Una lectura a El misterioso doctor Satán de Paul Ernst

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Seguramente la gran historia de la literatura pulp aún esté por escribirse. Ninguneada durante décadas, despreciada por las corrientes literarias  más “serias” (incluso las vanguardias), la literatura pulp perdió la oportunidad de ser contada como se debe. Muchos datos y detalles yacen perdidos en el olvido y son pocas las semblanzas que nos quedan de aquellos años. Entre las mejores están las de autores que, en edad longeva, llegaron a escribir sus memorias como Frank Belknap Long o Hugh B. Cave.

Por eso, no resulta llamativo que tengamos tan pocos datos de un autor tan prolífico y sustancial para el género como lo fue Paul Ernst. Apenas las migajas oficiales que señalan su lugar de nacimiento y algunos pasos que han quedado registrados oficialmente. Terence Hanley, autor del detalladísimo blog Tellers of Weird Tales, se encargó de hacer un seguimiento de los pasos de Paul Ernst y de señalar que el hecho de haber perdido a sus padres de joven o no tener descendencia, hacen que la búsqueda de cualquier dato biográfico sea en extremo difícil. Las cifras oficiales más probables indican que Ernst nació en el Estado de Illinois (pleno medio oeste americano) un 7 de noviembre de 1899 y murió en Florida un 21 de septiembre de 1985. Estuvo casado y dedicó gran parte de su vida, tras un breve paso por la milicia, a la escritura. A modo de consuelo, queda, como en tantos otros casos, su obra.

Entre sus seudónimos, pueden reconocerse los siguientes nombres: Chris Brand, George Alden Edson, Emerson Graves y Kenneth Robeson. Este último fue el nombre de pluma que le impuso la editorial Street & Smith al contratarlo en 1939 para que se hiciera cargo de la serie de libros de El vengador (The Avenger). La primera novela, que se llamó Justice Inc., puso en relieve que los miembros de este equipo eran auténticos justicieros ya que buscaban venganza a desgracias familiares acarreadas por el mundo del crimen, consagrando sus existencias a destruir y socavar  los bajos fondos. Richard Benson, el icónico protagonista de estas novelas, se sumó a la lista de explotaciones comerciales en la línea de La sombra, Doc Savage, Bill Barnes y competidores como El araña u Operador 5 que eran impresos por las editoriales rivales de Street & Smith.

Ernst, que ya tenía sobre sus espaldas, escrita gran parte de su obra, confirmó su valía como autor. Era sumamente dinámico a la hora de contar una historia y sabía mezclar las idiosincrasias de sus personajes para que los clichés impuestos por los editores no constituyeran un escollo a la hora de desarrollar la aventura. Incluso fue lo suficientemente audaz para incluir un ayudante negro entre los colaboradores de El vengador. Un negro que escapaba tópico de aquellos días (los primeros años de la década del 40), ya que contaba con una educación universitaria y era tan arrojado como sus compañeros a la hora de la acción.

4379786La mirada acerada y el rostro inexpresivo de El vengador (cuyos músculos faciales habían perdido su elasticidad tras sufrir un shock emotivo al perder a su familia en mano de los gánsteres) siempre me recordaron a Rutger Hauer en su etapa de gloria de inicios de los 80. Sin lugar a dudas, hubiese sido la mejor caracterización de este personaje. Desde 1939 hasta 1942, Ernst escribió un total de 24 novelas de inigualable calidad técnica.

Pero Ernst, como todos los pulp writers de aquellos días, tenía una profusa obra sobre sus espaldas. Era un cuentista prolífico y uno de los autores más reconocidos dentro del género weird menace que había creado Harry Steeger para las revistas que salían bajo el sello de Popular Publications. Este género, como todos sabemos, tuvo su inspiración en el teatro guignolesco de cuna francesa. Su hándicap, para los cultores del fantástico, era que todas sus resoluciones debían ser racionales. A pesar de lo extravagante que fuera su desarrollo. La fórmula era sencilla: sexo sugerido, mujeres desnudas —al borde de ser descuartizadas o quemadas vivas—, psicópatas y depravados —por lo general vestidos con sotanas rojas y capuchas en punta—, alguna bruja anciana y feucha, pantanos, atmósferas tormentosas y seudo monstruos arrastrándose en la niebla. Eran relatos estremecedores en su desarrollo cuyas resoluciones mundanas echaban a perder la esencia, necesariamente sobrenatural, que planteaba el relato. Esta fórmula, en los setenta, fue recuperada en gran medida por la editorial Bruguera para su colección de bolsilibros “Selección Terror” (materia para otro post). Eso no quita que autores de la talla de Ernst, Blassingame o Hugh B. Cave, no hayan escrito piezas memorables y maravillosas.

A esta obra, Ernst también sumó relatos de ciencia ficción (muchos de largo aliento) para  la revista Astounding, como The red hell of Jupiter, Marroned under the sea —que tuvo su traducción al castellano por Francisco Arellano Editor—, o The raid of the termites.  Pero su mejor material lo publicó en la revista única, la Weird Tales. Fue en ella donde se editaron sus dos novelas más memorables: The black monarch (serializada en cinco números durante 1930) y el libro que nos compete: El doctor Satán (1935-36).

Ernst-AstoundingLa presente edición en manos de Costas de Carcosa, con una cuidadísima traducción y un memorable estudio introductorio del especialista (y amigo de la casa) Javier Jiménez Barco, constituye un absoluto acontecimiento en nuestra lengua que, como sucede en estos casos, ha pasado bastante desapercibido. El misterioso doctor Satán no sólo compila los ocho cuentos que escribió Ernst para Weird Tales, sino que también recupera sus ilustraciones originales y hasta las cubiertas de Brundage que, con mucho acierto, Jiménez Barco señala que no le hicieron demasiada justicia al personaje.

Terence Hanley, que es un investigador muy intuitivo, traza algunas coincidencias entre los pulps y los primeros comics de superhéroes. La influencia de esta serie fue grande, Terence Hanley dice que tal vez se trató de la primera historia en congeniar dos seres súper poderosos, o sea, a un súper héroe y un súper villano. En este caso serían Ascott Keane y el doctor Satán, el Yin y el Yang en la sempiterna lucha entre el bien y el mal.

Pero, como tantos otros trabajos, la génesis del doctor Satán (que Barco se encarga de detallar) tuvo que ver con un encargo del editor de la Weird Tales, Farnsworth Wright, que decidió darle batalla a las publicaciones de weird menace,  que por entonces arrasaban los kioscos, y hacer lo mismo con un autor de la casa, en plan de cuentos seriados. El invento fue un híbrido extraño, que mezclaba ciencia-ficción, fantasía, esoterismo, terror y weird menace. Tal vez la fórmula fue demasiado para la época, porque el experimento no tuvo aceptación entre los lectores y, tras solo ocho magníficas apariciones, la fórmula cayó en el olvido. A pesar de que la serie inspiró libremente un serial cinematográfico y más adelante fue brevemente homenajeada por Rob Zombie en su opera prima La casa de los mil cuerpos.

Lo más llamativo, en esta obra que reúne ocho cuentos largos —que están vinculados entre sí y que relatan una batalla contra una especie de anticristo encarnado por el Doctor Satán—, es el desparpajo con que Ernst creaba sus argumentos. El primer cuento, llamado simplemente “Doctor Satán” constituye toda una declaración de intenciones al comenzar con un millonario cuyo cráneo estalla en mil pedazos al emerger de su interior un arbusto frondoso. Es difícil sentarse a pensar una forma más estrambótica y bizarra de iniciar un cuento.  “Era como si una mano con muchos dedos pequeños y afilados hubiesen empujado hacia arriba, a través del hueso, con un grueso tronco parecido a un puño brotando desde el cerebro”. Más adelante, el doctor Satán le explica a sus secuaces que lo que busca con esta clase de asesinatos wagnerianos es, justamente, su golpe efecto, su gratuita espectacularidad. Nada de crímenes comedidos para el doctor Satán.

991ff8b72ab952d262a48fb85a41595bHay rastros del folletín francés en la ambientación de la obra de Ernst. Sin tener datos suficientes como para afirmarlo, uno puede elucubrar que el escritor tal vez fue un buen lector de autores macabros y guignolescos como Gaston Leroux, Gustave Le Rouge —Satán, en el relato El hombre que creó al relámpago, desarrolla un protoplasma que puede moldearse a su antojo y con el que puede imitar el rostro de cualquier persona. Algo ya ensayado a través de la cirugía por el inefable doctor Cornelius Kramm, el escultor de la carne, en la obra de Le Rouge—, Leblanc o Maurice Renard. Como ya dijimos, se ven estas influencias en la espectacularidad de sus crímenes, en la ambientación teatral del doctor Satán —sus guaridas subterráneas, sus servidores esclavos y tullidos, su vestimenta extravagante y su identidad resguardada por una máscara carmesí con apariencia de cráneo desnudo que parece extraída del baile de máscaras de El fantasma de la Ópera— y en esa idea de mezclar, en medidas iguales, el esoterismo con los misterios científicos. La ciencia que, en manos perversas, es un vehículo de destrucción masiva y diabólica (lejos ya de las utopías edinsonianas de fines del siglo XIX).

Poco a poco, a medida que se avanza en la lectura y en las farragosas y bizarras aventuras que creó Ernst, la figura del Doctor Satán va perdiendo su apariencia enloquecida, para transformarse en un vehículo carnal del rey de las tinieblas. Keane descubre, en un viaje al otro mundo, que Satán está enraizado místicamente al demonio y que sus caprichos psicóticos son, en realidad, comandos que recibe del inframundo. “Me pregunto si nuestro amigo cubierto de rojo podría realmente ser una encarnación de una fuerza maligna que siempre hemos llamado Satán, aunque él mismo piense que está actuando en una obra” y más adelante también dice: “¿No era concebible que Lucifer fuera solo una personificación y nombre para las motivaciones malignas de las personas, que el Doctor Satán fuera Lucifer o estuviera más cerca de él de lo que nadie había estado jamás?” Estas elucubraciones de Keane se deben a que los actos de Satán son injustificados, ya que el súper villano es millonario y no tiene una necesidad pecuniaria que excuse sus actos vandálicos, en cuyos chantajes exige millones.  Lo que se inicia como un simple argumento de raíces policiales y de bajos fondos se transforma en algo más complejo con implicaciones teológicas y trascendentales donde tiene lugar la lucha de dos símbolos tan antiguos como la humanidad, el bien y el mal en estado puro, que son representados, justamente, por la caracterización trillada de Keane y el doctor Satán y la de los secuaces que acompañan a ambos. En el caso del héroe, su compañero de aventuras, es una mujer que le sirve de secretaria “y algo más”. Con ella el héroe mantiene durante todas las historias una tensión romántica muy bien llevada y además sirve de anzuelo y de talón de Aquiles al héroe invencible. En Satán, sus secuaces son dos seres inenarrables: un contrahecho de aspecto simiesco y un tullido gigantesco que se arrastra con sus dos brazos. Herencia y mañas adquiridas por Ernst como escritor de weird menace.

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En las aventuras que creó Ernst hay material para todos los paladares, desde el terror a la ciencia ficción, desde lo bizarro a lo estrambótico. Combustiones espontáneas, miniaturización, resurrecciones de muertos, ritos vudús, aceleraciones, viajes al más allá, rayos de la muerte y toda una parafernalia rimbombante de horrores.

El misterioso doctor Satán es un ejemplo perfecto de lo que era, es y será la literatura pulp en manos de un escritor con talento, desprejuiciado y con ganas de divertirse. Los clichés son vehículos del ingenio más acérrimo y fantasioso. Es poco probable que este libro vuelva a editarse algún día y que se lo haga con una edición y una traducción tan cuidada como la que realizó Javier Jiménez Barco, por lo cual perderse la oportunidad de obtener un ejemplar, sería un pecado imperdonable en manos del aficionado al género.

Adenda:

Consultado por Árboles Muertos, el amigo Javier Jiménez Barco nos confesó que:

Costas de Carcosa es un sello editorial que cruza a dos editoriales distintas: Barsoom y Pulpture. Cuando apareció, mucha gente me preguntó si eso significaba que Barsoom iba a dejar de existir, y yo aseguré que no. Lo que pasa es que Barsoom saca novedades todos los meses y yo trabajo a toda máquina. Al existir un segundo sello dedicado al pulp clásico, puedo sacar en él materiales que por extensión se quedaran algo cortos para un libro de Barsoom, probar con el formato libro de bolsillo, y contar con la ayuda de la gente de Pulpture, lo cual me permite embarcarme en proyectos que, de otro modo, tendría que hacer solo y, por tanto, descartaría por no tener tiempo.

Es decir, Barsoom sigue por un lado, y los jóvenes de Pulpture siguen, por el suyo, sacando cosas. Pero cada pocos meses nos juntamos y unimos fuerzas para sacar algo entre todos. Eso es Costas de Carcosa.

En cuanto al material del Dr Satán, yo lo conocía desde hacía décadas, cuando preparé un artículo sobre los villanos weird de los pulps de los treinta. Yo ni siquiera había montado Barsoom todavía, pero los planteamientos de las historias pulp tanto del Doctor Death como del Doctor Satán me parecieron tan enloquecidos y tan bizarros, que ansié en secreto que alguien publicará algo de eso en español. Y años después, cuando comencé a hacer una lista de material interesante para Carcosa, me dije, ˈaquí lo voy a sacarˈ”.

Mariano Buscaglia

Una lectura de Paisajes del Apocalipsis

(y demás redundancias interminables del gran final)

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  El fin del mundo (con su frase imprescindible “tal cual lo conocemos”) siempre ejerció una fascinación morbosa sobre muchos de nosotros. Al igual que en los sesenta, cuando los ensayistas franceses señalaron que el mito tarzánido era liberador para la enajenación citadina del hombre, el debacle humano también parece influir una atracción irresistible para los desesperados. Ante el desgaste indefectible que nos produce el roce diario de la sobrepoblación urbana, y las miserias y penurias grises que gran parte de la humanidad está condenada a vivir, el hombre presiente que puede recuperar su gloria heroica ante la inminencia del fin de los tiempos. El mundo, para el hombre alienado, no es otra cosa más que una manzana podrida y sembrada de larvas humanas que la devoran.

Sin el incordio de la civilización pondríamos coto a las responsabilidades económicas que caen sobre nuestras cabezas, fin a lidiar diariamente con transportes atestados para ir al trabajo y fin a los compromisos familiares y laborales. Se acabaría, en pocas palabras, los problemas que asumimos para vivir cómodamente. Claro que esto es, y asumo la culpa, una resolución infantil e inmadura y es probable que casi todos nosotros pereciéramos en un escenario hostil como el que pintan los mejores libros del género. Pocos tenemos madera para ser “guerreros de carreteras”, enfundados en camperas de cuero y tachas de acero, conduciendo vehículos adaptados con motores V-8 y con un perro dingo en el asiento trasero. Y menos aún, tenemos la maldad necesaria para transformarnos en punks desalmados o en niños cavernícolas que enarbolan por toda arma un boomerang de filo mortal. Pero eso no quita que no disfrutemos de la imaginería de estos universos casi despojados de seres humanos, de escenarios violentos y paupérrimos que, por regla general, son calurosos y desérticos. En lengua anglosajona lo anterior se define con el sustantivo de wastelands; en castellano con el de tierras baldías.

  El libro que nos compete: Paisajes del apocalipsis (The End of the Whole Mess, hermoso título que podría traducirse en porteño como El fin de todo el quilombo), se trata de una compilación realizada por John Joseph Adams que fue publicada  en el año 2012 en la colección “Gótica” de Valdemar. Un título absolutamente atípico para la colección que, sin embargo, merece la atención del lector, por su excelsa calidad y su exótica naturaleza. Pero antes de abordar el libro, el género merece un breve repaso que ensayaré a continuación, con más capricho literario que ánimo abarcativo, por lo que deberán disculparme las fragantes ausencias que, seguramente, los lectores avezados descubrirán en breve. El género literario post apocalíptico es, por contradictorio que suene, prolífico y goza, casi siempre, de buena vida. Sería baladí y casi imposible realizar un racconto de todas las novelas, relatos y folklores religiosos que se han sucedido a lo largo de los años (y de los siglos) alrededor de este género. Simplemente nombraré, a modo de pantallazo introductorio, algunos textos que me parecen memorables para acompañar la reseña del libro que hoy traigo a colación.

  Si bien el texto por antonomasia es el Apocalipsis  o Libro de la Revelación de San Juan, pocos se detienen a pensar que el Génesis se puede leer como el comienzo tras un final. Adán y Eva son, a la vez, los primeros y últimos hombres y sus descendientes no son menos violentos y trágicos que los sobrevivientes habituales de los relatos del género. Más allá de la mirada religiosa, el género parece sentar sus bases a inicios del siglo diecinueve con dos obras esenciales, por un lado el poema en prosa de Jean-Baptiste Cousin de Grainville llamado Le dernier homme publicado en 1805 (plena era napoleónica) que desarrolla la historia del último hombre y la última mujer sobre la Tierra (la inversión del mito adámico) llamados  Omegarus y Syderia, quienes fracasan en reproducirse y su muerte desemboca en el apocalipsis y en la consecuente resurrección de los muertos. Pocos años después, la creadora de Frankenstein, Mary Shelley, escribió la novela The last man (1826) donde un hombre intenta sobrevivir con su familia a una plaga que asola a la humanidad.

  Pero es en el siglo XX donde el género alcanzó sus verdaderas cuotas de genialidad y donde se sucedieron los mejores libros del género. En los albores del siglo XX, los autores franceses encontraron en esta vertiente literaria un verdadero oasis a sus angustias, a esa nube negra que se perfilaba en toda Europa ante la inminencia de una crisis a escala planetaria. El ninguneado Miguel Verne –hijo del famosísimo Julio- escribió, apañado bajo el nombre de su padre, algunas novelitas memorables. En El Eterno Adán -1910- retomó el concepto de una humanidad cíclica que renace de sus cenizas, en este caso, un arqueólogo descubre un manuscrito milenario que retrata la extinción masiva de la apo5especie tras una inundación que cubre los continentes. Idea recurrente en la ciencia ficción –y en la realidad- que también usó el autor J. G. Ballard en su novela El mundo sumergido -1962-, donde las aguas y el propio pasado Cretácico comienzan a anegar a una humanidad atontada por los cambios abruptos a la que es sometida. Camille Flammarion, una especie de Carl Sagan de la Belle Époque, escribió en 1894 una deliciosa novela en cuyo título lo decía todo: El Fin del Mundo. El libro tuvo un acierto que lo eleva por encima de producciones similares, el autor describe varios cataclismos que golpean la sociedad futura, pero ninguno alcanza a quebrantarla. La humanidad, tras un largo apogeo, se desinfla y muere víctima de su propia decadencia como especie. En un arrebato morboso, Flammarion elige su urbe, la ciudad luz, como la primera capital que desaparece tras la hecatombe inmensa que producen las aguas. Las descripciones frías, distantes y asépticas, propias de un científico desalmado, fueron expropiadas por el británico Olaf Stapledon en sus cosmogonías antinovelísticas de El Hacedor de Universos -1937- y Los primeros y últimos hombres -1930.

  J. H. Rosny, otro autor francés, tuvo la virtud de escribir sobre tópicos que utilizaría la ciencia ficción 40 o 50 años después, redactando fantasías de una fuerza inimaginable. La muerte de la Tierra -1910-, una novela breve, posee la audacia de retratar la extinción absoluta de la humanidad, describiendo los últimos momentos del único sobreviviente humano, que lega el planeta a unas criaturas raras, extrahumanas, los ferromagnetos. El ignoto autor galo, Jacques Sptiz, desarrolló una hipótesis que suena ridícula así narrada: la de que la humanidad se extinga a causa de una invasión masiva de moscas. Sin embargo, la novela, La guerra de las moscas -1938-, sienta cátedra de cómo escribir un libro sobre el fin de la humanidad. Los insectos sufren una mutación que los vuelve inteligentes y le declaran la guerra a la otra plaga que puebla el planeta, la de los humanos. La novela está plagada –y apo3recalco este verbo adrede- de aciertos que pronto incorporarán otros autores. Una invasión ilustrada de forma verosímil, donde las potencias reaccionan tarde, dejando que la crisis se cuele por los países más desposeídos. Hay imágenes terribles como la bandera blanca que enarbola la humanidad, rindiéndose ante el invasor, bandera que es cubierta por la mierda que lanzan las moscas desde el aire.

  Cruzando las aguas, en Inglaterra, M. P. Shiel fue el autor de una novela perfecta: La nube púrpura -1901-. Este libro, que no da concesiones, está lleno de aciertos. El primero de todos es que el sobreviviente es por completo antipático y desagradable. No es lo mejor de todos nosotros, sino casi lo peor. El último representante de la raza humana es casi un desecho de la misma, un desclasado. Un misántropo que se pasa la mitad del libro quemando las ciudades que siguen en pie, para borrar el recuerdo del hombre y temiendo a los fantasmas que acechan en las ruinas. También inglés fue W. H. Hogdson cuyo inmenso genio muchos reducen al de ser un mero precursor de Lovecraft. Hogdson fue un autor de una imaginación tan excéntrica y exuberante que aún hoy día es leído con reticencia. Su obra magna fue El reino de la noche -1912-, donde la última humanidad se recluye en pirámides gigantescas que se alimentan de la poca energía que pueden extraer de la Tierra, mientras el exterior está sumido en la negritud más absoluta, producto de la ausencia casi total de la luz del sol; el exterior está poblado por seres gigantescos, babosas horrendas y de fuerzas maléficas, invocadas milenios atrás, por nigromantes enloquecidos que experimentaban con otras dimensiones. La sensación de vacío y soledad que trasmite el libro es desoladora.

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  Y fue una mujer, Andre Norton, quien sentó los tópicos novelísticos de la Tierra tras un debacle nuclear. El libro Star man’son, 2250 A.D. -1952- habla de un mundo devastado por la guerra atómica, del hombre que olvida ese pasado y lo restringe a leyendas terribles, donde las ciudades en ruinas, sembradas de selvas y cráteres, sólo sugieren, a la memoria dormida, su esplendor de antaño. Lo mutante y lo monstruoso adquieren un protagonismo absoluto. Esta novela, sin dudas, inspiró el mundo de post humano de Thundarr the barbarian, serie animada creada por Ruby-Spears  que se mantuvo en el aire durante tres años (1980-83) con un total de 23 capítulos.

IMAGE0372Tampoco podemos olvidar novelas esenciales como Soy leyenda de Richard Mathenson (1954), El día de los trífidos de John Wyndham (1951), La máquina del tiempo de H. G. Wells (en su viaje más extenso hacia el crepúsculo de la historia del mundo, el viajero se encuentra con una criatura tentaculada, de color oscuro, que emerge sobre la orilla del mar), La tierra permanece de George R. Stewart (entre las mejores novelas jamás escritas sobre el género) o la extrañísima Castaway (1934) de James Gould Cozzens que no habla específicamente del fin del mundo, pero desarrolla el peculiar comportamiento de un hombre, parapetado en soledad, dentro de un centro comercial abandonado; El fin de la infancia de Arthur C. Clarke (1953) o las titánicas obras Apocalipsis de Stephen King (1978), El canto del cisne de Robert R. McCammon (1987) y la trilogía de El autocine (The drive-in series, 1988-2005) de Joe R. Lansdale que mezcla zombis, dinosaurios, vaqueros y toda clase de delirios en un mismo plató. De este mismo autor no podemos olvidar su nouvelle On the Far Side of the Cadillac Desert with Dead Folks, 1989, que combina con absoluta destreza Apocalipsis zombi y destrucción.

  Basta lo dicho para tener un pantallazo breve del fin de los tiempos en la literatura de los pasados dos siglos. Como dije más arriba, Paisajes del apocalipsis es una antología que se destaca por su inusitada selección de relatos que, muchas veces, van a contrapelo de lo que un lector experimentado o no espera del género. La antología resguarda en todo momento un vector característico que es el de la esperanza: a pesar de que la especie parece haber llegado a su final, detrás de la última línea parece haber siempre otro amanecer.

Hay cuentos donde la angustia se sobrecarga, como el relato que abre la antología, El sonido de las palabras de Octavia Butler. Aquí  la humanidad pierde la capacidad del habla y eso, por sí solo, basta para desencadenar asesinatos y caos contra los pocos que aún son capaces de comunicarse con sonidos y que, en sociedad, se guardan muy bien de hacerlo saber. Inercia de Nancy Kress relata la vida dentro de una colonia de sobrevivientes a una plaga, que están aislados, porque son contagiosos y tienen el aspecto de leprosos. Mientras que los enfermos sobreviven contra todo pronóstico a la hambruna y la violencia, en el exterior la humanidad comienza a destruirse.

Otro relato que posee un desarrollo espléndido y un trabajo documental digno de mérito es Cuando los admindesis gobernaron la Tierra de Cory Doctorow que se encarga de describir con minúsculo detalle qué pasaría con Internet si el fin de los tiempos no alcanzara. ¿Cómo nos las arreglaríamos para mantener funcionando las redes? Doctorow lo explica en un verdadero tour de force que pone los pelos de punta. En Gentecasta de arena y escoria Paolo Bacigalupi habla de la deshumanización en un cuento espeluznante sobre unos guerreros cyborgs que recuerdan a las creaciones del cine zetozo de los 80 como Eliminators (1986) de Peter Manoogian o Hands of steel del italiano Sergio Martino. Los Ángeles de Artie de Catherine Wells puede leerse como una de las la inspiraciones que los directores canadienses tomaron para filmar Turbo kid (2015). La autora construye su trama alrededor de un mundo escindido en dos sociedades, una condenada a agonizar en una Tierra moribunda y la otra que se fuga a las estrellas. La humanidad vive recluida en ghettos violentos, donde un chico con mucho genio vuelve a hacer uso de las bicicletas para impulsar la dinámica del hombre, todo esto enmarcado por un rígido código moral, que se inspira en las leyendas artúricas.

 

Pero las frutillas del postre son los cuentos Y el profundo mar azul de Elizabeth Bear y El apo1circo ambulante de Ginny Caderasdulces de Neal Barret Jr. El primero relata el viaje de una mensajera en una moto Kawasaki que atraviesa el desierto radioactivo de Nevada para hacer una entrega a vida o muerte. La descripción del paisaje es desoladora, pero la fuerza y la voluntad que emana la protagonista insufla energía al lector. El segundo es un cuento que recuerda, en su ambientación, a las mejores historietas post nucleares de Richard Corben. Amalgama sideshows junto a animales humanizados muy mala leche. El detalle de unos perros Chow motociclistas, en plan Hells Angels, encuerados con unas camperas que tienen bordado el logo de Purina sobre sus espaldas es, la verdad, un toque de genio. Hacia el final, quedan otras dos piezas magistrales: El fin del mundo tal como lo conocemos de Dale Bailey en que se deja de lado los clichés catastróficos del género y se habla, más bien, de un fin del mundo aburrido, donde el protagonista se hace alcohólico y duerme hasta tarde, porque no sabe muy bien qué hacer con su tiempo. Y, por último,  Una canción antes del ocaso de David Grig que elucubra sobre qué pasaría con un músico virtuoso en un mundo en manos de vándalos salvajes. Tal vez en los autores más reconocidos es donde la antología decae un poco, por ejemplo en el cuento de George Martin Oscuros, oscuros eran los túneles que es algo predecible y soso o en Modo silencio de Gene Wolfe.

Queda pendiente, para un futuro artículo, hablar del desarrollo del género en estos lares, ya sea en la Argentina o en el resto de Hispanoamérica que, a pesar de no ser tan prolífico como en el norte del hemisferio, hubo y hay algunas gemas literarias.

En 1947 el Boletín de científicos atómicos creó el llamado “reloj del apocalipsis” con el objetivo de dar un pronóstico real de cuán cerca estamos de una conflagración atómica. La medianoche señala la destrucción total del hombre. Los últimos ajustes de los relojeros del fin del mundo dicen que apenas estamos a dos minutos del desenlace absoluto. Eso nos deja, lamentablemente, con menos tiempo del que pensábamos para sumergirnos en estas terribles lecturas sin final o, mejor dicho, con finales a todo trapo.

Mariano Buscaglia

El diablo de Max Brand (y algunos devaneos sobre la verborrea pulposa)

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Max Brand fue el seudónimo más popular del autor estadounidense Frederick Schiller Faust que nació en 1892 y murió en 1944. Faust, sin lugar a dudas, fue el autor pulp por antonomasia. A pesar de haber gozado en vida de una popularidad rayana en el fanatismo y de ocupar un espacio privilegiado en cuanta revista popular surgiera en el mercado; hoy en día su obra ha quedado relegada al olvido. Faust era sin duda un artesano del género y un especialista en fórmulas que funcionaban muy bien por aquellos años. En la actualidad esos artificios se han petrificado y el encanto de su prosa ya no hechiza al lector de nuestros días, poco enamorado de los personajes acartonados y de los argumentos donde el bien triunfa siempre sobre el mal. Los héroes en espuelas de Brand no engañan a nadie y sus tramas, lamentablemente en muchas ocasiones, sólo pueden reducirse a grandes muestras de estilo y poco más. Resulta casi imposible catalogar las obras de Faust, ya que fue el artista más profuso del género, y su talento también se propaló a campos diferentes como el guión radiofónico, cinematográfico o historietístico. Su obra es, prácticamente, inabarcable.

tmpAB10_thumb6Fue en Hollywood donde el legendario Frank Gruber tomó contacto con Faust. Esta amistad merece recordarse, ya que Gruber le dedicó un capítulo entero a Max Brand en su mítico libro The pulp jungle. Gruber cuenta que Brand escribía por día no menos (y tampoco no más) de catorce páginas. Esa producción dio como resultado que tuviese, tras treinta años de trabajo infatigable, el total de un millón y medio de palabras al año. Lo hacía sin tomarse  descansos, feriados o fines de semana. Todos los días, catorce páginas. Ni una más, ni una menos. Por eso Gruber lo llamó: “el autor más prolífico de todos los tiempos”. Gruber señala: “Empezaba a trabajar por la mañana llevando consigo un termo lleno de whiskey y, hacia el mediodía, ya lo había terminado. Durante la tarde, escapaba por la puerta trasera, por alrededor de una hora y media, y tomaba tres tragos de parado en un bar. Cuando regresaba a su casa, a las cinco y media, tomaba una cena ligera y empezaba a beber en serio”. Faust le confesó a Gruber que no podía empezar a escribir hasta no haber bebido lo suficiente como para “salirse del mundo”.  El método de trabajo de Brand en Hollywood era escribir argumentos, ya que nunca se rebajaba a la parte técnica de pulir un guión.

Faust entró en el mercado de los westerns gracias al mítico editor Bob Davis (director de las legendarias Munsey’s magazine y All story). Davis fue el que le propuso a Faust ser el próximo Zane Grey, pero para lograrlo necesitaba un nombre de pluma más corto. Así nació Max Brand. Probablemente, aventuran los estudiosos del autor, la causa del cambio del nombre se debió a que, por aquellos años, EE.UU. estaba en guerra con Alemania y se quería evitar una mala predisposición de los lectores ante el origen germánico del apellido del autor. En todo caso, Max Brand fue el seudónimo más conocido de unos quince seudónimos diferentes que ponen en evidencia la capacidad camaleónica y la copiosidad literaria del autor. En los años treinta cambiaría de casa editora y se volcaría por la sempiterna Street & Smith y su publicación estrella Western Story Magazine dirigida por Frank Blackwell. El período de oro de la producción western la escribió Max Brand en Italia. Faust vivía en una villa en Florencia, desde donde producía las infatigables aventuras de sus héroes de espuelas y revólver. Fue durante esos años que se ganó la corona que le valió el indiscutido título de “Rey de los pulps”. Frederick se instaló en Italia, porque fue diagnosticado con una afección cardíaca que en cualquier momento podía producirle la muerte. En Italia, además de continuar escribiendo poesía, pasión que lo acompañó toda la vida, se dedicó a profundizar, con la ayuda de un profesor, sus estudios del griego. La pasión por la literatura clásica se ve reflejada en los argumentos vertiginosos de Brand, muchos de ellos salpimentados del pathos greco-latino. Personajes atormentados y dispuestos a todo. Al final de su vida, Faust regresó a Italia como corresponsal de guerra para la revista Harper. Allí encontraría su muerte bajo el fuego de la metralla enemiga. Su sueño de escribir la gran novela de guerra, nunca llegó a realizarse.

El diablo fue como se conoció en la Argentina a la primera novela de la saga de Silvertip. Un personaje legendario de Max Brand que contó con no menos de trece novelas (aunque algunas fuentes sólo señalan nueve). Silvertip es el clásico héroe del oeste que luego asumiría Clint Eastwood, ya con un tratamiento más maduro y metafísico del género, en el mundo del cine. Un héroe de rígidos principios, pero que carga sobre sus espaldas un pasado donde ha cometido errores que necesita borrar a través del duro camino de la redención y la violencia. La novelita fue publicada originalmente en formato libro por Grosset & Dunlap en 1942 y contó con una serialización  previa y condensada en la  Western Story’s magazine en marzo de 1933 (tal vez la versión que usó Acme fue la de la revista y no la de la novela. Por lo que es probable que los textos que se traducían surgieran de estas publicaciones y no de los libros). El personaje, Jim Silver, apareció por primera vez en la novela The stolen Stallion también publicada en la Western Story’s magazine.

La novela cuenta con 83 páginas a dos columnas, de letra bastante apretada. Si bien el texto se lee con fluidez y, sinceramente, los cortes no se ven, me asalta la duda de si el traductor (¿Julio Vaccareza?) hizo lo suyo a la hora de reducir la novela o si, como dije más arriba, usó la primera versión del texto.

Christian Vallini Lawson, editor de revistas como Aventurama u Ópera Galáctica, fue la primera persona que me habló de esta novela. El diablo siempre surgía en nuestras conversaciones cada vez que hablábamos de ese subgénero, tan poco conocido y frecuentado por estos lares, que tiene el nombre de “weird western”, o sea, western raro o extraño. Lawson siempre sostuvo que El diablo se trataba de una novela de vampiros bien camuflada. Y, sinceramente, existen elementos en el texto como para jugar con esta hipótesis. Sin embargo, a la hora de llegar a una conclusión, es imposible considerar fantástica a la novela, y los flirteos de Faust con el género fantástico, en esta ocasión, sólo parecen ser giros literarios para imprimirle una atmósfera algo ominosa al argumento. Se habla de un pueblo llamado Harverhill como una zona maldita y misteriosa. Sus habitantes, de personalidades apocadas y reservadas, provienen de algún sector del este de Europa, y nadie sabe, a ciencia cierta, hace cuánto tiempo viven en ese pueblo aislado. A la vez, hay elementos que codean con otro género popular de aquellos años: el weird menace. Este subgénero había nacido bajo la inspiración del teatro francés de Grand Guignol (fenómeno que merece por sí solo otro artículo). En la novela hay ranchos que parecen castillos, hay mazmorras húmedas, salas de tortura  y un enano perverso que posee la cara desfigurada por un accidente que le arrancó toda la piel de su rostro. En conclusión, la novela no es fantástica, pero cuenta con elementos suficientes para, al menos, considerar que es un western atípico, o sea, raro, o sea, weird.

silEl diablo, como dije más arriba, se publicó en la colección “Suplemento de Rastros, selección de novelas y cuentos de aventuras” de la editorial Acme, el 30 de mayo de 1951. El formato tenía 13cm de ancho por 18cm de alto. Se trataba del número 19 de una colección que llegó a casi trescientos números (extendiéndose hasta principios de los años sesenta, ya con un formato de bolsilibro). La dinámica de la colección era publicar una novela corta, a lo que le seguían dos o tres cuentos y una historieta, en sus primeros números, a color. En los cuentos el western se combinaba con el género gauchesco y también, muchas veces, con el género fantástico. Por sus páginas se pasearon destacados autores locales del género popular como Rodofo Bellani, Miguel A. Marseglia o Sara Poggi.

Dada la producción infatigable de Faust, sus tramas y personajes son necesariamente acartonados y formularios, sin embargo, eso no le resta encanto ni méritos. Hay talento detrás de los atajos literarios que usaba Max Brand y se nota. Bandini es el mexicano malo de turno. Un personaje mefistofélico que parece extraído de algún serial de la Republic o de alguna página dominical firmada por Alex Raymond. Es este carácter el que mete en problemas a Silvertip y el que, a su vez, le permite ser un héroe y, como ya dije, el que le abre el camino para hallar la redención a través de la violencia. Bandini es un mexicano que se ajusta a clichés que hoy pasarían por poco éticos y racistas. Es un mexicano roñoso, bocón y cobarde, que elude un duelo con Silvertip, disfrazando de sí mismo a su compañero, para que el héroe lo confunda con él y lo liquide antes de que se aperciba de su error. Este traspié conduce a Jim Silver a buscar el perdón en el padre del muchacho asesinado, que resulta ser un mexicano hacendado que vive en pie de guerra con unos vecinos gringos que tienen algo de cuatreros y de asesinos. Naturalmente, la buena predisposición de Silvertip no cae en gracia al padre del muchacho asesinado que lo arroja, sin mayor trámite, al calabozo. Poco  después, el argumento da un giro y la suerte vuelve a posarse sobre los hombros de Silvertip que se transforma en una especie de reencarnación del hijo que siempre quiso Pedro Monterrey, el hacendado. Lo que sigue es un ajuste de cuentas con los malvados, algún romance en ciernes, traiciones, y el camino del perdón que es lo que desenvuelve la trama de esta novelita sencilla, aunque no menos encantadora.

Tres cuentos acompañan a la novela. El primero se titula Un trabajo privado y pertenece a Wayne D. Overholser, autor posterior a Max Brand, que tuvo una dilatada carrera como escritor de westerns y que conoció, también, muchas traducciones al castellano de sus novelas, sobre todo en los años setenta. Tuvo además un breve acercamiento a la temática weird western con la novela Diablo Ghost en 1978. El cuento es uno más del montón y va sobre mineros, ladrones y un hombre contra todos. Le sigue Fuego de Jack London. Seguramente esta no sea la primera traducción al castellano de lo que es, para mí, el mejor cuento de London y, sin duda, uno de los mejores relatos jamás escritos. Fuego es una lección de suspenso en pocas páginas. Es un cuento que delata su final apenas comienza y que, sin embargo, se lee con mayor fruición a medida que se adelantan las palabras. La ansiedad y la posterior resignación del personaje que se dirige a un campamento en el helado Klondike son inolvidables, así como también la percepción tardía de que el frío liquidará al personaje en pocas horas. Casi 60 grados bajo cero. Cuentos del agua de Pedro Inchauspe es un relato campero que aborda el tema de la sequía para armar una correcta historia de suspenso, alrededor de un olvido que puede acarrear mortales consecuencias. La historieta (como la mayoría de las historietas que publicó en su primera etapa el Suplemento) es olvidable. Da la impresión que está dibujada sobre fotos y tiene algo de fotonovela romántica, con el plus de estar pésimamente coloreada. La historia, basada en algún argumento de Zane Grey, es  sosa y trillada. No tiene otro valor más que el que posee como curiosidad documental.

Tal vez sea en sus fallas y en las zonas más petrificadas de su literatura donde veamos los rasgos más populares de la fórmula de Max Brand. Sin embargo, fueron los detalles que imprimió a su producción (en este caso la atmósfera que parece haber tomado prestada de una novela de vampiros) lo que lo diferencia de autores cuyos nombres y seudónimos hoy yacen, definitivamente, sepultados en el desierto del olvido.

 

Mariano Buscaglia

Carne y fantasy (A la criolla)

REB

El referente esencial para comprender el término fantasy en la literatura es Lin Carter (1930-1988), eterno desclasado de las letras norteamericanas por sus pastiches de las obras de H. P. Lovecraft, Robert E. Howard o Edgard R. Burroughs; sólo recientemente comienzan a apreciarse sus aportes literarios y, sobre todo, su imprescindible labor en el campo de la edición y el ensayo. Su notable erudición hizo posible la relectura de libros que habían quedado relegados al olvido. Convocado por la editorial Ballantine, a fines de los 60, Lin Carter se puso a la cabeza de la colección Ballantine Adult Fantasy series. Su catálogo es hoy tomado como canónico y los libros que surgieron en esa colección ya son clásicos del género. En esa misma colección, en el año 1973, Lin Carter editó un ensayo esencial: Imaginary Worlds donde se encargó de justificar el por qué de sus elecciones, a través de un análisis minucioso de las obras y la de los autores que había elegido. Carter señaló que la primera novela de fantasía moderna fue El bosque más allá del mundo (1894) del multifacético William Morris, situada en un mundo fantástico, de ambientación medieval, con una prosa repleta de arcaísmos y de giros propios de la novelística artúrica. Entrado el siglo veinte, el género comenzó a asentarse con la aparición de autores esenciales como J. R. R. Tolkien, C. S. Lewis, Lord Dunsany, Mervyn Peake, Fritz Leiber, Ursula K. Le Guin, Michael Moorcock o, más acá, R. A. Salvatore. El fantasy, a partir de entonces, no hizo más que crecer y expandirse, obras como la archifamosa saga de Juego de tronos de George Martin o la del brujo Geralt De Riva de Andrzej Sapkowski son sus epígonos más modernos.

Conrado N. Roxlo-Alberto Breccia-1954-editorial AbrilVale la pena hablar brevemente de los pocos autores que pueden señalarse como precursores del género en nuestro país. Guillermo Enrique Hudson, autor rioplatense de origen inglés, escribió una serie de cuentos con rasgos fantásticos, entre los que se cuenta el ya clásico Marta Riquelme (1903), inspirado en la leyenda jujeña del kakué y que constituye, por sí mismo, un cuento que podría figurar en cualquier antología de relatos de fantasía. A mediados de los años veinte, Enrique Richard Lavalle (lejano pariente del General unitario) tenía, entre otras manías, la debilidad por escribir novelas de caballerías. Pueden señalarse, aunque muchas se consideran perdidas, las novelas Alexo el conquistador, Amadis de las Indias, El corazón de Walcacinda. Entre sus novelas en preparación, figuraba una que se titulaba Uroboli el brujo (libro de caballerías). Lamentablemente, esta novela nunca conoció la imprenta, pero seguramente fue el primer intento genuino de escribir una novela con rasgos fantásticos y medievales que, años después, se agruparía dentro del fantasy. Roberto Payró, en su larga estancia en los Países Bajos, durante la Primera Guerra Mundial, escribió un hermoso libro de fantasía, donde agrupó leyendas autóctonas bajo el título de El diablo en Bélgica (1953). Un libro que recuerda al Thyl Ulenspiegel y en cuyos relatos abunda la brujería medieval, los gnomos y los ogros. En 1940, Draghi Lucero publicó su hoy clásico Mil y una noches argentinas que puede considerarse precursor en su estilo, ya que los cuentos folklóricos que escribe Lucero son tópicos en su estructura y respetan los lugares comunes del género. Lucero logró naturalizar la idea de gauchos que pelean contra demonios en el infierno o que deben defender la causa de algún rey criollo (por contradictorio que suene el sustantivo). A fines de los años 40, el inmenso Conrado Nalé Roxlo escribió la obra de teatro La cola de la sirena y publicó en editorial Abril el libro infantil La escuela de las hadas con ilustraciones de Alberto Breccia. Además de este libro, Roxlo escribió otra aventura de seres feéricos para los fascículos de El diario de mi amiga, con el hada Cornelia por protagonista. Borges, difusor incansable de las vertientes más desconocidas de la literatura, estableció, a principios de los 60, una extraña escuela de cultores de la literatura escandinava y germánico medieval, sobre todo entre sus alumnas. La gesta del Beowulf comenzó a ser conocida entre el público lector de habla hispana gracias a las traducciones o resúmenes de Borges y de sus discípulas. Tampoco podemos olvidar su Manual de zoología fantástica (1957), escrito junto a Margarita Guerrero, que puso en circulación toda una serie de bestias y bibliografía que hasta entonces no estaban en boca de nadie. A pesar de ser un libro abominable, hay que nombrar las          Aventuras de Chiqui Chiqui y Capachito: los enanitos de la gran familia del Lago Nahuel Huapi  (1965) de Graciela Albornoz, que fue un extrañísimo rejunte de mitos en clave novelada.Los héroes del hierro-Editorial América Unida, 1926

A fines de los 70, aparece Angélica Gorodischer con Kalpa Imperial, una obra imaginativa, pero esquiva a la fantasía pura, que se concentra más en la crónica y en los personajes mundanos que en los eventos fantásticos, sin embargo, la calidad de la prosa de Gorodischer y su ambientación, ubican a este conjunto de relatos como una de las mejores obras escritas en nuestra lengua. Se pueden sumar, además, algunas de las insólitas novelitas de la colección Chiquilibros que se escribieron a mediados de los ochenta. Y queda, por último, como un proyecto trunco, el principio de una novela llamada La ciudad Esmeralda del talentosísimo Charles Feiling. Novela de la que sólo alcanzó a escribir cuatro capítulos, antes de fallecer a sus escasos 36 años.

IMAGE0321El mundo de los escritores de fantasía en la Argentina puede dividirse entre los autopublicados y los pocos elegidos por las grandes editoriales. El caso más paradigmático fue el de Liliana Bodoc (el pasado 6 de febrero se cumplió un año de su muerte). En el año 2000, el Grupo Editorial Norma publicó el primer tomo de su hoy ya clásica obra titulada La saga de los confines. El gran golpe de efecto de Bodoc fue la ambientación autóctona de su fantasía. La saga tiene ganado su lugar como clásico literario por su calidad prosística, creatividad y complejidad argumental. No hay que olvidar, además, que la mismísima Ursula K. Le Guin consideró a Bodoc como un clásico del género y se encargó personalmente de la traducción al inglés de La saga de los confines.

Leo Batic.foto de Guille MoyaOtro autor que fue seleccionado por los grandes sellos fue el joven Julián Cáceres Narizzano que, con apenas veintidós años, publicó en el año 2012 su saga Dracomana para Ediciones B. Ese mismo año, y en la misma editorial, el polifacético Leo Batic publicó el primer tomo de su saga El último reino y su discípula literaria, María Inés Linares, también para la misma editorial, publicó la muy celebrada novela Hechicera de relojes que conoció una secuela en el 2013 con el título Hechicera de tesoros. Consultado por Perfil, Batic sostiene acerca del fantasy: “a mí me gusta el fantasy porque es una metáfora. Si yo voy a contar una historia con enanos y elfos, eso solo no me aporta mucho. O sea, hay mucho libro que lo toma como un elemento decorativo para contar una historia donde, en realidad, no pasa nada. Para mí tiene que pasar otra cosa, entonces a la historia le pongo el disfraz de lo que yo conozco, que es el fantasy, lo que yo amo”.

En el 2015, Victoria Bayona reeditó, bajo el sello editorial Del nuevo extremo, el primer tomo de su trilogía Los viajes de Marión (la primera edición fue del año 2011, impresa por el Grupo Editorial Norma y bajo el título Camino a Aletheia). Obra que constituyó otro hito editorial y que tuvo gran aceptación entre los lectores. Ese mismo año, Liliana Bodoc se alejó de la saga que la había hecho famosa para probar suerte en un fantasy más próximo en el género anglosajón. La saga se llamó Tiempo de dragones y su primer tomo La profecía imperfecta. En un principio, el proyecto era muy ambicioso, ya que nació con la idea de generar una película animada con el imaginario draconiano de la obra pictórica del artista Ciruelo. Pero el libro no tuvo la recepción esperada. A pesar de ello, en el 2017, se editó un segundo tomo: El elegido en su soledad, sin la participación de Ciruelo. Bodoc alcanzó a escribir el tercer tomo antes de fallecer, aunque  Random House no ha anunciado aún una fecha de impresión de esta ansiada conclusión. Otras autoras impresas por grandes sellos como Planeta, son Tiffany Calligaris con su trilogía de Lesath y su exitosa saga Witches;  Susana Lara con su saga En los umbrales del tiempo (2015)  y, por último, Magias ajenas (2017) de Márgara Averbach.

Tanto Bodoc como Batic se preocuparon por reescribir el fantasy desde el aspecto histórico, originario y folklórico de nuestras leyendas. Leo Batic sostiene que: “por ser el fantasy un formato que viene de Europa, la pregunta es qué podemos aportarle nosotros al género, quizás castillos no; pero sí dragones que ya había dragones antes de que vinieran los españoles, porque a los duendes, a las hadas, a los dragones y a las sirenas no los trajeron los españoles con sus barcos. Había acá, desde mucho antes, sólo que se conocían con otros nombres”. Fruto de esa idea fueron la serie de  libros que él mismo ilustró y que se llamaron Seres mitológicos argentinos (2003), impresos por editorial Albatros.

Vanesa O'Toole-María Fernanda Bertonatti-1

Entre los cultores más reconocidos en el fandom, y considerado además uno de sus mayores difusores y conocedores, está Claudio Díaz, autor del libro  Relatos de Tierra Incógnita (Ediciones Fusang, 2010), que plantea personajes en la línea de Conan, el bárbaro o Fafhrd y el Ratonero Gris. Díaz sostiene que en la Argentina “existen, al menos, mil lectores que compran en las ferias o en los eventos la obra escrita por autores argentinos” por eso sostiene que “no es descabellado hacer tiradas de hasta mil ejemplares”. Díaz abrió el camino a una ola de autores del género que decidieron recorrer solos el camino de la edición y aprender lo necesario sobre la marcha. 1004Todos los años surgen nuevos escritores, con obras autopublicadas, algunas de dudosa calidad, hay que admitirlo (en una entrevista a Bodoc, realizada por Patricio Zunini, sobre el estado actual de la literatura fantástica, dijo: “hay mucho de moda, de papel crepe, de escenografía de poca monta”); pero existen otras que podrían figurar en los catálogos de las grandes editoriales. Sus métodos de publicación varían, muchos eligen el papel, pero otros tienen legión de seguidores en formatos de lecturas alternativos como Wattpad, donde reciben puntajes de lecturas y donde hay un feedback inmediato con los lectores. La mayoría de estos autores sobrevivieron a las crisis que se suceden en este país, a fuerza de empeño y garra. Todos manejan con soltura diferentes métodos de autopromoción, ya sea en redes sociales, páginas webs o plataformas de reseñas como Goodreads o Youtube. Concurren además a cuanto evento y feria se realiza, allí se disfrazan de caballeros o princesas medievales, arman mesas vistosas e incluso montan escenarios de castillos y mazmorras (como suele hacerlo  el autor Cristian Arlia Ciommo), ganándose la fama a pulmón. Por momentos, estos escenarios tienen algo de farsa (muchos stands están plagados de banners inmensos que reclaman la atención hacia autores desconocidos como si tuviesen la talla de escritores consagrados internacionalmente). Hay algo lúdico en esto y mucho de vanidad herida. Batic sostiene: “como al fantasy lo han corrido de las editoriales grandes, la gente ha empezado a autoeditarse y entonces es ahí donde yo dije ok […] voy también a los otros eventos y apoyo a los chicos que están tratando de salir a la luz […], doy charlas, y defendemos el fantasy desde ese lugar” y concluye que gracias a los eventos: “sostenemos a ese público que tiene ganas de recibir lo que las editoriales no les da y que se está sosteniendo ahora con esta gente que hace autopublicaciones”.

Diego Furbatto es autor de una curiosa saga de libros titulada Letgrín de Eumeria que tiene como escenario el Medioevo, dentro de un mapa alternativo en el que Europa es trasladada a la América Patagónica. Furbatto sostiene acerca de la autogestión: “La autopublicación no es una decisión, sino la consecuencia de falta de opciones. No hago distribución, sino venta directa, en eventos medievales, ferias de libros, y eventos de fantasy. Bah, en cualquier lugar donde tenga oportunidad”. De la camada de autores autogestionados se destacan por su vivacidad, calidad literaria y supervivencia: Graciela Rapán, Matías D’Angelo, Nico Manzur, Sandra López, Lucas Simons, Vanesa O’Toole, Fernanda Bertonatti, Max Bravo, Carolina Panero, Leonor Ñañez, Gabriel Sosa, Rubén Risso, Paul Calvetti Costa, Natalia Alejandra, Daniela Suárez y Mariana Di Acqua, entre otros. De este colectivo de autores surgió, años atrás, el primer intento de nuclear a todos los escritores de fantasía independientes, ese intento se denominó ELFA. Leonor Ñañez dice acerca de esta experiencia: “trabajamos arduamente por difundir nuestras obras y la de todos aquellos autores independientes y autogestionados que, como nosotros, buscaban darse a conocer” y Furbatto agrega: “Tuvo su momento, teníamos muchas buenas intenciones”. Claudio Díaz dice que el grupo llegó a conjugar hasta cincuenta escritores, aunque no todos mantenían el mismo nivel de calidad y el grupo terminó por diluirse, por desinterés y rencillas internas.

Máximo Morales, editor del sello TirNanOg, sostiene que las cosas interesantes suceden en este mundillo de las editoriales independientes, donde se arriesga mucho más. Y agrega: “con la crisis la gente apuesta a lo seguro y hoy está difícil. Nosotros no apostamos por las sagas ni por el libro grueso. Porque el autor no es muy conocido y a la gente le cuesta apostar por un libro caro y grande”. En este submundo, despreciado por los grandes sellos, que tiene su propio fandom, existen también proyectos editoriales especializados, a la ya nombrada TirNanOg, se suma la editorial Thelema, creada por las escritoras Vanesa O’Toole y Fernanda Bertonatti (quienes escribieron en conjunto la saga Aquelarre que ya va por su segunda reedición). En palabras de O’ Toole: “Editorial Thelema surgió en el 2012, a partir de una necesidad […], decidí abrir mi propia editorial, capacitándome para hacer un trabajo profesional. Así fue como publiqué un primer libro “para practicar”, luego el primer volumen de la saga Aquelarre junto a María Fernanda Bertonatti, mi coautora y coeditora, y a partir de ese momento, el boca en boca nos trajo a otros autores independientes que confiaron en nuestro trabajo”.

Hoy, el panorama para el fantasy autóctono, no es tan alentador como años anteriores. Las grandes editoriales se mantienen alejadas del género, salvo sellos como Del Nuevo Extremo o V&R que, al parecer, tienen proyectado seguir apostando por la fantasía. Batic sostiene que esa renuencia puede deberse a: “…que de última, un problema que hemos tenido siempre los que logramos que nos publiquen en las editoriales es que competimos con (George) Martin en la vidriera, digo, tenés que competir con Martin en la vidriera […]. Yo creo que mientras las editoriales piensen que lo que se vende afuera es lo que se va a vender acá, tenemos un problema”.

A pesar de estar aún en pañales, el fantasy criollo ha demostrado ser fecundo en ideas y copioso en autores. Queda todavía mucho camino por recorrer, pero el portal al otro mundo ya está abierto, lo cual puede considerarse como un deseo cumplido a favor de la fantasía.

Mariano Buscaglia

El chevere venturante Mr. Quetzotl de Arisona de Juan Simeran

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Juan Simeran tiene una obra consolidada como escritor de ciencia ficción que, lamentablemente, quedó en los márgenes de la crítica literaria, debido a que la literatura de ciencia ficción rara vez alcanza difusión en medios que escapen al fandom o al de los cenáculos de géneros. Entre sus novelas se cuentan Argentinos, a vencer! (2012), 8 grados centígrados (2013) y Los niños de Berisso (2017), además de una profusa labor como cuentista.

El chevere venturante Mr. Quetzotl de Arisona (Ediciones Ayarmanot, 2018) adopta el mismo principio o excusa cervantino de que los libros, en su justo exceso, enloquecen. Simeran sigue por encima las desventuras quijotescas para reescribir el clásico de Cervantes, cuyo combustible argumental son las viejas novelas de ciencia ficción del canon argentino, quiero decir, las obras de ciencia ficción extranjeras con las que se formaron tantos lectores del siglo pasado (eso incluye todo lo que salió en Minotauro, las revistas Péndulo y autores dispersos como Phillip K. Dick o Stanisław Lem). El Cabayero de la Luser figura, junto con su vecino Sanches Puk, parten a “correr venturas del Saifái”. Así se expresan los personajes en un spanglish retorcido que se habla en la futura y apocalíptica Arizona que recrea el autor. Un futuro que se trasluce desolador  y que, tal cual lo pinta Simeran, parece muy probable.

La gran apuesta del escritor está en el lenguaje, como señalé, un spanglish bien fonético y que adopta, sobre todo, los recursos lingüísticos del habla mexicana. Lo que está en consonancia con la ambientación de la novela que transcurre en un EE.UU. mutado por la inmigración y el reflujo hacia el norte del territorio por parte de los yanquis. Tal vez este uso extremo del lenguaje incordie a algunos lectores, poco dados a los experimentos retóricos pero, sin ese juego lingüístico, la novela no tendría el mismo peso literario. Si bien el texto es comprensible y guarda la amenidad de la buena prosa de Simeran, también salpicada por giros de la literatura española del Siglo de Oro, el resultado es extraño y a la vez asombroso. Como bien dice el prologuista, Simeran no la pifia nunca. El relato fluye con naturalidad, sin artificios, y, con un poco de esfuerzo (en tiempos en que estamos condicionados a no hacerlo) se disfruta muchísimo ese cambio. El texto también sigue a Cervantes en el camuflaje de la autoría del libro.  En el caso de Simeran Pierre de M. es el autor del texto que recopila, fragmentariamente, las aventuras de Mr. Quetzotl y compañía, y Mr. Yon Simeran oficia de editor.

Como el Quijote, la novela de Simeran es un experimento lingüístico, pero también es una simple novelita de aventuras que tiene por andamiaje lo mejor de los clásicos de la ciencia ficción. El chevere venturante Mr. Quetzotl de Arisona es puro entretenimiento y, a la vez, es un ensayo de la forma en que leemos y en cómo nos transforman esos textos.

Una lectura a Gallegher de Henry Kuttner

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La narrativa de Henry Kuttner siempre estuvo en las lindes de dos grandes corrientes de la literatura fantástica norteamericana, por un lado la de los maestros de Weird Tales, encabezada por los tres mosqueteros del espanto H. P. Lovecraft, Robert E. Howard y Clark A. Smith, donde Kuttner debutó y se formó literariamente; y la otra fue la de los escritores que se descollaron en revistas como Fantasy and Science fiction, Astounding o Unkwnon, donde se lucirían leyendas literarias como Fredric Brown, Leigh Brackett, Fritz Leiber, Ray Bradbury (a quien Kuttner le escribió el final de su primer cuento The candle, publicado en 1942 en la revista Weird Tales) o Richard Mathenson. Éste último siempre señaló la influencia de Kuttner en su trabajo, basta pensar que una de sus novelas más famosas (The incredible shrinking man, 1956) fue claramente inspirada por la novela corta de Kuttner, Doctor Cyclops, publicada en 1940 en la revista pulp Thrilling Wonder Stories y llevada al cine el mismo año por          Ernest B. Schoedsack, bajo la producción de Merian C. Cooper.

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Kuttner fue un caso paradigmático en la literatura fantástica norteamericana de mediados del siglo XX. Un escritor que escribió, en un período reducido de tiempo (ya que la muerte lo sorprendería en sus tempranos cuarenta y dos años), un volumen de obra cuantioso, con una calidad,  casi siempre, rayana en la genialidad. Al igual que en Fredric Brown, en Kuttner esa genialidad parecía ser natural, sin afectaciones, como una especie de don ofrendado por algún demiurgo moorckoniano, algo pasado de copas.

Entre sus logros literarios están sus novelas de ciencia ficción, en las que trata con infinita destreza el tema de las mutaciones; en Elak de la Atlántida ensaya con muy buena fortuna el género de Espada y Brujería y el de la Fantasía oscura en The dark world, novela que maneja, con un pulso maestro, la doble personalidad del protagonista.

En 1940, Kuttner contrajo matrimonio con C. L. Moore. Con ella formaría una fusión simbiótica (una especie de “Gestalt Kuttner-Moore”) en el campo literario y juntos darían a luz textos extraordinarios que aun no han sido lo suficientemente estimados. Basta recordar la novela en clave paródica Beyond Earth’s Gates (1949) que iba a la saga de lo que se escribía en Unknow y que sentaría las bases de un estilo que luego frecuentarían autores de la talla de Terry Pratchet, Piers Anthony o Jonathan Carroll.henry_kuttner_relatos

Jorge L. Borges sostenía que los trabajos en colaboración, cuando eran firmados por ambos autores, siempre generaban en el lector la necesidad de descubrir quién escribió tal párrafo o qué autor era superior. Todo esto redundaba en una apreciación negativa del libro. Borges lo ejemplificaba con los textos escritos por la dupla Stevenson-Osbourne, que a veces prefería a los que había escrito el propio Stevenson en solitario. Sostenía que la prosa equilibrada de Osbourne perfeccionaba a Stevenson y que, sin embargo, esto no había sido notado por la crítica literaria, porque siempre se detuvieron en los aspectos individuales de cada autor. El simbionte Kuttner-Moore fue más allá, bajo seudónimos como Lewis Padget o Lawrence O’Donnell alcanzaron una cuota tan alta de perfección en lo que a colaboración literaria se refiere que es imposible determinar qué página o párrafo pertenece a Kuttner y cuál otro a Moore. Según cuentan, se turnaban frente a la máquina de escribir en la escritura de una novela o cuento tomando la posta en cualquier párrafo o, incluso, continuando una oración inconclusa que el otro acababa de escribir. Este poder camaleónico terminó por afectar la gloria que Kuttner y Moore merecían. Amigos cercanos al escritor, siempre le achacaron a Kuttner un exceso de modestia al camuflar su nombre en diversidad de seudónimos, lo que a la larga le jugó en contra, ya que el grueso del público lector fue incapaz de conectar ese abanico de nombres rimbombantes con el del autor californiano. Pasaron décadas de lentas reediciones para que la fama de Kuttner se afianzara en el fandom literario de ciencia ficción y fantasía, lo que sumado al reconocimiento de sus pares y discípulos literarios permitieron consagrar al autor de Gallagher como un maestro indiscutido en el campo de la ficción literaria.GALLA-3

Gallegher está entre las obras más memorables de Henry Kuttner y, según confiesa la propia C. L. Moore en la introducción que realizó para el libro Robots have no tails (que reunía por primera vez los cuentos publicados entre 1943 y 1948 en la revista Astounding), el mérito de los relatos se debía enteramente a Kuttner ya que ella, en este caso, se limitó a oficiar solo de lectora. Lamentablemente no se puede saber si el cariño que Moore sentía por su esposo la inspiró a otorgarle todo el mérito de la creación y redacción de Gallegher a Kuttner o si, en cambio, nos dijo la verdad. No es un dato menor que tras la muerte de Kuttner, Catherine Moore prácticamente dejó de escribir y se limitó a ser una albacea de su obra y la de su marido.

El protagonista de los relatos, Galloway Gallegher (Kuttner había olvidado el nombre del autor entre el segundo y tercer relato, llamándolo Galloway en vez de Gallegher, lo que solucionó en la cuarta historia usando los dos nombres, uno de ellos como apellido) es un científico alcohólico cuyo genio relumbra cuando aflora a la superficie su subconsciente. Este estado de cosas tiene el latiguillo cómico de que al despertar de su resaca, el científico se encuentra con un invento maravilloso e incomprensible que, por regla general, complica su existencia hasta que logra elucubrar cuál es la función práctica del objeto que creó en estado de gracia. También por regla general debe volver a emborracharse para responder al enigma. Los cinco cuentos que conforman el volumen recorren algunos de los clichés más hermosos del género de ciencia ficción, hay viajes y paradojas temporales, visitas de seres extraterrestres del futuro, encarnados por unos conejitos símil peluche que pretenden dominar el mundo, dimensiones paralelas y un androide con cuerpo transparente que pasa su tiempo contemplándose al espejo, por lo que el inventor lo apoda “Narciso”.

En conjunto, Los robots no tienen cola, como se llamó originalmente la primera edición de esta antología de cuentos (que publicó Gnome Press en 1952), es un libro extraordinario que retrata la edad de oro de un género que hoy parece haber perdido para siempre esa sensación de maravilla.robot

La edición en castellano pertenece de la editorial Proyecto F, dentro de su “Colección Ficciones”. El empaque del libro es de excelencia y no se le puede achacar nada. La edición respeta las ilustraciones originales y la traducción es muy correcta y cuidada . Lo curioso de esta edición es que solo fue de 55 ejemplares numerados (a mí me tocó en suerte el número 24). Este tipo de capricho es posible hoy porque la impresión por demanda se ha abaratado muchísimo y los aficionados encontraron la forma de satisfacer sus sueños de llevar al castellano muchos libros de autores cuyo momento de gloria quedó en el pasado, aunque su calidad permanece incólume. Estos escritores ya no encuentran espacio dentro del catálogo de las editoriales de renombre. La ambición monetaria de estas corporaciones impersonales ha excluido de sus proyectos los llamados nichos para entendidos. Por lo que el fandom ha salido, una vez más, al rescate de la memoria y de la calidad literaria. El mayor logro de este grupo de especialistas de Proyecto F fue haber reimpreso, en bellísimas ediciones facsimilares, los 45 números de la mítica revista mexicana Los cuentos fantásticos, un logro que no ha tenido el eco que merece en los sitios especializados, tal vez por el difícil acceso que a veces tienen estas tiradas pequeñas.

 

 

Librerías de viejo: crónicas de una disciplina que nunca muere

 

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Mariano Olmedo, propietario de la librería Kafka & Cía en Av. Corrientes

Uno de los máximos placeres para cualquier persona que se considere amante de la literatura consiste en ingresar a una librería de viejo y descubrir, en el maremágnum de libros usados, rotosos y despreciables, un volumen que se destaque sobre la basura como un diamante en una pila de carbones. Un libro entre muchos que sea una pieza solo apreciada por unos pocos. Hallazgo que despierta en el descubridor los sentimientos mezquinos, egoístas y enloquecidos que el oro despertaba en los conquistadores. Entre los bibliófilos ese tipo de hallazgo se percibe como un augurio de que lo bueno aún está por llegar. Ningún coleccionista que se precie de tal abandonará la librería hasta no haber hurgado cada rincón del local, en especial los anaqueles bajos y los ángulos más inhóspitos. Ahí donde el librero olvidó actualizar un precio o se le pasó alguna edición de valor. La relación entre libreros y clientes está sembrada de reglas secretas. Un librero fogueado en su arte, conoce todos los pormenores y las variopintas excentricidades de sus clientes.

Domingo Buonocuore, autor de «Libreros, editores e impresores de Buenos Aires» (1974) llamaba a los libreros de viejo como “bibliómanos especuladores o eternos nuevos ricos de la cultura”. Eduardo Orenstein, dueño de la librería Rayo Rojo (Galería Bond Street, Av. Santa Fe), escritor y artista plástico, escribió una novela-crónica, aun inédita, donde relata las vivencias de un conocido librero del Parque Rivadavia. Para describir sus habilidades dice: “era un librero puro, como los libreros son en realidad, un comerciante que con mayor o menor astucia trataba de hacer dinero con el menor esfuerzo. Paradójicamente, el librero puede ser analfabeto. Así como los iletrados saben muy bien reconocer los billetes, el dinero con el que intercambian en la sociedad, algunos libreros se manejan con la imagen de la tapa, el aspecto, la encuadernación y un poco de instinto”. Orenstein sostiene que el librero es un tipo “que sabe mucho”, sin ser un erudito, y que cuenta con la capacidad de ubicar un objeto cultural, por la época, colección o editorial.

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Librería L&L en San Martín de Juan Ferrari

El librero de viejo es un auténtico Proteo. Puede ser un vil comerciante, un bibliófilo o un absurdo ignorante con mucho tino para los precios.

Una regla tácita entre libreros de viejo y clientes es el diálogo. En los primeros encuentros entre uno y otro, el intercambio de palabras se limita a lo monosilábico. Cualquier signo de exaltación o alegría puede disparar el precio de tapa de un libro a una cifra sideral. De aquí que el cliente rara vez demuestre sentimientos empáticos. Una vez que el lector tiene los libros en la mano no delata interés por los mismos, incluso simula algo de ignorancia o estupidez. Como si la compra la hiciera para otra persona y le diera asco tocar esas páginas avejentadas. Pero rara vez estas tácticas tienen éxito. Si el librero es zorro viejo descubre al coleccionista apenas este rebasa el marco de la puerta de la librería. El temblor de una mano, la exhalación sorda ante un hallazgo o la mirada febril, delatan el cazador ante el ojo avizor del propietario. Juan Ferrari, dueño de la librería  L & L (Mitre 3966, San Martín), formado en las trincheras del Parque Rivadavia, recuerda a un coleccionista de revistas que llegaba muy temprano al Parque para adquirir, antes que nadie, el material que le interesaba. Cuenta que el coleccionista era estafado en todas las ocasiones, ya que no podía disimular su ansiedad. En pleno invierno sudaba la gota gorda y le temblaban las manos cuando tomaba las revistas. Otro loco, agrega Ferrari, era uno que sólo compraba revistas Tit-Bits y que se pasaba la tarde recorriendo todos los puestos, desde la calle Rosario hasta Rivadavia, al grito monocorde de: “¡¡Tibits,Tibits,Tibits!!”.

Pablo De Santis señala en su novela «Los anticuarios»: “He aprendido que una librería debe huir por igual del orden y del desorden. Si la librería es demasiado caótica y el cliente no puede orientarse por sí mismo, se va. Si el orden es excesivo, el cliente siente que conoce la librería por completo, y que ya nada habrá de sorprenderlo. Y se va también. Téngase en cuenta que las librerías de viejo existen sólo para lectores que detestan hacer preguntas: quieren conseguir todo por sí mismos. Además, nunca saben lo que están buscando, lo saben cuando lo encuentran”.

Buonocuore redunda en la dicha de esta búsqueda a ciegas al decir: “El arte de hurgar entre los libros tiene, como se sabe, su estrategia y equívocos. Existen hilos ocultos, itinerarios secretos, pistas disimuladas, factores todos que suponen el conocimiento de una clave orientadora y cierta dosis de ingenio e imaginación para descubrir los ejemplares codiciados”.

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Eduardo Orenstein, dueño de Rayo Rojo, artista y escritor de la Saga de el gaucho sin cabeza

Carlos Noli, propietario de la librería El túnel, situada en Avenida de Mayo 767, sostiene que los libros se van “quemando”, por lo que la mercadería necesita moverse mucho de los anaqueles. A medida que los libros no se venden, estos van bajando de precio o regresan al depósito. Dice que en los tiempos actuales ese movimiento se complica, porque antes la compra de bibliotecas empujaba el material, pero que ahora la venta de bibliotecas escasea.

Las librerías de viejo perduran en la memoria humana de dos maneras. Una a través del recuerdo de sus concurrentes y la otra, más nostálgica, a través de su marca geológica: el sello de la librería estampado en la página inicial del libro. No todas las librerías de viejo marcaban los libros, pero sí lo hicieron muchas. Esas marcas, los ex libris de las librerías de viejo, son el testimonio mudo de una de las formas más particulares del comercio, la venta de libros usados. Algunas librerías que se extinguieron en fechas no muy lejanas fueron La librería el Arca de Juan (Defensa 1476); la librería Antigua (Bartolomé Mitre 1592) de Víctor Contreras, considerado el gran empresario de revistas viejas y publicaciones periódicas; la Feria del Libro (Av. De Mayo 637) de Filkenstein que era conocida por sus continuas y jugosas ofertas o la librería Antiquitas (Sarmiento 1685) del viejo Cafure, verdadera cueva de papel viejo.

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El legendario Yoel Novoa

Hoy día son pocas las librerías que adoptan esta escenografía cavernosa, donde uno debe hurgar entre papeles y mugre hasta encontrar una gema. Tal vez la más auténtica de todas sea la librería El debate (Av. Pueyrredón 731), donde hoy ya casi es imposible dar con algún libro de valor. Prácticamente un depósito de papel viejo que conforma un escenario de lo que era una antigua librería de viejo. Ya hace años que los coleccionistas, reencarnados en langostas, arrasaron con las existencias valiosas de esta librería.

Las librerías de viejo son blancos predilectos de aquellos que, como los llamaba Roberto Arlt, gustan de “ejercitar la garra”. Uno de los episodios más épicos sucedió en la librería Kafka (Av. Corrientes 1117) de Mariano Olmedo, quien tuvo dilatadas experiencias en este sentido. La más aguerrida aconteció un día en que un supuesto comprador, enarbolando un volumen deshojado de D’Annunzio, le echó en cara al propietario la desfachatez de marcar un D’Annunzio a tan mísero precio, cinco pesos de entonces. La discusión creció hasta alcanzar cotos escandalosos, por lo que Mariano decidió echar al alborotador que se alejó sin poner mayores reparos. A los pocos minutos volvió con un balde de pochoclos (esos extra grandes de sala de cine), lleno hasta el borde de vino patero. Sin mediar advertencia lo arrojó sobre la mesa delantera donde se exhibían las ofertas de la librería. Lo que siguió fue una batalla campal entre el librero y el defensor de D’Annunzio, hasta que la superioridad táctica de Olmedo (que consistió en romperle un palo de escoba en la espalda al defensor de la literatura italiana) puso en retirada deshonrosa al agresor (que incluyó el pedido de gracia en un bar lindante, con los pantalones bajos y le exhibición de sus partes pudendas al grito de: “Socorro a un hombre desnudo al que están pegando”). La batalla continuó hasta que el agresor pidió gracia y felicitó al librero por tan linda gresca. Los libros bautizados con tinto, una vez secos, se vendieron igual, a pesar de estar perfumados con un bouquet a uva rancia.

Esta clase de episodios no solo son recurrentes en las librerías de viejo, son más bien parte de lo que puede llamarse su universo intrínseco; como también lo son sus clientes, algunos tan particulares u originales, que parecen extinguirse o diluirse con la propia desaparición de las librerías y el producto que venden.

El nacimiento del término es oscuro. Probablemente surgió en España a fines del siglo XIX. La frase completa sería “librería de libros viejos”. Su uso diario lo sintetizó y, elipsis mediante, pasó a ser “librería de viejo”. Lo que a la vez remite a lo que solían ser sus vendedores, viejos huraños y centenarios, pocos dados a la palabra y a la confrontación con los clientes. Orenstein prefiere el concepto de “libro usado” al de “librería de viejo”. Cree que el libro en sí, como objeto, es mucho más trascendente que su contenido. La trascendencia, dice, la impone el comprador que busca el libro por nostalgia, fetichismo, masturbación, especulación, coleccionismo o lo que fuera. Noli se considera un vendedor de libros usados, viejos o de ocasión. Algunos raros y otros no. Hace un paréntesis con las llamadas librerías de anticuarios que considera que en la Argentina casi no existen. Las librerías de anticuarios trafican con primeras ediciones, ediciones de coleccionismo, libros dedicados por autores famosos o libros antiguos, o sea, de principios del siglo XIX hacia atrás. Mariano Olmedo dice que su librería es más de lector que de coleccionistas, de esos que no llegan a abrir o a tocar el libro. Para referirse a las librerías, Juan Ferrari tiene el recuerdo que le trasmitió su padre cuando salían a comprar libros, las llamaba “quemazones”. Término Peninsular que señalaba la “quema de precios” o “baratas” de libros.

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El librero Juan Ferrari de L&L

Pero antes de continuar con el anecdotario de víctimas y victimarios del libro es aconsejable hacer un repaso sobre el origen y desarrollo de las librerías en Buenos Aires. En 1824 se funda la librería del Colegio, hoy de Ávila, en la esquina de Bolívar y Alsina. Por lo que es consideraba la librería más antigua de la Argentina (y seguramente del mundo). Hoy de Ávila mantiene en su subsuelo la venta de libros viejos que fue su fuerte durante muchos años. Ángel Da Ponte parece ser el primer librero de libro usado, con su local llamado el “Baratillo de libros”, hacia fines de 1860. En la segunda mitad del siglo XIX (de 1870 en adelante) las primeras librerías de viejo, o de lance, se agruparon sobre la calle Potosí (hoy Alsina), que era por entonces la zona céntrica de la ciudad.

A mediados del siglo XX surgieron las primeras librerías grandes como las de los hermanos Palumbo (donde trabajó Roberto Arlt) y donde comenzaron a venderse libros a destajo, hasta en canastas o por kilo. En el ensayo «Los encantadores de serpientes (mundo y submundo del libro)» de Arturo Peña Lillo se cuenta la anécdota de un cliente que compró, incluso discutiendo el precio, una Biblia que resultó ser de Gutenberg y que luego se revendió por diez mil libras esterlinas al Museo Británico. Lito Palumbo, hijo del librero, desmintió esa anécdota a Juan Ferrari y le confesó que esa Biblia se vendió durante el centenario de 1910 a una comitiva alemana, pero a muy buen dinero.

La venta de saldo, que luego sería el pan de cada día de las librerías de la Av. Corrientes, fue creada por la librería Anaconda que comenzó a comprar los fondos de editoriales pequeñas y en bancarrota.

El negocio del libro, como todo comercio, está en la diferencia. Yoel Novoa (artista plástico, fundador de las librerías Rigoletto Curioso, El rufián melancólico y librero del puesto 73 del Parque Rivadavia) confiesa que en sus comienzos, al contar con tan poco dinero, pagar aunque fuera una cifra ínfima por un libro le parecía algo así como una especie de traición a sus principios, por lo que siempre ofrecía cifras absurdas, por lo bajas, a sus vendedores. Gran parte de las personas aceptaban el trato y confesaban que no sabían que se pagara tan poco. Si por alguna razón se daban cuenta que habían sido estafados y regresaban para recriminarle a Yoel el precio de la transacción, el librero les decía con aire absolutamente encantador e inocente: “¡Pero me hubiese pedido más!” El funcionamiento, dice, reside en mantener el costo y obtener ganancia. Eduardo Orenstein sostiene que hay algo despreciable en un oficio que, según los griegos, estaba resguardado por el dios Hermes, figura que velaba por los comerciantes y, también, por los ladrones. Asegura que siempre les advierte a sus clientes que intentará hacer el mejor negocio que pueda y que ellos, a su vez, deberán defenderse e intentar hacer lo mismo. La dinámica, concluye, es comprar lo más barato que se pueda para vender lo más caro posible. Reflexiona: “Porque el capitalismo es así, un robo”. Mariano Olmedo dice que el material llega a sus manos a través de la gente que circula por la calle, de cartoneros que encuentran libros revolviendo en los tachos o, incluso, de personas que compran libros en ferias de cartoneros. Pocas veces adquiere bibliotecas.

Un detalle interesante del rubro es la capacidad de los libreros para colocar los precios, Yoel dice que aprendió el secreto de un librero formador de libreros llamado Juan Carlos Pubil que acuñó la frase “poner a tiro” un precio, o sea, ni muy caro ni muy barato, el precio justo para que los libros no se estanquen y circulen. Mariano Olmedo considera que el precio es un poco una ficción, que lo dicta el interés del lector sobre el libro. Otro librero formador de libreros fue Enrique Sabransky de la librería Ameghino que le costaba desprenderse de los libros, por lo que ponía precios siderales. Eso lo llevó a terminar en la miseria y a salir a buscar dinero tirado en la calle, para alimentar a sus más de cincuenta gatos.

Una práctica en decadencia, pero que era común en las librerías, era la publicación de catálogos. Mediante los catálogos, la mayor parte de los libreros podían asentar un precio sobre un libro dado. Por lo general muchos libreros tomaban los catálogos de las librerías más prestigiosas como referencia, antes de que los mercados virtuales se masificaran. Es en esa zona virtual donde muchos de los libreros consideran que se va a asentar la librería de viejo del futuro. Yoel estima que hay que adaptarse y que la ventaja de la venta online es que los clientes de rarezas ahora están a mano, que se han acabado las distancias. Juan Ferrari dice que en parte se sostiene con las ventas de Internet y concluye que no le interesa la reputación de Mercadolibre, que esa reputación, al fin y al cabo, no influye en sus ganancias. Olmedo y Noli, en cambio, no les agrada Mercado libre por el hecho de que maneja como un banco el dinero de las ventas. Eduardo Orenstein sostiene que la contra de Internet es su sobreabundancia de datos, que impide encontrar algo en concreto, por lo que usa los mercados online para capturar clientes y luego conducirlos a su página de Internet donde pueden encontrar cómodamente lo que buscan. Otra contra de Internet, sostiene, es que ahora algunos libros que siempre tuvieron precios elevados, por ignorancia del vendedor, aparecen con precios ínfimos, depravando así el precio real del libro.

Ferrari recuerda que en la librería La gran Aldea, atendida por Víctor Contreras, se podía comprar el número uno de El Gráfico o de Caras y Caretas en fotocopias en blanco y negro. Por esos años, mediados de los setenta, era prácticamente imposible acceder a esa clase de material, si no era de ese modo. Hoy día, con la masificación de Internet y el hecho de que basta hacer un clic para acceder a toda clase de material digitalizado, se terminó por matar un poco la búsqueda y curiosidad lectora. Ferrari considera que el coleccionista de revistas viejas está en retirada o en franca desaparición, que ese material es casi ilegible para las generaciones de hoy día y la calidad de reproducción pésima, por lo que ya no es buscado. Recuerda anuncios donde se canjeaba un departamento por una colección completa de El Gráfico. Considera que hoy es casi imposible vender esa revista. Concluye que quedan muy pocos locos que hayan tomado la antorcha del coleccionismo.

Sin embargo, el Apocalipsis del libro no llegó. El formato perdurará. Lo que hoy se desprecia por abundante y conocido, mañana será escaso e ignorado. El libro tiene esa cosa loca que tiene la vida: sobrevive al azar, sin hacer caso de gustos, juicios o valores. Sobrevive lo que puede y como puede. Tal vez por eso nos atraiga tanto el libro viejo, esa especie de fósil viviente que refleja un poco la aprensión que sentimos ante un pasado extinto, pero también, de algún modo, cercano e inasible.

Mariano Buscaglia

(Nota publicada en el Suplemento Cultura del diario Perfil el 24/06/2018)