soltás aunque tengas cosas más importantes que hacer en la vida, absorbente como body snatcher suelto en pueblito americano, devorador del seso como zombie de Romero. Lo que los gringos describen como un Page Turner. De hecho, en ese sentido le gana por robo a Martin: mientras le creador de Juego de tronos a veces (sobre todo en los últimos tonos) parece querer perderse en el gigantesco mundo que explora, Cornwell nunca deja que el ritmo decaiga. Las descripciones justas, personajes secundarios que no se toman el control de la historia por 30 páginas para desesperación del lector, explicaciones de lugares y costumbres no alargadas más de lo necesario. Ahí Cornwell gana por goleada.

Ahora ¿de dónde sale la comparación entre ambas historias? Bueno, hay varios elementos similares en ambas. En primer lugar la ambientación no es tan diferente: ambos mundos son lugares hostiles para la gente, donde la muerte violenta parece dispuesta a caer en un instante sobre las personas y la guerra está desatada y no es nada bonita ni para los que la hacen ni para los que la padecen. También en la cantidad de personajes secundarios definidos y con motivaciones para hacer cosas. No hay un bando bueno ni uno malo: todos tienen sus posiciones justificadas en algún momento (que no necesariamente que las aceptemos como lectores).

La historia se ambienta en la Inglaterra sajona que recibe como un vendaval las incursiones de los vikingos escandinavos, dispuestos a conquistar la isla. Allí nos encontramos con Uthred de Babbenburg, el hijo de un señor del norte sajón (del reino de Northumbria) que, por caprichos del destino, termina en manos de los conquistadores y crece en sus costumbres, viviendo como uno de ellos. Pero su destino lo llevará a quedar indisolublemente unido al del rey de Wessex, Alfredo el Grande. Alfredo es un chupacirios de cuidado, con alma de burócrata y siempre listo a escuchar a los sacerdotes en todas decisiones (algo que le cae particularmente mal al pagano, deslenguado y mercurial Uthred). Pero también es un líder astuto, calculador y hasta maquiavélico, que sabe conocer la valía de los hombres y la manera de que sus resortes salten para que lo ayuden en su objetivo final: la construcción de un único reino inglés en la isla. Y en eso Uthred (que se va revelando como un guerrero muy inteligente, capaz de inventar los planes más ingeniosos y vencer en situaciones desesperadas) queda siempre atrapado en la maraña por el rey. Un rey al que más de una vez ha querido abandonar y hasta enfrentar, porque Uthred se siente mucho más cómodo con los daneses paganos que con los ingleses cristianos. Pero al que los juramentos de lealtad (y si hay algo que siempre hace Uthred es respetar esos juramentos a toda costa) lo tienen todavía ahí, bajo el servicio de Alfredo.

Otro gran detalle son la vivida descripción de las batallas de Cornwell hace. Debe haber investigado mucho sobre esa faceta del periodo porque las construye muy vivamente, con información clara, todo eso sin dejar de hacer una narración que transmite además la excitación, el miedo y la salvajada que eran esas peleas.

No quiero contar mucho que pasa exactamente en cada novela, pero solo quiero decir que las recomiendo plenamente. Ya van cinco y espero seguir con las que falten. Valen mucho la pena

Las primeras aventuras del Pirata Negro.

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Es siempre motivo de felicidad regresar a lugares gratos y, ahora que una cercana relectura me ha refrescado sus argumentos, aprovecho para redactar estas líneas como invitación al descubrimiento de El Pirata Negro, la serie más longeva de uno de los tres mosqueteros de la novela popular española de posguerra: Pedro Víctor Debrigode.

Debrigode fue un autor nacido en Barcelona en 1914, de padres franceses. Participó en nuestro último conflicto civil desde el lado franquista por la sencilla razón de encontrarse en Canarias, zona nacional, al estallar la guerra y ser reclutado. No fue en modo alguno un soldado modélico; en realidad sería todo lo contrario, pues acabó por dos veces en penales militares, una bajo sospecha de facilitar información al enemigo y otra por apropiarse de dinero del ejército e intentar desertar. Lo más sorprendente es que no acabara ante un pelotón de fusilamiento siendo días tan crueles, y eso puede darnos un indicio de su labia, encanto natural y poder de persuasión, capaz de vender congeladores a los esquimales.

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Su colega escritor y empleado en Bruguera, Francisco González Ledesma (Silver Kane) afirmó que Debrigode solía narrar su fuga de la cárcel gracias a la ayuda de una mujer y a unas sábanas anudadas… Esas anécdotas debemos contemplarlas con escepticismo, dado que Debrigode era un fabulador chistoso a quien no conviene creer con fe ciega. Lo cierto es que estando en la cárcel empezó a escribir sus primeras novelas, de géneros policíaco y romántico, que le publicó a partir de 1943 la madrileña Ediciones Marisal.

Debrigode sale de prisión en octubre de 1945 y empieza su vinculación con la Editorial Bruguera, emplazada en su ciudad natal. Allí recibiría mayoritariamente cobijo a su producción literaria hasta los años 70.

Bruguera había nacido como editorial en 1910 con el nombre de El Gato Negro y durante el periodo de la guerra había visto sus talleres nacionalizados por la Generalitat. Llegado el conflicto a su fin, se renovó cambiando su nombre por el de la familia fundadora y propietaria: Bruguera. La editorial se enfocó desde el principio a las publicaciones más comerciales, en forma de revistas ilustradas para niños y folletines sensacionalistas; pero, ante el éxito en el campo de la novela popular que estaban teniendo Molino y Clíper, en 1944 Bruguera decidió participar en ese mercado recuperando, con estética remozada, algún folletín previo a la guerra, como la anónima Tabú, vengador de esclavos, y encargando nuevos seriales a uno de sus primeros autores habituales, Fidel Prado. Escribiría para ellos El dragón de fuego y La secta de la muerte, ambientados en el exótico Oriente.

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Eran los días en los que José Mallorquí vendía más de cien mil ejemplares de las novelas de El Coyote. Bruguera quería algo semejante, una serie narrativa protagonizada por un personaje fijo. No sabemos si fueron los editores quienes propusieron el tema o si la idea nació del propio Pedro Víctor Debrigode; sea como sea, el género escogido, pura aventura de capa y espada, se alejó por completo de sus competidores, que solían centrar sus preferencias en las novelas policíacas y del Oeste.

El Pirata negro apareció a la venta en marzo de 1946, con la firma de Arnaldo Visconti en la cubierta. El seudónimo italianizante, seguramente reclamo y homenaje a Rafael Sabatini y Emilio Salgari, muy populares entre los lectores de aquel entonces, lo utilizaría Debrigode en el primer periodo de su carrera para todas sus novelas de época, como El Halcón, Diego Montes, El Aguilucho o El Galante Aventurero, mientras empleaba su nombre verdadero en novelas de acción contemporánea, como Audax o El Capitán Pantera. Más tarde, en los años cincuenta, inauguraría el seudónimo de Peter Debry, que le acompañará durante décadas en novelas policíacas, de ciencia ficción y westerns.

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Como vemos desde el primer momento en las ilustraciones de Provensal, el protagonista de El Pirata Negro, Carlos Lezama, debe mucho en su apariencia física a Douglas Fairbanks. El actor norteamericano había protagonizado una película titulada, precisamente, The Black Pirate, cinta muda pero con fotografía pionera en color, que debía mucho en su dirección artística a las maravillosas ilustraciones sobre piratas de Howard Pyle. El propio Debrigode lo describe con un aspecto semejante en el mismo texto: fino bigote curvado, arete en el lóbulo de la oreja, pañuelo rojo en la cabeza, botas mosqueteras y todo él vestido de negro… También su carácter, atrevido y juguetón, debe mucho al personaje que Fairbanks gustaba de encarnar en la pantalla.

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La primera novela, La espada justiciera, es un prologo alejado aún de la variedad de aventuras que habrán de publicarse en el futuro, una obra de presentación de personajes, bastante convencional en su argumento, aunque también revela muchas de sus virtudes. Tenemos, de partida, a la típica joven dama, hija del virrey de Panamá, que regresa a la colonia después de haberse educado en España. Para su sorpresa, encontrará a la población en una situación miserable y a su padre abúlico e incompetente, con su personalidad abotargada, el ánimo vacilante, preso por completo en la influencia de su segundo al mando, un mercenario portugués, y sojuzgado por los encantos carnales y los bebedizos de una hechicera nativa que vive en los pantanos. La muchacha, quien ha oído hablar de las actividades en la región de un caballeroso corsario siempre dispuesto a prestar su acero a las víctimas de la injusticia, hará llegar al Pirata Negro un mensaje rogando su auxilio. Lezama se enfrentará al portugués y a la sensual hechicera, restaurará el orden y propiciara que la joven encuentre el amor en brazos de un apuesto y leal oficial de la guardia.

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En esta novela, Debrigode nos lleva con su héroe ya en activo y célebre en el Caribe. Deberemos esperar algunos años para que nos cuente con detalle su origen, bastardo de sangre noble criado por una mulata, y sus correrías inaugurales en La primera aventura, aparecida en 1952 dentro de la Colección Iris, cuando ya la serie se había cancelado. La espada justiciera es una novela que juega a introducir rápidamente al lector, mediante la acción y la peripecia, en el escenario y la época, al tiempo que nos describe los rasgos fundamentales de su protagonista y presenta algunos personajes secundarios que desempeñarán papeles importantes en las tramas futuras, como el negro sordomudo Tichli, el angelical Juanón o el feo pirata de rostro maltrecho Cien Chirlos, avanzadilla de un amplio reparto.

Debrigode se nos revela como un narrador ágil y colorido, culto, bien documentado, que no menosprecia a sus lectores por consumir literatura de evasión, pues redacta con una asombrosa riqueza de vocabulario. Se maneja perfectamente tanto en la descripción, sin los esquematismos tan propios de otros autores populares, como en los diálogos, rápidos e ingeniosos, con bastante humor, sobre todo en labios de Carlos Lezama.

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Con la segunda entrega, La bella corsaria, ya tenemos la prueba de que las aventuras del Pirata Negro no se limitarían a las aguas del Caribe, algo que podría haberse convertido en monótono, si tenemos en cuenta que se escribirían ochenta y nueve novelas sobre el personaje. Sus correrías tienen lugar por todo el ancho mundo, desde el Golfo de México a las ciudades europeas, como París, Venecia o Sevilla, por el Mediterráneo y los desiertos del norte de África, en la jungla y en el pintoresco Oriente Medio… En esta ocasión seguiremos a Carlos Lezama hasta Francia, donde pretende obtener información sobre el derrotero y la fecha de partida del barco fletado por el rey galo para llevar oro con el que mantener sus colonias americanas. En París hará amistades y enemigos, entablará duelo con un peligroso espadachín y, lo que es más importante, quedará atrapado en las redes del amor. El objeto de su pasión será Jacqueline de Brest, que le corresponde en sus sentimientos. Sin embargo, en un gesto de gallardía, Lezama juzga que un fuera de la ley, un pirata, no puede aspirar al corazón de Jacqueline, y marcha de Francia rechazando su atracción e interiormente destrozado.

En la segunda mitad de la novela vemos al Pirata Negro conseguir la captura del oro francés, en el Caribe, y liberar Haití de un aventurero holandés que ha sojuzgado a su población con el poder de las armas —en sintonía con el nacionalismo imperante en la dictadura fascista, las novelas de El Pirata Negro, aunque transcurran en la América hispana, suelen tener como principales villanos a extranjeros, no a españoles—. Además de estas peripecias, Carlos Lezama vivirá un encuentro donde se nos advierte que el carácter burlón del Pirata Negro tiene mucho de disfraz, de coraza, que su corazón también sangra y que en las siguientes crónicas de su vida también tendremos un componente de tragedia. Porque Lezama se enfrenta, en esta novela, a una mujer pirata que auxilia al dictador de Haití, La Corsaria Bretona. Cuando contemple su rostro por primera vez por el catalejo, apunto sus naves de trabarse en combate mortal, descubrirá que la misteriosa corsaria es nada menos que Jacqueline de Brest, la mujer a quien ama desesperadamente… Un primer indicio de las tramas, en ocasiones muy melodramáticas, que habrá de contarnos Debrigode en los siguientes títulos de la serie.

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La edición original de El Pirata Negro, con su encanto formal propio de las publicaciones pulp, no es fácil de conseguir hoy en día, salvo armándose de paciencia y con una gran dosis de suerte, pues han transcurrido setenta años desde su aparición. Darkland Editorial, en 2015, publicó un volumen con sus cuatro primeras novelas, sustituyendo las ilustraciones originales por otras nuevas de Joan Mundet. Si estas palabras mías han servido para despertar algún interés, tal vez aún tengan tiempo de conseguir un ejemplar.